Milton Friedman: la vigencia de sus contribuciones. Rolf Lüders

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la equivocación de Milton. Todo esto llevó a un nuevo encuentro el año siguiente en la reunión de la AEA, pero, una vez más, Friedman tardó solo dos o tres minutos en mostrar las deficiencias en la nueva línea de ataque del profesor.

      Esta historia, quizás apócrifa, me suena muy verdadera, y por eso me siento obligado a contarla aquí. Pero, a la vez, me deja intranquilo porque da la impresión de que Friedman se glorificaba al “dar de baja” a los que le confrontaron. Esto no calza con las muchas décadas de contacto que tuve con él. Vuelvo a Friedman diciendo: “no puede decirlo en serio”. Él nunca dijo “qué estúpido es” o su equivalente. Su respuesta era la de un maestro y amigo, suavemente tratando de llevar a su interlocutor a ver las cosas con una nueva perspectiva, en lugar de despacharlo perentoriamente de su consideración. Su objetivo, siempre y como siempre le vi, no era censurar, sino persuadir.

      Otra importante impresión de mis años en Chicago tenía relación con la forma en que Friedman creó un sólido muro de separación entre su actividad académica y su papel como líder de su generación en economía de mercado. En los dos cursos de Teoría de Precios que realicé, nunca tuvimos ni un atisbo del tono polémico de, digamos, su libro Libertad de elegir. Lo que tuvimos fue oferta y demanda y funcionamiento de los mercados. Economía del bienestar aplicada estaba ahí, ciertamente, pero solo en pequeñas dosis, y se explicaba en términos de oferta y demanda, más que en principios filosóficos. Los controles de precios eran analizados como controles de precios, no como invasión contra la libertad. El impuesto a la renta se mostraba como mejor que el establecimiento de impuestos al consumo, por cuanto permitía a los consumidores alcanzar una mayor curva de indiferencia.

      Por otro lado, el Capital era un agregado cuya producción global se elevaría al máximo a través de la operación de las fuerzas del mercado. Hacía más sentido verlo como un agregado que como una colección de activos físicos, porque lo que preocupaba a la gente no era el activo en sí mismo, sino la capacidad del activo de entregar un retorno igual o superior al del mercado.

      Si aquellos de nosotros que estábamos en las clases de Friedman salíamos más convencidos de las virtudes del mercado que cuando entrábamos, no era porque nos habían predicado, sino porque nos habían llevado cuidadosamente a un conocimiento más profundo de las fuerzas de la oferta y la demanda, y del sistema de mercado como un todo. Más adelante, cuando leíamos las columnas de Milton en Newsweek y veíamos las series de televisión Libertad de elegir, observábamos un lado diferente de la personalidad del que conocíamos de sus clases, pero no existía contradicción entre las partes. La parte analítica de Milton Friedman era el lado que veíamos en el aula. El Milton Friedman retórico, el que veíamos en los medios de comunicación públicos, estaba simplemente aplicando el análisis del aula a toda una serie de problemas de política del mundo real.

      La historia de mis relaciones personales con Milton Friedman nunca podría estar completa si se omite una seria discusión sobre la visita de Milton a Chile en 1975 y sus largas consecuencias. El proceso preparatorio para esta historia se remonta a los años 1955 y 1956, cuando el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago firmó un acuerdo bilateral con la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Chile. Este acuerdo –que fue patrocinado por lo que posteriormente se convirtió en la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID)– tuvo su origen en un encuentro casual entre quien era entonces director del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, Theodore W. Schultz, con Albion Patterson, entonces director de la misión de la agencia en Chile. Patterson quedó tan impresionado por el análisis de Schultz sobre la situación económica de Chile y otros países de América Latina, que él, sin informar al profesorado de la Universidad de Chicago, escudriñó el interés de las dos principales universidades chilenas en ingresar a un acuerdo de este tipo. La facultad de economía de la “otra” universidad líder en este país –la Universidad de Chile– estaba sumida en ese momento en una batalla para determinar quién sería su nuevo decano; por lo tanto, la consulta de Patterson no recibió respuesta. En contraste, la respuesta de la Universidad Católica fue inmediata y entusiasta. El resultado fue un contrato de cinco años de colaboración entre las dos, el que fue seguido por una renovación de tres años más. Como consecuencia de este acuerdo, alrededor de treinta chilenos llegaron a la Universidad de Chicago como estudiantes de posgrado, siendo aproximadamente dos tercios de ellos de la Universidad Católica y el resto de la Universidad de Chile.

