No me avergüenzo del Evangelio. Leonardo Legras
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Quizás a muchos este libro les parecerá algo estúpido, sin argumentos teológicos, con ausencia de citas bíblicas y textos de santos padres, pero si una sola persona que lo lea encuentra el rumbo perdido, ¡qué más puedo pretender! El resto solo son comentarios de personas que nunca escribieron nada o de algunos “craneotecas”, como solía decir un viejo amigo, que sentado detrás de un escritorio y con una gran cantidad de libros abiertos va copiando cientos de textos, al punto que en una página escrita la mitad de ella debe ser destinada a citar todos los libros que debió usar para lograr su cometido.
Un sacerdote jesuita con quien hablo frecuentemente y de quien me estoy haciendo amigo, que dicho sea de paso, por más que se encuentre atareado, y doy fe que siempre lo está, se hace el tiempo para recibirme, cosa poco común en muchos sacerdotes que viven sus días muy ocupados, tan ocupados que nunca están para nadie. Este jesuita amigo, en una de las conversaciones que mantuvimos, me remitió a la última meditación de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, denominada “Contemplación para alcanzar amor” y allí dice: “Considerar cómo Dios actúa y trabaja por mí en todas las cosas creadas”. Esto me hizo reflexionar sobre la obra continua de Dios en el mundo que lo lleva a no abandonar a nadie. Por tal motivo en su providencia divina tiene contemplado lo acaecido en cada uno de nosotros. Reflexionando sobre esto sentí la necesidad de escribir para que encontrándonos en el estado que sea, no dejemos de buscar a Dios que sigue trabajando para encontrarnos y dejarse encontrar.
Capítulo 1
Un 24 de diciembre
“Educamos más por lo que somos y hacemos
que por lo que decimos”.
Romano Guardini.
Una mañana, durante el tiempo de cuaresma, más precisamente el lunes santo, llegó un sacerdote a confesar al colegio donde cursaba mis estudios secundarios. Por aquellos años, en todos los colegios de mi pueblo estaba instalada esta práctica, así, aquellos que deseaban recibir el sacramento de la reconciliación pedían permiso para salir del aula por un momento.
Con casi 17 años solo me encontraba bautizado, sin haber recibido la comunión ni tampoco me había tomado el tiempo para participar de la catequesis en su momento. Pero ese día surgió en mí el interés de hablar con aquel sacerdote que pacientemente esperaba sentado en una silla en el rectorado, pasando de a unas las cuentas del rosario que tenía entre sus manos.
Al verme parado frente a la puerta hizo un gesto para que pasara. Una vez sentado frente a él y antes que se trazara la señal de la cruz para comenzar con la confesión le explique mi situación, que no sabía confesarme y además me faltaba recibir la comunión. Su propuesta fue enseñarme catequesis él mismo, dos veces por semana; para esto debería concurrir a la parroquia los días martes y jueves por la tarde. Así lo hice y en tres meses pude recibir la comunión. El trimestre siguiente sirvió de preparación para el sacramento de la confirmación.
Quiero hacer mención a un acontecimiento muy importante: el lunes santo había iniciado el camino de preparación para recibir los sacramentos y esa misma semana, el viernes o sábado santo, no lo recuerdo muy bien, visitó la ciudad de Paraná su santidad Juan Pablo II, hoy declarado santo. Fueron días inolvidables aquellos en los cuales el papa visitó nuestro país y esas horas en las que se encontró en la diócesis de Paraná saludando a todos los sacerdotes y fieles que habían concurrido llenaron de entusiasmo mi vida. Seguí todo lo acontecido por la televisión y estoy seguro que su presencia fue una fuente inmensa de gracias para todos los argentinos.
Volviendo a mi relato, durante ese periodo de preparación generé un vínculo muy estrecho con el Padre Luis, ese era su nombre.
