Un café al amanecer. Farid Numa

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de la agricultura, inducida por su padre, defensor a ultranza de este oficio.

      —Un pueblo sin alimentos es un pueblo hambriento, un pueblo desdichado, esclavo y sumiso de las cadenas del poder —solía decir el viejo, imponente.

      Los cultivos de pancoger, la crianza de animales domésticos y la apertura de las fincas en las tierras que se fueron repartiendo entre los fundadores eran un arduo trabajo para los colonizadores. La explotación aurífera que motivó la Expedición de los Veinte, así como las que le siguieron, en una de las cuales venía el padre de Valeria, perdió el ímpetu en la búsqueda del precioso metal. Sus rústicos métodos, como el barequeo y el mazamorreo, estaban en franca desventaja ante la moderna tecnología que, en el lejano Oeste de los Estados Unidos, donde estalló la fiebre del oro, les permitía a los mineros extraer grandes cantidades del metal, de vetas y filones más ricos, que regularon el precio en los mercados internacionales. El padre Felipe Castaño, primer párroco de la Iglesia del Perpetuo Socorro, animó a los derrotados mineros y los indujo a la siembra de maíz, plátano, fríjol, papa y todo tipo de hortalizas.

      —Hay que sobrevivir con lo que Dios nos ha dado; por eso lo primero es darles de comer a nuestros hijos, vestirlos decentemente y educarlos, para alabar su Santo Nombre —predicaba incansablemente desde el púlpito.

      Pues bien, Valeria Pineda, bamboleándose en la mecedora de mimbre y alisándose cuidadosamente el vestido, mientras observaba la neblina que penetraba lentamente en el lugar, continuaba su conversación con ña Paulina y misia Eva.

      —Recuerdo cuando Marsalia todavía no era cabecera municipal. Los recaudadores de impuestos que venían de la capital siempre nos amenazaban con enviarnos la fuerza pública si no accedíamos a sus pretensiones. Nos interrogaban. Que dónde teníamos guardado el oro. Decían que éramos unos taimados y unos hipócritas, que no ayudábamos al Gobierno, que estaba en guerra para defender la patria. Se llevaban lo que ellos querían, amenazándonos, como si tuviéramos la culpa de que al Gobierno le gustara estar haciendo guerras con todo el mundo. Por aquí no conocíamos ni al Gobierno ni a los enemigos con los que se peleaba; pero sí nos enterábamos de que ellos después se reunían, dizque para hacer la paz. Entonces hacían grandes fiestas y banquetes con la plata de nosotros. Se abrazaban, se daban regalos, tomaban vino y, con el dinero que nos quitaban, compraban la chatarra que les enviaban de otros países y costosas armas. Se emborrachaban por nuestra cuenta, que lo único que hacíamos aquí en el campo era abrir monte, trabajar la tierra y cuidar los animales, para podernos alimentar. Así levantamos este pueblo.

      —Doña Valeria, eso no ha cambiado —intervino ña Paulina, arqueando sus negras cejas—. ¿No ve cómo nos tratan ahora, engañándonos como si fuéramos imbéciles?

      —Sí, pero los recaudadores, el Gobierno y las tropas siempre vinieron a llevarse lo que no era de ellos, y todo “por el bien de la patria”. Ya casi voy a cumplir los cien años, igual que Marsalia, y todavía no conozco a esa tal señora “Patria”, que, según ellos, debemos respetar y hasta hacernos matar por ella. Yo seré una vieja que no ha hecho sino trabajar toda la vida, pero boba no soy, como para que a estas alturas de la vida nos manden de la capital un extraño personaje para que arregle esto. ¿Cuándo ha arreglado algo el Gobierno? ¡Sanguijuelas! Eso es lo que son esos sinvergüenzas. Gracias a Dios apareció de no sé dónde el café, que fue una verdadera bendición para estas tierras. Su cultivo fácil y agradecido nos salvó de la ruina. Y por todas estas laderas se regó, como verdolaga en playa. Tan así fue, que los señoritos de la capital se interesaron en seguida por la suerte de esta región.

      —Pero, mamá, ¿no decía que nunca el Gobierno había arreglado nada? —la interrumpió misia Eva, mientras vaciaba los restos de una cantina de leche.