      Este acuerdo llevó al desarrollo de vínculos personales entre los estudiantes chilenos y sus profesores de la Universidad de Chicago. En algunos casos, incluyendo el mío, estos vínculos fueron muy cercanos y produjeron amistades de toda una vida. En otros casos, como el de Friedman, se reprodujeron las relaciones normales entre estudiantes de posgrado y sus profesores. Esto es, el alumno típico salió mayormente impactado por unos dos o tres profesores, y el profesor típico quedaba especialmente impresionado por solo una cierta cantidad de sus alumnos.

      Los contratos de la USAID duraron un total de ocho años, pero la relación entre el Departamentos de Economía de Chicago y Chile continuó casi sin interrupción, con un flujo constante de estudiantes chilenos a Chicago, con el apoyo directo de becas de la misma USAID, del Programa Fulbright, de las Fundaciones Ford y Rockefeller, del Banco Central de Chile y, más tarde, del Ministerio de Planificación de Chile. Al mismo tiempo, importantes grupos de estudiantes de posgrado comenzaron a llegar procedentes de México, Centroamérica, Colombia, Brasil, Argentina y Uruguay. Más aun, la Universidad de Chicago suscribió un contrato con la Universidad Nacional de Cuyo en Mendoza, Argentina, patrocinado por USAID, el cual se mantuvo desde 1962 a 1967. Sin embargo, para 1967 podía decirse que los vínculos del Departamento de Chicago con América Latina venían no vía nuevos convenios, sino a través de muchos estudiantes de diversos países, y por aquellos profesores del Departamento con interés en dicha región –incluyéndome a mí– que tenían vínculos con estudiantes, académicos y autoridades en un número considerable de países. Larry Sjaastad y yo fuimos los dos profesores de Chicago que mantuvimos las relaciones más cercanas con América Latina. Mis propios vínculos fueron más estrechos con México, Panamá, Argentina, Brasil, Uruguay y, el más importante, Chile. Había conocido a mi esposa chilena (Anita) en una fiesta en Chicago, armada por cinco estudiantes universitarios chilenos. Mis primeras visitas a Chile (1955-1964) estaban casi todas relacionadas con el acuerdo Chicago-Católica. Cuando eso terminó, se encontraron nuevas oportunidades para ir a Chile. El proveedor principal durante la siguiente década o algo así fue la misma USAID. Trabajé muy de cerca con esa agencia mientras daba asistencia al gobierno de Eduardo Frei Montalva, para controlar la inflación del país durante 1964-1967. Después, traté de ayudar en la lucha contra el aumento de la inflación y el rápido deterioro que sufría la economía.

      La elección de 1970 marcó un hito en la historia del país. La votación estaba dividida entre el socialista Salvador Allende, Radomiro Tomic –del Partido Demócrata Cristiano– y el candidato conservador, Jorge Alessandri. La división del voto entre estos tres llevó a Allende a ser el vencedor con algo más del 36% de los votos totales. Aunque ganó con solo una minoría de apoyo, él no se comportó como un presidente minoritario. En cambio, movió al país bruscamente hacia la izquierda. La agricultura fue fraccionada por la confiscación legal de muchos de los grandes fundos, y también por la ocupación ilegal –de facto– impulsada por algunos grupos. En la industria, algunas empresas fueron nacionalizadas por ley, pero en la mayoría de los casos el control estatal se alcanzó por medio de la facultad legal de la “intervención”, de acuerdo con la cual los dueños originales mantenían la propiedad legal, mientras que la empresa era en realidad manejada por un “interventor” nombrado por el gobierno. El sector bancario fue directamente “nacionalizado”, al tiempo que se imponía el control de precios a más de tres mil productos, dando así origen a “mercados negros” de enorme magnitud. Solo una pequeña fracción de los consumidores tenía la fortuna de obtener acceso a los bienes y servicios a precio controlado, mientras que la mayoría tenía que pagar en el mercado negro un precio que a menudo era cinco o más veces mayor que el oficial. Ese elevado múltiplo fue en parte una consecuencia de la creciente tasa

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