Antología poética. María Alicia Acevedo

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Antología poética - María Alicia Acevedo

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varón, para no tener que soportarlo todas las madrugadas a su lado y asegurarse solo de verlo una vez a la semana, como marcaba la ley. Y los dioses la escucharon, porque nació Zaira, con los tórridos cabellos de su madre y la gélida sonrisa de su padre. Esta niña se transformó luego en un talismán de belleza, que le aseguraba las mejores fortunas de los pretendientes del reino y aledaños, motivo por el cual Zagreb la reconoció.

      Capítulo II. La mujer misteriosa

      Este esposo circunstancial la quería tanto a Akab que no podía privarse de su presencia, así que decidió poner un manto de piedad entre ellos y la mandó a estudiar turismo a Turquía, y ella cambió su lugar por el de su hija. Zagreb agradeció que considerara su compañía, y Akab le dijo que la única condición que le ponía era que no deseaba que la acosase todo el tiempo y le pidió trabajar en la casa para sentirse útil. Había planeado escaparse, sabiendo que el futuro de su hija estaba asegurado, puesto que no iba a sacarla de la universidad (no soportaría las críticas por partida doble: perder una esposa y condenar a una hija, y no precisamente por problemas económicos; esas críticas lacerarían el prestigio de la familia Said).

      La tarde que decidió fugarse, Akab fue hacia los baños de los hombres, porque muchos de ellos dejaban sus coches y a sus sirvientes cerca del palacio para compra alhajas. Sabía que si la pillaban la azotarían o matarían a pedradas. Así que se metió por el pasillo central envuelta en su burka, llevando una bandeja de oro con una jarra de cristal de roca y con la cabeza agachada. Cuando le pidió a un joven que la ayudara a salir del lugar, este dio un grito advirtiendo su presencia a los guardias. Pero Akab sintió una mano femenina sobre su hombro que la guio hacia un pasadizo, mientras los armados prorrumpían en alaridos beduinos. Esta misteriosa mujer la empujó, y ella cayó por un tobogán hecho con telas desgarradas y partes de cajas con las que hacían las casas quienes vivían al costado de la escalera del burgo y tenían el castillo como pared.

      Así, las dos mujeres lograron salir del palacio y, levantando los brazos, lloraron de felicidad. De inmediato empezaron a correr por las calles, se metieron en el mercado y sintieron por primera vez que el aire fresco les rozaba la cara y enfriaba las lágrimas de angustia liberada. Akab fue amargamente libre y abrazó a la extraña.

      Capítulo III. La casa de recogidas

      En el único lugar en el que las dos mujeres sobrevivirían sería en la Hacienda de la Viudas, una casa pública para aquellas mujeres que no tenían familia, porque la habían perdido en la guerra, o que tenían hijos rechazados por sus esposos por no ser considerados suyos. Como era el caso de los que sufrían de albinismo y se los mataba creyendo que sus huesos tenían propiedades esotéricas y eran maldecidos por los dioses.

      Las recién llegadas se acomodaron sobre tapetes y procuraron pasar desapercibidas para las demás. En ese lugar se cultivaba la tierra como modo de autoabastecerse, y Zamira, quien había ayudado a Akab, sabía hacerlo por una pariente lejana que le había enseñado el tratamiento de las hierbas. De todos modos, no las querían, puesto que las viudas no eran bien apreciadas en el lugar, ya que se decía que para una mujer joven que las veía era símbolo de mala suerte y soltería, lo que significaba que moriría seca y sin descendencia.

      Pero como Akab tenía porte gitano fue bien atendida por las anfitrionas, que sabían de quién se trataba y, en un principio, la creyeron una espía de su marido. Sin embargo, le fueron perdiendo el respeto a medida que creyeron que él la había repudiado por su comportamiento lésbico y que si no le había dado carta de recomendación para otro marido frente a tres testigos, era porque ella algo malo había hecho con esa mosca muerta a quien cobijaba. Lo cual era peor que estar viuda, ya que por lo menos las abandonadas por la vida no intentaban escapar de su destino.