      —¡No, boba! —le contestó Valeria—. Decía que se interesaron por ver cómo se quedaban con el negocio del café. Mejor dicho, los campesinos lo seguimos cultivando, pero las ganancias las manejan ellos, y aquí no queda nada. ¿O es que ustedes han visto algún progreso, un cambio real en el pueblo desde que tienen uso de razón? Por eso digo que al tal Visitador lo mandaron por algo más gordo. Algún guardado tienen entre manos, y nosotros, como idiotas, pensando que de verdad este fanfarrón viene a apaciguar los ánimos, a frenar las masacres y asesinatos. Quién sabe qué estarán buscando, qué pretenden llevarse ahora.

      —¡Ay mamá!, usted siempre tan suspicaz.

      —Está bien, hija, no me crean —replicó Valeria—; pero amanecerá y veremos, dijo el ciego. —Y moviendo su plateada cabeza, siguió con el rítmico balanceo en su mecedora, observando la niebla que borraba el empedrado de la Calle Real de Marsalia.

      El reloj de la iglesia dio las seis de la mañana. El frío se había enraizado y parecía que brotara de la tierra. La cosecha ya había pasado ese año, y algunos empezaban a suponer que la próxima helada no sería en el Brasil, sino en Marsalia.

      —Si por mí fuera, no estaría aquí esperando entregarle cuentas a mi Dios cuando él lo disponga —se dijo a sí misma ña Paulina, de regreso a su casa—. ¡Tantas cosas por conocer! Mi padre me contaba, cuando era yo apenas una niña, que había todo un mundo por recorrer, que había lugares fantásticos donde se podían vivir las aventuras narradas en los cuentos de hadas; pero ¡cómo es la vida! Nos volvemos esclavos de ella, dizque para cumplir con el deber. Nos amarramos a una ilusión, con la esperanza de ver crecer a los hijos, para que ellos lleguen a ser algún día lo que nosotros no pudimos; pero ¡qué caray!, ya no se pudo hacer más por los hijos y por la familia. ¡Señor, será pecado pensar así! Después de tantos años, de tanta lucha, de tanta brega, ya es justo un descanso, aunque sea el que Dios quiera.

      Ña Paulina caminaba, impasible, y observaba la desolada calle. Las irónicas palabras de Valeria Pineda le martillaban sus pensamientos, que se intercalaban con las imágenes y la premonición de muerte revelada en el fuego del amanecer.

      —Doña Valeria tenía razón. Hoy, Día de las Ánimas Benditas del Purgatorio, será un día difícil en Marsalia. Tal vez sea el mal tiempo, o los presentimientos que me asaltaron cuando prendía la candela del fogón, pero lo cierto es que el pueblo está solo y frío. El silencio es tan grande, que se oye el paso del aire.

      —Buenos días, ña Paulina; no volvió a acompañarnos a misa de cinco —le dijo Josefita Cuadros, y la despertó de su sueño.

      Josefita caminaba por la acera de enfrente. Con un ligero movimiento de cabeza, enmarcada por su pañoleta, se perdió entre la niebla. Más atrás venía Toña Conde, de magras carnes, con su hermana, la ciega. Ña Paulina simuló no verlas, para evitar el desagrado de tener que saludarlas tan de mañana. Estas eran dos hermanas solteronas que vivían en la casa solariega más grande del pueblo.

      Con treinta y dos habitaciones, la casa había sido construida por don Agustín Palacio, uno de los fundadores del pueblo. En la época de la bonanza, que ya nadie recordaba sino con una tristeza amarga, esta casa había servido como hotel de primera categoría para los visitantes más ilustres que venían a traer el progreso a Marsalia. Llegaban vestidos de fiesta, de acuerdo con la época. Y a la semana siguiente aparecían los mercaderes, con cargamentos de ropa de última moda. Era una ropa que parecía igual a la de los novedosos modelos originales, por los cortes, las telas y los colores; pero que no era sino vestidos de pacotilla para vender el domingo de feria, al detal y al por mayor. Los mercaderes parecían repetir de memoria el mismo discurso.

      —¡Cómprese la tela más fina del mundo, elaborada por el auténtico gusano de seda del Japón; el paño más elegante y resistente, el que solo usan los lores ingleses, o los zapatos italianos de última moda, cómodos, finos y elegantes! ¡No importa que no sea su talla; las tallas ya están pasadas de moda! ¡Lo que importa ahora es el estilo, el modernismo traído de las Europas! ¡Acérquese, caballero,

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