Antología poética. María Alicia Acevedo

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Antología poética - María Alicia Acevedo

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un camello comparada con la suya, amo.

      –No te necesito inteligente, sino obediente. Irás y pedirás en matrimonio a Zamira, tal el nombre de la guerrera ave de rapiña que se llevó a mi Akab. Y casándote con ella, me la traerás a mi presencia para virgen nupcial. O al perder ella su encanto, tú no contarás más con la cabeza sobre tus hombros ni con una familia que te llore ni lleve incienso a tu tumba.

      –Amo, mis ojos serían incapaces de hollar alguna prenda tuya, pues hasta tus más triviales posesiones las guardaría con mi vida. ¿Te he fallado acaso en estos años de fiel servicio? ¿He robado para mí un carnero a pesar del hambre de los míos? –dijo el mercader.

      –Te haré justicia a los ojos del altísimo, si me concedes esta petición: tu vida por la de mi nueva esposa.

      –Delo por hecho, señor, esa mujer yacerá a sus pies. O yo mismo sacrificaré a todas las hembras de esa ciudad, hasta que la encuentre y la traiga a su presencia. En tanto que eso suceda, disponga usted de mi familia como si fuera la suya –dijo, y haciendo reverencias se retiró de la cámara real.

      Mientras se iba, el rey lo llamó y arrojó a su turbante un puñado de rubíes y una bolsa con abundantes monedas:

      –Ve, que piensen que eres rico. Compra incienso, caballos y cúbrela se sedas o de sangre.

      –Verá el rojo de sus labios esta noche o el carmesí de mi espada, se lo prometo, amo.

      Zagreb mandó a matar a Zamira luego de la noche de bodas, pero antes la obligó a escribir una carta. El viudo puso la carta junto a las pertenencias de Zamira y las envió a Túnez mediante un servidor real y verdugo, quien se la hizo llegar a Akab. La carta tenía el sello del rey y una nota al pie con su tórrida letra: “Como no pudiste amarme, no mereces nada. Ella te reemplazó en tus obligaciones y murió por tu egoísmo”.

      Con la carta entre sus puños cegados por la ira, Akab entendió que el sacrificio de su compañera en los brazos de ese Alí había valido la pena de su angustiosa libertad y se prometió no volver. Aquello que desde el principio fue el objetivo de sus días y el destino de sus existencias estaba sentenciado: consolidarse como la defensa, perseverante y silenciosa, de las mujeres que le paren hijos a la guerra e hijas a los aposentos déspotas, pero que se hermanan más allá de la muerte y hacen de eso un emblema de amor absoluto a la vida.

      Besando la carta, arrugada como el laberinto de sus futuros días, Akab comprendió que la fuerza que emanaba de los actos más puros y más desinteresados eran los que nos determinaban, y fue feliz por otro ser –y no por ella– por primera vez.

      Capítulo VI. Un futuro promisorio

      No sabía con quién viajaba; las caras de los marineros se sucedían delante de ella como las ráfagas de las saetas con las que trataban de disuadir a los exiliados que se tiran al agua en busca de un puerto seguro, sabiendo que la muerte sería, inexorablemente, el más certero anclaje de su aventura. Empero, como una posibilidad subyacente, preguntó en un idioma que no conocía bien sobre la tierra adonde se dirigía el bergantín. En su memoria guardaba las palabras de su progenitora, que le había dicho que tenía un pariente en Sudamérica, un comerciante italiano, Pedro… su padre biológico. La piedra, pensó ensimismada, debe ser un hombre noble para llevar ese nombre. Y se entregó por propio gusto al ardor de unos brazos fuertes para sacarse el olor a Estambul de su piel. Lo que ella no sabía es que ya llevaba en sus genes la identidad de quien porta un pasado del que escapar no es una certeza. Por derecho de familia, la cazarían al llegar a tierra como a un animal de una casta selecta. Se cambia de cadenas, pensó, pero no se quita el collar completamente. Y mascullando este proverbio se durmió entre oleajes de vino borgoña, flamencos acordes y frituras desteñidas de salobre costa amalfitana.

      Al llegar a la Argentina, se escabulló por el puerto de Buenos Aires en un camión de pescado y llegó a un conventillo de La Boca. Allí conoció a una judía rancia que la dejó dormir al lado del bracero de la cocina económica, para luego emplearla en una fábrica de sábanas durante el día y por la noche trabajar como bailarina exótica en un restaurante del barrio residencial de Belgrano.

      Capítulo VII

      Punto y aparte: la lógica criolla

      Se le acortó la tela en demasía, acostumbrada como estaba Akab a no enseñar hombros ni tobillos y a tomar líquidos por debajo de su sari; ahora ya no quedaba nada más velado a la imaginación: hasta unos vestidos muy cortos y transparentes –que las parroquianas llamaban enaguas– eran tan nimios que les pasaba el viento fuerte antes de colgarlas a secar. Los camellos se le transformaron en unas criaturas que le describían como parientes de las aves de corral cada vez que ella insistía en que allí no se veían beduinos.

      –Qué beduinos ni que carneros –le dijo con un tono compadrón el que se hacía el guapo del zócalo de la cocina–. Este pájaro pone huevos gigantes como seguro no viste en tu país, grandes como la forma del mundo. ¿No sabés que Cristóbal Colón, el que vino de España para acá, para describir a la tierra uso un huevo? Bueno, debe haber sido el huevo de un ñandú para que entendieran cómo era de grande el planeta.

      Akab creyó por un momento que estos huevos gigantes, si es que existían, podían darle de comer a mucha gente y lo dijo en voz alta.

      –¡Ah, no! –le respondió una voz desde una de las tantas piezas del burdel–. Eso es para paladares camperos, que entienden de buenas comidas.

      Esos mismos paladares que habían dejado el paraíso terrenal para para pasar a construir uno industrial, pensaba Akab, y cuyas torres eran como espirales de humo que al igual que la chimenea de un barco lo teñía todo de olor a progreso y color arena. Ella siempre había renegado de las tormentas del desierto. Pero el pampero, en esta jungla de cemento, era el céfiro de la mañana de mayo en los cálidos médanos de Arabia. Los caballos ya no cabalgaban libres, llevaban carruajes, pero sobre estos no iban sus dueños con coronas en la cabeza; sino que paseaban a la gente por unos bosques y lagos de un lugar llamado Palermo, y les decían “Mateos”, así le había contado la China que trabajaba con ella.

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