Con frecuencia aparecía por mi casa en su auto, un Renault 4 para que lo acompañara a visitar enfermos o viajar hasta alguna de las tantas capillas que se encontraban en el campo donde debía celebrar Misa. Eran lindos momentos y con el tiempo llegué a ser yo quien le preguntaría si no tenía alguna actividad prevista para poder acompañarlo. En esos viajes al campo por caminos polvorientos, de huellas profundas, difíciles de atravesar, surgían charlas muy interesantes. Mate amargo de por medio repasábamos el catecismo y hablábamos de cosas de la vida. Siempre se esmeraba por dejarme alguna enseñanza.
En una oportunidad me preguntó que tenía pensado estudiar, y le manifesté mi deseo de ser militar. Me animó a encarar la carrera y no solo eso, también me brindó ayuda para redactar la carta de presentación. Así fue que a los pocos meses recibí respuesta y comencé a prepararme para el ingreso al Ejército Argentino. Recuerdo muy bien que una tarde el Padre Luis me llevó a su habitación para que le acomode unos libros y allí me advirtió que una vez en el ejército cuidara mucho las medias, porque eran fáciles de robar y que tuviera siempre listo una aguja con hilo por si se soltaba algún botón de la camisa. Y para asegurarse de que supiera coser, le sacó un botón a una de sus camisas para que se lo volviera a colocar.
La tarde del 24 de diciembre del año 1987, llegó a mi casa en su Renault 4, con el mate listo, para que lo acompañara a unas capillas de campo. Era la víspera de Navidad y debía celebrar Misa en tres lugares distintos. Sin tardanza subí al auto y comenzamos el viaje hacia la primera capilla a unos 30 kilómetros de la ciudad. Allí aguardaba un grupo de feligreses que rezaban el rosario bajo un techo de chapa que hacía transpirar hasta los bancos de madera que se encontraban en el interior del lugar.
Una vez allí, el padre, colocándose el alba sobre la sotana, se dispuso a escuchar confesiones bajo un árbol cercano a la puerta de la capilla. Celebró la Misa y luego de saludar a los feligreses por la navidad, emprendimos el viaje hacia la segunda capilla. El sol parecía enfurecido con nosotros y el 4L con sus pequeñas ventanillas era un verdadero horno. Transcurrida la celebración y los saludos de rigor continuamos nuestro viaje hacia la tercera capilla. Con la tarde ya entrada y el sol perdiéndose en el horizonte, el padre se dispuso a celebrar la tercera Misa. El calor era intenso y la pequeña iglesia con su correspondiente techo de chapa colaboraba para que se intensificara aún más.
Parado en la sacristía comenzó a revestirse una vez más con los ornamentos para la celebración. En ese momento sentí admiración por aquel hombre que luego de una larga y calurosa tarde, habiendo confesado y celebrado misa en dos lugares previos, se disponía con tanta piedad para la última Misa del día. No le importaba el calor, ni su sotana y ornamentos empapados en transpiración, ni el cansancio que se hacía notar en su rostro. Junto a esa admiración que experimenté, surgió un fugaz deseo de imitarlo. Había sido un día duro, sacrificado, difícil, pero sin saberlo me había transmitido su modo de vivir a pleno esa vocación de servicio. Su entrega a Dios y a las almas me conmovió.
Emprendimos el viaje de regreso y siendo casi la hora de cenar, luego de un fuerte abrazo y buenos deseos navideños nos despedimos. Ingresé a mi casa para compartir en familia la comida de nochebuena. Una vez hecho el brindis y con las campanadas de la media noche salí al patio para contemplar las estrellas. Se veían imponentes, brillantes, puras. En un instante pasaron por mi mente las tres Misas, la gente, el Padre Luis y sin oponer resistencia me dejé invadir por un interrogante, - ¿porque no imitarlo? -, pero ¿y mi inminente ingreso al ejército?, ya tenía en mi poder el pasaje en tren y el número de puerta por la que debería ingresar a campo de mayo aquel ansiado día.
¡Cuántos sentimientos encontrados!, pero a la vez experimenté una gran paz interior; me encontraba sumamente feliz, algo había sucedido en mí. Pasaron las campanadas y regrese con mi familia