Un café al amanecer. Farid Numa
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Читать онлайн книгу Un café al amanecer - Farid Numa страница 10
—¡Sí, malparido! —le dijo el diablo—. Pero ¿qué hiciste? Quita esa vaina que pusiste allí encima, si no, cuando salga, te voy a cocinar el culo.
—Pues, anda, sal de ahí; hazlo si eres tan berraquito. Ahí te voy a dejar, para que no andes jodiendo a la gente.
—Yo te puedo dar lo que quieras; pero apúrate, que me estoy asfixiando.
—Pues te vas a tener que esperar mientras me fumo este tabaquito. Yo sé que todo el mundo te tiene miedo y te rinde pleitesía, pero yo estoy muy orondo aquí afuera.
—Está bien —le dijo Lucifer—. Yo sé que tú no quieres plata ni mujeres, porque esas cosas las consigues fácilmente. Te ofrezco entonces mi protección permanente.
—Eso te lo acepto, pues no me querrás perder; pero lo que yo quiero es que me des el poder de leer el pensamiento.
—¡Ah!, eso sí no te lo puedo dar; ¿no ves que yo no tengo esa capacidad? Eso ni siquiera yo lo he logrado. Aquel no me deja; no te lo puedo conceder. ¡Apúrate!, que ya me estoy mamando de esta farsa. ¡Mueve esa maldita loza que me tiene encerrado en este hueco!
—Así que no puedes… —le respondió el Guatín—. Entonces dame el don de la ubicuidad, de estar en cualquier parte y no estar en ninguna; estar y no estar al mismo tiempo en cualquier lugar.
—Pero ¡coño!, este hombre se volvió loco. ¿Cómo te voy a dar yo eso? Tú crees que los ángeles son y no son. Eso es puro cuento. Yo soy como tú me ves y ¡sanseacabó! ¡Mira, no joda! Lo único que te puedo dar es este colmillo de buey; te lo cuelgas en el cuello, en vez de ese colgandejo de escapulario que traías puesto, y cuando quieras hacerte invisible, te lo quitas, y listo.
Contento de haberle sacado algún provecho a Satanás, el Guatín aceptó.
—Bueno, pásamelo primero por esta rendija, no sea que después te arrepientas y no te pueda alcanzar. Recuerda que a mí me llaman el Guatín porque soy más rápido que un ratón para roer lo que se me atraviesa.
A partir de esa leyenda, la gente le tomó un inmenso respeto, que más bien era un gran temor, como si fuese el mismo Lucifer. Sus enemigos no se atrevían a atacarlo de frente, y, en más de una ocasión, contaron que las balas que le disparaban por la espalda le quemaban la camisa de dril que siempre usaba, y el plomo se derretía en el cuerpo, por lo que se le formaba una costra de la cual manaban unas pocas gotas de sangre que rápidamente se estancaban. El Guatín se reía de estas historias y decía que eran visiones de los cobardes y traidores que solo en gavilla se sienten hombres. “¡Maricones!; así serán con sus mujeres”. Lo cierto es que su nombre encabezaba la lista que traían los camanduleros que llegaron con la Virgen de Fátima. Decían que era la encarnación de Satanás y lo acusaban de ser el azote de la región. Lo culpaban de cualquier muerte violenta.
El Guatín, con sus compañeros, recorría los campos visitando a los campesinos, enseñándoles a defenderse de los ataques de los pájaros que ocurrían cada noche. En una de esas jornadas le contaron que Ramón Giraldo, su mujer, sus cuatro hijos y dos hermanos gemelos más murieron quemados. Que la chusma llegó a las once de la noche, los agarró a tiros y les prendió el rancho. Ellos pidieron clemencia para los cuatro niños, de apenas cuatro, seis, ocho y nueve años, y cuando salieron al patio fueron atravesados uno por uno con las peinillas de los asaltantes. Que a su compadre Adolfo Criado lo cogieron con su mujer cuando regresaban del pueblo. A él lo torturaron con el corte de franela, le cortaron el miembro, le sacaron la lengua por el cuello; y a ella, después de violarla ante los ojos de su marido, le abrieron el vientre, donde llevaba una criatura de seis meses.
