Un café al amanecer. Farid Numa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Un café al amanecer - Farid Numa страница 5
Y a los ocho días volvían cargados con artículos para el hogar, que anunciaban con una retahíla semejante. Era la época del ruido en la que todo lo nuevo sonaba bien; tiempos de bonanza en que todo lo que brillaba deslumbraba y encantaba hasta a los más remisos. “Hasta que cayó la roya”, como solían decir en el pueblo.
Toña Conde, la ‘Condesa’, como le decían en la región, sabía cómo agradar y hacer que los visitantes se amañaran en su casa. Pero pudieron más el hambre y la tristeza en el pueblo, causados por tantas muertes inútiles, sin nombre y sin ley. La miseria terminó por ahuyentar a los últimos clientes ilustres, hasta a los mercachifles y culebreros. La Condesa cerró el hotel y se dedicó a atender a su voluminosa hermana, que se fue quedando ciega, por haber sufrido, según ella, una visión divina en el Nevado de las Nieves Perpetuas. Su alma se había purificado para la eternidad; por eso el Espíritu Santo la había privado de la visión de este mundo pecador y corrompido que no tendría arreglo sino el Día del Juicio Final.
La asistencia cotidiana a la iglesia y su mojigatería les fueron estrechando los vínculos con el padre Cándido Sánchez, quien había llegado al pueblo hacía ocho años predicando la paz y la concordia entre los hermanos en Cristo. Detrás de él, venía una gran procesión. Era el Día de la Virgen de Fátima, y la imagen la traían en el centro, cargada en una parihuela. Era la Virgen de la paz, de la esperanza, que venía cruzando bosques y montañas, cordilleras y ríos, pueblos y ciudades.
El padre Cándido Sánchez había recorrido el país entero, más de dieciocho mil kilómetros, con una comitiva tan grande, nunca vista ni siquiera en la época de la guerra civil; tan numerosa que la cantidad de alimentos que consumía a su paso era tan descomunal que dejaba en la pobreza a sus habitantes. Arrasaban los campos, y los sembrados y cultivos había que volverlos a levantar y abonarlos con tierra traída de otro lugar, pues aquella quedaba estéril de tanto que se la pisaba durante los trece días y trece noches que duraba la procesión. Eran dieciocho mil kilómetros de padrenuestros rezados a viva voz por los campos de la patria, para expurgar a los enemigos de Dios y del Gobierno, para convertir a los herejes y castigar a los impíos. Dieciocho mil camanduleros que hacían temblar la tierra a su paso con el traqueteo de sus fusiles, las pisadas sordas de nazarenos y el tableteo de su devoción.
Desde aquel día funesto para la historia de Marsalia, cuando los camanduleros, con los ojos desorbitados de devoción por el mensaje divino que ellos portaban, se tomaron la plaza del pueblo, los raizales de la comarca, indignados, no volvieron a pisar la puerta de la iglesia, ni siquiera para bautizar a sus hijos. Quizás apenas para acompañar a sus muertos. Pero cada primero de noviembre las mujeres asistían al cementerio, como un deber con sus seres queridos, cuyas tumbas empezaba a cubrir la maleza. Limpiaban los caminos; arrancaban las malas hierbas; arreglaban la cruz caída por el tiempo y la melancolía; sembraban flores nuevas, dalias, rosas y jazmines, y rezaban tres rosarios por la salvación eterna del alma y siete avemarías, para que Dios y la Virgen los tuviesen en buen lugar allá en los cielos. Así, hasta el año siguiente volvían para cumplir con el ineludible deber con los muertos.
Argemiro Aguilar se vistió de domingo la noche anterior y, como de costumbre, estuvo oyendo la retreta tocada por la banda municipal, dirigida por el maestro Rafael Contreras. Tocaban en la plaza, después de las siete y media de la noche. Interpretaron aquel día dos valses tristes, dos torbellinos, una marcha fúnebre y un pasillo. Argemiro caminaba pausadamente con Antonio por el camellón principal de la plaza. En este paseo, era común que las muchachas se arracimasen y coqueteasen con los jóvenes aún imberbes, quienes, de pie en las esquinas, les tiraban piropos y resuellos de amor, a los que ellas respondían con sonrisas ingenuas y miradas de reojo.
Argemiro acostumbraba a salir con su novia. Era tan rutinaria su presencia que ya ninguno los miraba con interés, al punto que casi nadie notó esa noche la ausencia de Amanda. Antonio Bayona, su mejor amigo, era un tipógrafo de oficio conocido en el pueblo por el taller que tenía en el patio de su casa. Lo había adecuado cubriéndolo con tejas de zinc, y en la pieza de adelante tenía una vitrina con libros, textos escolares, cuadernos y algunos implementos de escuela y oficina, cubiertos con una capa de polvo que se dejaba entrever a través del vidrio rayado y opaco por el trajín de los años.
La amistad entre Antonio y Argemiro era muy intelectual, decían algunos, con sorna. Nunca se los vio de parranda, como era usual en el pueblo. Se reunían a charlar en el bar La Estación, al calor de un café, o de unos tintos, como suelen decir los lugareños. La política y la situación económica del país eran sus temas más trillados, pero se divertían hablando de literatura, cuando los acompañaba Pedro Abelardo Salazar, maestro de la única escuela en los treinta y cinco kilómetros a la redonda. Esa misma noche, de nueve a diez, Argemiro estuvo en el bar La Telaraña, situado en la última esquina antes de llegar al cementerio. Vino solo, saludó a los presentes y en su mesa quedaron nueve botellas vacías de cerveza, después de haber oído siete veces a Gardel cantando los mismos versos:
Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,
barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
debo alejarme de mi buena muchachada.
Aquel fue el último sitio donde lo recordarían claramente, por su soledad y su tristeza. Su mirada se perdía en los meandros de la melancolía, mientras se alisaba su cabello, entre pensamientos lejanos y profundos. Al despedirse de Anisaíl Cárdenas, el corpulento cantinero de La Telaraña, le dijo:
—Los hombres queremos ver la vida más allá de donde se puede. Curioseamos y escarbamos en los rescoldos del destino fatal, como si no fuera a llegar nunca; pero él está ahí siempre, esperándonos. No se mueve de su lugar. Y nosotros lo buscamos, vamos a su encuentro, desesperados por saber cuál es, cómo es, solo para después arrepentirnos deseando que no hubiera sido así.
Después de darle un abrazo al cantinero, se despidió de sus compañeros en la puerta del bar, mientras sonaba aún la voz de Gardel:
Adiós, muchachos, ya me voy y me resigno;
contra el destino nadie la talla.
Se terminaron para mí todas las farras.
Mi cuerpo enfermo no resiste más.
Anisaíl Cárdenas, a quien le había tocado ver llorar a muchos hombres en su hombro, y ayudarlos a llevar su pena, miró desoladamente a Argemiro, y pensó que algo muy grave lo estaba atormentando. El bar La Telaraña tenía un significado especial: su nombre evocaba el encanto de lo inesperado. La tela de araña, propia del sinsentido de la vida y de la muerte, del duelo y del despecho. Por su ubicación, diagonal al cementerio central, era el puerto de embarque ineludible, el sitio de partida sin retorno y de despedida desgarrada de los amigos que se van.
Cuando ña Paulina regresó a su casa, allí estaba todavía el hombre que había visto esa mañana temprano. Como un monumento a la soledad, como una estatua fiel del creador, no se había movido ni para respirar.
—¡Por Dios! ¿Qué le pasó a este hombre? A ver…; ¡si será Argemiro!
Se acercó resuelta a todo; pero la