Un café al amanecer. Farid Numa

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Un café al amanecer - Farid Numa

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el mismo instante. No podía retroceder ni correr para ningún lado. Se acordó de las enseñanzas de su abuela Kirame Guatiqui, aprendidas de su bisabuelo Delfín, el jaibaná. Por primera vez se sentía él, con conciencia de ser él mismo, el que podía ser. La mirada lejana de su madre apenas si le rozaba el rostro. Estaba solo en el mundo, y no había escapatoria, no había salida; tenía que darle la cara a la vida. El juego estaba planteado, y él no podía huir.

      Argemiro estaba muerto, pero, aun desde la otra vida, no se hallaba vencido.

      —¡Vamos, dame el café! —le decía, desde el otro lado del mundo—. ¡Ayúdame!, que esta lucha es también la tuya. ¡Vamos, muchacho, acércate! ¿No ves que el tiempo vuela, no te das cuenta de que la vida pasa? Ayúdame a levantarme, para liberarme de esta muerte letal que me aflige.

      —¡Señor!, ¡señor Argemiro!, mire, tómese el cafecito con leche que le manda mi mamá, para que se reanime. Tómeselo con calma, que yo espero el pocillo, y si le gusta, le traigo otro pocilladito. ¿Quiere?

      La niebla volvía a descender. Andrés miró hacia atrás, mas ya no pudo ver a su madre parada en la puerta de la casa. Un viento denso acariciaba sus rostros. El silencio se apoderó del ambiente. Andrés empezó a oír música de violines y coros de voces infantiles que se aproximaban cada vez más. Sintió que flotaba y que, mientras tanto, Argemiro se incorporaba con lentitud y se tomaba ávidamente el café con leche.

      “¡Andrés, Andrés!”, sentía que su madre lo llamaba desde la otra orilla del mundo. Se elevó mucho más y pudo ver de nuevo a la mujer canosa, de pañolón, que lo consentía cada día; pero que él no conocía en el fondo de su existencia verdadera. Pudo leer sus pensamientos y sentir sus deseos. Detrás de ella, como una sombra protectora, su abuela, Kirame Guatiqui, la india chamí que lo había criado, sonreía mostrando sus blancos y gastados dientes y su larga trenza recogida en una moña adornada con una rosa roja. Ella era su compañera y su cómplice inseparable, la que le había enseñado a enfrentar la vida y a comprender la muerte.

      III

      “¿Será posible que le haya ocurrido algo a Argemiro? El pueblo se está despertando, y la denuncia hay que hacerla; somos responsables de lo que aquí pueda ocurrir. Si nos siguen cogiendo ventaja, nadie va a parar a estos cabrones, y hasta serán capaces de cortar todas las cabezas que se les venga en gana”.

      En estas reflexiones estaba Antonio mientras trabajaba en el panfleto.

      —María Isleña, ¡levántate! Tienes que ir a buscar a Argemiro con cualquier pretexto. Dile que es de parte mía. Él sabe lo que me debe mandar, o que me avise algo. ¡Anda, mujer!, que tú puedes llegar a cualquier parte de este pueblo sin levantar sospecha, pasas como si tal por donde quieras. Él puede estar en aprietos, y yo aquí, sobándome las manos como un capellán. ¡No, qué vaina! ¡Por favor, hazlo ya!

      María Isleña Mancera sabía cómo meterse a cualquier sitio y desencamar al más remiso. Su imprudencia era conocida, y su profesión era hacerle soltar la lengua al más callado. Su desparpajo para decir las cosas provocaba fuertes reacciones en la gente, que le contaban, sin percatarse, lo que ella quería. De manera perezosa, se puso las pantaletas al revés, para darse valor, tal como se lo había enseñado su madre. Su cuerpo, bronceado por el sol que recibía en su trajinar en el cafetal, lo cubrió con un vestido de algodón crudo que le resaltaba su silueta. Sus guedejas castañas, revueltas y sueltas sobre su espalda evocaban un demonio encantador, y se agitaba inquieta cuando hablaba con su sonora voz y le cantaba las verdades a la gente, llena de euforia y alegría. Se fue vistiendo lentamente renegando por el intenso frío de la mañana y por ser ella la que tenía que ir a buscar lo que no se le había perdido; pero la insistencia de Antonio no le daba lugar a otra cosa, así que, sobándole la cabeza y dándole un beso en el borde de la boca, salió cantando:

      Caminito que el tiempo ha borrado,

      que juntos un día nos viste pasar,

      he venido por última vez,

      he venido a contarte mi mal.

