No me avergüenzo del Evangelio. Leonardo Legras
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Ya ungidos, y arrodillados frente al Obispo nos entregaron una patena con hostias y un cáliz con vino diciéndonos: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios”, y un mandato: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
Una vez llevado a cabo este magnífico rito, nos acercamos al altar para consagrar por primera vez. ¿Recuerdas ese momento?, ¿quién podría olvidarlo?
Y cuando celebramos nuestra primera Misa, ¡que emocionante! Una vez parado frente al altar, nos parecía estar soñando. Tantos años de preparación para este gran día que finalmente había llegado. Escuchar repetir las palabras de la consagración con sumo cuidado, haciendo un gran acto de fe para creer que por esas palabras se haría presente el mismo Jesucristo.
¡Y la primera confesión!, ¿la recuerdas? ¡Cuánta atención al escuchar las faltas de esa persona que nos confió los secretos más íntimos y sus debilidades! Y otro gran acto de fe para trazar la señal de la cruz con nuestra mano mientras pronunciamos las palabras de la absolución teniendo la certeza que esos pecados serían perdonados: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
No olvidemos algo muy importante, el lema de ordenación. Esa frase que nos identificaría a lo largo de toda la vida sacerdotal. Por años meditamos algún texto del Evangelio o de las cartas de San Pablo y una vez llegado el momento fueron impresas con tinta en las estampas de ordenación y con fuego en nuestro corazón. En cuántos libros de familiares y amigos al abrirlos, aparecerán como señalador esas estampas. ¿Qué frase elegiste para tu ordenación? La recuerdas muy bien seguramente.
Un día encontré una estampa de ordenación del Padre Luis y como lema se leía: “No me avergüenzo del evangelio”, de la carta a los Romanos 1, 16. Despertó en mí un gran interés aquel texto y decidí tomarlo como lema de ordenación. Creí que la vida consagrada se encerraba en esa frase y así lo sigo creyendo. Al ser hijo de Dios, cristiano y más aún sacerdote, la vida cotidiana debería ser una demostración constante de lo que predicaría. Procurando ser un hombre de oración, bien dispuesto a dar a conocer a Dios, atento a las necesidades espirituales y materiales de las personas, preocupado por hablar con la verdad, ser justo y caritativo, arriesgado y valiente para llevar a Cristo hasta el último rincón, mostrarlo a los jóvenes como modelo a seguir, llevar una vida alegre por lo que haría cotidianamente, buscar la santidad en todo momento. Ese sería el modo de no avergonzarme del evangelio.
Capítulo 3
Momentos de crisis
“Dios le da las peores batallas
a sus mejores guerreros”.
Pasada la primera Misa y luego de unos días de descanso junto a mi familia recibí con gran alegría mi primer destino, la parroquia donde daría mis primeros pasos como sacerdote. No me detendré en detalles referidos a esa etapa. Como cualquier sacerdote, recorrí algunas parroquias como vicario, atendí enfermos, predique retiros espirituales, acompañe grupos de jóvenes, fui director espiritual de algunas religiosas y laicos, de los cuales algunos de ellos hoy son sacerdotes y consagradas.
Seguramente tú también recordarás muy bien tu primer destino, con todas las responsabilidades que te esperaban allí.
En mi caso el trabajo apostólico era abundante: atención de enfermos en el hospital, clases en dos colegios, misas en capillas de campo, bendiciones de casas, atención a personas que se acercaban a la parroquia en busca de algún consuelo…, un trabajo intenso pero satisfactorio con personas discapacitadas.
En un momento determinado de mi sacerdocio comenzaron los problemas. Por diferencias con el cura párroco, por calumnias de algunos feligreses, que siempre están a la orden del día, y que llegaron a oídos del señor Obispo, quien me reprendía como si esas habladurías fuesen totalmente ciertas, generaron una crisis en mi vida sacerdotal. A esto debo agregar mi carácter fuerte y lo impetuoso que era por esos tiempos. La sumatoria de problemas fue generando en mí un ligero desinterés que sin darme cuenta con el correr del tiempo ya no era tan ligero. Y aquí es donde el engranaje comienza a desajustarse y todo se desordena. Fui descuidando cosas hasta el punto de que un buen día me ausenté de la parroquia. Un trabajo muy fino del demonio que valiéndose de mis dificultades fue socavando mi alma de a poco hasta lograr su cometido.
No pretendo justificar ningún acto ni adjudicar culpas a nadie. Fui consciente en cada acto y los pasos dados fueron libres. Seguramente el accionar de algunas personas favorecieron a la decisión tomada pero el que optó por tomar ese camino fui únicamente yo.
Aclaro esto debido a que en ocasiones he hablado con personas que han dejado de ejercer el sacerdocio y casi de inmediato en su relato involucran a otras personas, por lo general sacerdotes y obispos, como los causantes de la decisión que tomaron. Seguramente han hecho su aporte para que esto suceda, pero todos sabemos que la decisión final la tiene cada uno.
Con el paso de los años recuerdo aquella época y puedo ver con claridad cómo se va desmoronando todo. Comienza a haber descuidos, desinterés, pequeñas faltas que inicialmente alertan a la conciencia, pero con el tiempo se tornan aceptables.
Recuerdo haber escuchado desde las últimas filas de bancos del aula magna del seminario, decir al profesor de moral que la conciencia se va endureciendo de a poco, de ese modo, aquello que inicialmente la persona consideraba malo y pecaminoso, con el tiempo y la repetición de los mismos actos ya no lo ve tan así, permitiendo que se continúe cometiendo sin generar remordimiento. De este modo reconocemos que ese acto no es el correcto, pero procuramos justificarlo para continuar realizándolo. Cada uno sabrá dónde le apretaba el zapato, como solía decir mi padre.
Las causas del abandono en el ejercicio sacerdotal suelen ser variadas. Hay quienes lo han hecho por falta de fe, otros debido al amor inesperado de una mujer, está quien sufrió una gran depresión o el que se alejó resentido con el Obispo del lugar y el clero por algún acontecimiento puntual, problemas que se arrastran de años y que afloran en un momento ocasionando inestabilidad emocional con todo lo que eso conlleva.
Lamentablemente en esos momentos difíciles no disponemos de demasiada lucidez para reflexionar coherentemente, nada satisface, las palabras de otros sacerdotes o amigos no suelen ser tenidas en cuenta. Puntualmente en mi caso, los consejos del Padre Luis, quien siempre estuvo a mi lado incondicionalmente no pudieron hacerme entrar en razón.
A continuación, haré mención a fragmentos de una carta, con fecha 3 de julio del año 2002, donde me da algunas recomendaciones para enfrentar la crisis por la que me encontraba transitando:
“Luego de nuestro encuentro en Santa Fe he pensado algunas cosas que quiero poner por escrito y enviártelas para que puedan aprovecharte…
Lo primero que quisiera destacar es que tengas la seguridad que te comprendo y puedo ubicarme en tu lugar. No pienses, por otra parte, que yo tampoco he tenido pruebas. Me hago cargo que lo tuyo es un caso especialmente grave y que te