Así se iba enterando de todas las novedades de la región, y entonces su venganza no se hacía esperar. Con su olfato de sabueso detectaba fácilmente quién había dado la orden, y esa era su presa. No importaba quién lo estuviera protegiendo ni qué medidas hubiera tomado para repeler el castigo. Él sabía que el hacendado don Ruperto Castaño era el que había amenazado a su compadre Adolfo Criado. La noche que fue a buscarlo, tenía en su hacienda, entre guardaespaldas y peones armados, más de quince hombres. El Guatín les gritó desde afuera que solo lo quería a él y a los que habían participado en el asesinato de su compadre. Tuvo por respuesta, sin embargo, quince cañones de escopeta que le aturdieron hasta el alma… Un peón que logró escapar cuenta que el Guatín y sus compañeros aparecían en todas partes repartiendo bala, y que fueron acabando, uno a uno, a sus contrarios. El Guatín actuaba como un ángel exterminador.
—Es el mismísimo diablo en persona el que entró aquella noche, hasta dar muerte con un tiro de gracia a don Ruperto Castaño. ¡Virgen Santa!, ¡de la que me salvé! Escondido en el secadero de café, me hice el muerto hasta que amaneció.
El día del entierro de Adolfo Criado, el Guatín se encontró en el bar La Telaraña al sargento Lobo Blanco, que estaba fisgoneando a los asistentes al sepelio.
—¿Cuál es la vaina de estar asustando a la gente y de andar acolitando a los hijueputas pájaros? Si quiere adueñarse de las tierras de la vereda Miracampo, no moleste a los campesinos que tienen allí sus parcelas. Boletear a la gente y darles planazos a los indefensos para humillarlos es cosa de cobardes.
Esa advertencia era una declaratoria de guerra, y el sargento Lobo Blanco, ya en evidencia, no se lo iba a perdonar.
Después de aquel hecho, los pájaros y los militares iniciaron la cacería del Guatín. Una mañana que iba para su rancho, se encontró inesperadamente a dos de sus compañeros que venían en huida de una emboscada. El tercero ya estaba muerto. Comprendió que los habían dejado escapar a fin de seguirlos hasta su escondite.
—Por el camino que va al Pajuí podemos llegar a la vereda Alto Cauca; quizás allí resistamos el ataque —dijo el Guatín.
Pero las cartas estaban marcadas, y la cacería era implacable. Los tiros les pisaban los talones, y en más de una oportunidad, el Guatín debió quitarse el colmillo de buey, para contener a los perseguidores mientras sus compañeros ganaban camino. Las heridas de uno de ellos se agravaron, lo que los obligó a pertrecharse en el gran roble que marca la entrada a la vereda. Allí fueron cercados poco a poco por contingentes de hombres civiles y militares que les disparaban desde lejos, pero que mostraban un gran temor por acercarse a la presa. Así pasaron las tres primeras horas de combate.
El Guatín y sus dos compañeros, tirados en el suelo y protegidos por el roble, formaron un triángulo que les permitía protegerse mutuamente. Con el paso del tiempo fueron llegando más hombres. Ya entrada la noche, alcanzaron a distinguir el par de cañones que habían mandado a traer. De vez en cuando, sonaba un disparo que los mantenía alertas. La noche cerró el campo, y el Guatín se despojó de su colmillo, con lo que se hizo invisible. En medio de la penumbra, llenó de barro y piedras la boca de los dos cañones. Como música de fondo, se oía el canto del pájaro conocido como "ya acabó", que todo el tiempo cantaría su triste melodía desde las araucarias distantes, situadas una al norte y otra al sur de la vereda.
—¡Maldito pájaro de mal agüero!, ¿cuándo se cansará de cantar?, como si no supiéramos quiénes son los muertos —decía el sargento Lobo Blanco, mientras se atusaba el mostacho.
Pero su gente permanecía callada, con los ojos bien abiertos, como para espantar el mal presagio que les congelaba el alma.
—Tantos para solo tres hombres es para tenerles miedo —decía el sargento, mascando las palabras—. Y lo peor del miedo es sentir que