      Cierto día, Akab descubrió con pesar que le habían desgarrado sus velos, pocos pero costosos, lo cual le dificultaría poder salir a dar sus paseos nocturnos por la ciudad y quedarse durante horas en la playa esperando el amanecer con su compañera y rescatista Zamira.

      Cuando reclamó por lo sucedido, una de las alojadas le dijo:

      –Nos da rabia que teniendo marido, no lo desees, y quieras escapar de la vida que El que todo lo ve, Allah, Dios, tiene para ti. Prefieres estar en brazos de esa hereje y sientas precedente ante los hombres, que pensarán que estamos aquí por gusto propio.

      –Todas moriremos sin esposo por tu culpa –dijo otra.

      –Vete, no eres bienvenida aquí. Ni tú ni esa –esbozó una tercera entre dientes.

      –No –dijo la princesa–, no me iré y les voy a demostrar que no necesitamos de un hombre para estar completas.

      Capítulo IV. Las moras silvestres

      La discusión la había dejado devastada, y Zamira la abrazaba y le besaba las manos cubiertas de arena, mientras balbuceaba:

      –No puede ser, no quieren escuchar.

      –No entienden. Es que la cultura tribal es más fuerte –respondía Akab, y una mueca de dolor se perdía en las playas ardientes de Fez, a la vera de olas turquesas.

      –Tengo una idea –dijo su compañera–, podremos sacarte de la casa dentro de una alfombra cuando venga el mercader el jueves por la mañana.

      –No me iré sin ti –sentenció la mora.

      –Entonces, me amas –dijo la islamista.

      –Espero lo mismo, como espera la arena cálida la frescura del agua que baña sus costas escarpadas.

      Esperaron toda la noche dentro de una cueva y subieron a un barco que iba siguiendo una flota de mercaderes. Estos se mecían como flores de tallos endebles en el agua, hidropónicas ancestrales que marchaban hacia una costa incierta con senderos furtivos como sus paraderos lejos de la civilización. Cultura que establecía permisos para hablar y circular por géneros, culturas y razas. Ellas no sabían a dónde iban, pero de una cosa estaban seguras: pasarían penurias, hambruna, persecuciones, castigos, frío y dolor emocional y físico. Mas la búsqueda de la identidad entre paños tejidos por años de esclavitud y servidumbre era una opción cuando uno era un pájaro en una jaula de oro. Entonces, no tenía otra posibilidad que intentar romper los barrotes, que aunque parecían joyas, seguían siendo eso, el límite que latía bajo la naturaleza de la libertad agazapada.

      Capítulo V. El vuelo del águila

      Akab y Zamira les rogaron a dos viejas del lugar en el que fondearon y estas agoreras, que trabajaban a las puertas de una ciudad resplandeciente, las vendieron como jornaleras en los baños de la ciudad de Túnez, por un diezmo de oro para llevar al templo. Pero la belleza de las sunitas llamaba la atención, y un día un viajero y servidor del sultán abandonado comentó en presencia de su señor sobre la belleza de aquellas flores en el lodo del desierto egipcio.

      Eso captó la atención del rey y lo convocó a sus aposentos. Echó de su presencia a sus esposas y lo hizo hablar, diciendo:

      –Por tu vida, ¿qué has visto en nuestro país vecino y que has comentado en la Medina?

      –Ah, señor, sus ojos no darían crédito a una de esas dos maravillas que superan en grado sumo el resplandor de las piedras que cubren su palacio. Y al Taj Mahal le hace sombra, porque ni construyéndoselo en este lugar podría atraer a esa hermosura otra vez –respondió el chiita turco.

      –Te haré inmensamente rico, tal que no podrás contar tus días para sumar las monedas de oro que recompensarán la infame hazaña de restituirme lo que me pertenece –sostuvo

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