      —¡Calla, mujer! —exclamó Antonio.

      Pero María Isleña estaba ya en la calle.

      “¿Será posible?”, pensó Antonio, con los ojos exorbitados, mientras sorbía el último trago de café. Ese era el mismo tango que tarareó el Guatín cuando salió para su rancho, hace treinta y cinco días, dos días antes de su muerte.

      El Guatín, así era como todo el mundo lo conocía. Nadie sabía su verdadero nombre. Se había ido convirtiendo en un personaje legendario de la región. Era un hombre de cuerpo musculoso, tallado en el arduo trabajo del campo, coronado por su cuadrada cabeza, donde emergía una crespa mata de pelo adornada por bucles descuidados y rebeldes. En su cara sobresalía la nariz de sabueso, de anchas aletas, vigilada por profundos y escrutadores ojos azabache, que, junto con los poderosos brazos quemados por el sol, le daban la estirpe de un gladiador de la antigua Roma.

      Nadie supo de dónde llegó, y se rumoraba que venía huyendo de los chulavitas que habían incendiado y arrasado con su pueblo en la cordillera adentro, donde pasaron a degüello a todos los liberales. Él fue el único sobreviviente de su familia. Algunos decían que tenía poderes sobrenaturales y que por eso la muerte no lo sorprendía; otros contaban la leyenda del cementerio, cuando apenas tenía quince años y se enfrentó él solo al mismísimo Putas. El caso era que sus dos compañeros de farra y aventuras salieron despavoridos cuando sintieron la presencia de Satanás en persona, y al otro día amanecieron con el cuerpo y la cara arañada y con el pelo arrancado a pedazos. Dicen que esa noche el Guatín, cuando se encontró con Lucifer, sin saludarlo siquiera y sin demostrarle el menor respeto, le dijo que cuál era la vaina de estar molestando todas las noches a los muertos que ningún mal le hacían a nadie y que por qué mejor no se iba a los condenados infiernos, donde sí podía joder al que le diera la gana.

      —Me voy, pero te vienes conmigo.

      —Así tan fácil no es la cosa; primero me debes ganar una apuesta —le replicó el Guatín, con pasmosa firmeza.

      —La que tú quieras. Soy un jugador empedernido y, como Jalisco, cuando no gano arrebato.

      —Muy sencillo —le dijo el Guatín—. Como a ti te gusta molestar tanto a mis amigos los muertos, te voy a demostrar que no es nada bueno estar sufriendo y chupando frío en una oscura fosa de estas, y que un desalmado, que se cree el más berraco, les venga a joder la paciencia. ¿Ves esas dos tumbas allí desocupadas? Te reto a que nos acostemos cada uno en una de ellas. El que menos aguante y se salga antes que el otro, pues ese pierde.

      —Convenido —dijo el diablo, muerto de risa, y pensó: “Este me cree a mí bobo; tengo la eternidad para hacer lo que me dé la gana, pero a este pollo me lo llevo”.

      —¿Estás bien acomodado y muy contento de estar en una tumba tan abrigada? —le preguntó en voz alta el Guatín, acostado en su fosa—. Yo estoy que no puedo más. La verdad es que esto es muy arrecho.

      Y el diablo apenas se reía: “Pobre huevón. ¡Pruebitas a mí! De estos gallos que me los echen cuando quieran; por eso es que tengo la mejor colección de hombres duros que no me dieron un brinco”, pensaba, cuando oyó que el Guatín le decía:

      —¡Me ganaste!, me mamé; yo no puedo más con ese temor tan grande que me da estar dentro de esa fosa.

      —Ya te lo decía, ¡pendejo! —dijo Lucifer, y soltó una carcajada—. Pero ¡ey!, ¿qué pasa? ¿Por qué estás parado encima de la losa de mi tumba?

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