El tesoro de los piratas de Guayacán. Ricardo Latcham

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El tesoro de los piratas de Guayacán - Ricardo Latcham

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      ricardo e. latcham

      El tesoro de los piratas

      de Guayacán

      El tesoro de los piratas de Guayacán

      Ricardo E. Latcham

      © Editorial Hueders

      © Ricardo E. Latcham

      Primera edición: abril de 2018

      ISBN 9789563651775

      Todos los derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

      Investigador: info: [email protected]

      Diseño de portada: Ana Ramírez

      Diseño ebook: Constanza Diez

      Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2017

      www.hueders.cl | [email protected]

      santiago de chile

      ricardo e. latcham

      El tesoro de los piratas

      de Guayacán

      Prólogo a la presente edición

      Hugo Zepeda Coll

      i

      La obra de Ricardo Latcham ha contribuido de forma notoria a confirmar y rectificar aspectos propios de la vieja leyenda acerca de la existencia del llamado “Tesoro de los Piratas de Guayacán”.

      El autor, un estudioso y destacado científico tanto en Europa, su tierra natal, como en los ambientes intelectuales y académicos chilenos, realizó sin discusión alguna un acabado estudio sobre los antecedentes, documentos y otras pruebas que dan luces de cierta verosimilitud relativos a la existencia de dicho “tesoro”.

      Latcham no era un extraño para la zona de La Serena y Coquimbo, pues vivió en esos lugares por espacio de nueve años, donde contrajo matrimonio y nacieron sus hijos. Especial mención se debe hacer de un hijo que llevó su mismo nombre, Ricardo Latcham Alfaro, crítico literario, poeta, diputado (entre 1937 y 1941) y, durante el gobierno de Jorge Alessandri, se desempeñó como embajador en Uruguay.

      Latcham, el autor, permaneció al comienzo de la década del 30 del siglo pasado algunos meses trabajando, por encargo de la Dirección de Archivos y Museos, en lugares donde encontraría indicios del tesoro. Centró sus actividades en la Pampilla, Coquimbo, en el límite con la bahía de La Herradura, por el sur de la península llamada, antiguamente, Cicop.

      En el inicio de sus labores contó con la colaboración de Manuel Castro (nombre que Latcham inventó para el libro, con el fin de proteger la identidad del verdadero buscador, Maximiliano Cortés), un antiguo baqueano del lugar, conocido de la zona y que desde hacía varios años buscaba el tesoro y una mina de oro que habían explotado los españoles durante la Colonia. Castro informó a Latcham que él había sido testigo de las labores que en La Herradura efectuó un misterioso buque extranjero en l926, en los parajes donde se supone que estaría ubicado el tesoro.

      Castro había sido contratado para proveer agua, leña y víveres a los visitantes del barco mientras este permaneció anclado. Él afirmó que observó sus actividades, escondido entre las rocas, y presenció que los tripulantes del barco bajaban y subían bultos que parecían sacos, pero no pudo constatar cuál era su contenido. Asimismo, observó que hacían muchas excavaciones en el lugar y también horadaban y removían rocas y piedras.

      Castro, que era analfabeto pero que poseía una prodigiosa memoria, narró a Latcham en forma detallada todo lo que observó en las actitudes de aquellos misteriosos visitantes. Finalmente le dijo que en forma abrupta, con el mismo misterio con que llegó el buque, se fue sin dar ningún aviso ni a la autoridad marítima de Coquimbo ni tampoco a él. También reconoció que él continuó con los trabajos a partir de las huellas dejadas por los visitantes del buque. Sin embargo, jamás pudo precisar la nacionalidad del buque; creía que su capitán (con el único que habló) era inglés y afirmaba que le parecía que el resto de la tripulación estaba constituida por holandeses y franceses.

      El baqueano le confesó a Latcham que como había gastado mucho dinero, quedó en muy mala situación económica y se vio obligado a establecer una sociedad con un caballero de Coquimbo, cuyo nombre jamás aparece revelado en el libro, quien lo ayudó económicamente bajo la condición de repartirse eventuales utilidades, en el caso de que el tesoro se encontrara, y guardara absoluto silencio de los trabajos que realizara y sobre los documentos y piezas halladas.

      Latcham recibió de Manuel Castro una serie de documentos encontrados en la búsqueda del tesoro, los cuales en parte fueron descifrados por un especialista de Buenos Aires. Claro que el perito, más que una traducción de los documentos, elaboraba resúmenes. Latcham conoció solo algunos documentos originales; los otros eran copias a mano o versiones fotográficas. Él, que por formación académica conocía varias lenguas antiguas, cayó en la cuenta de que en los documentos y placas que tenía a su vista se encontraban diversos signos, palabras, letras, e incluso jeroglíficos pertenecientes a varias culturas antiguas (griega, egipcia, mesopotámica, hebrea). También palabras en latín y números romanos. Todo en absoluto desorden, una mezcla a la que le era imposible darle algún sentido. Se puede citar la palabra hebrea antigua “ebanin”, que quiere decir “roca o peñasco”; esta palabra se repite varias veces en algunos documentos, parece que para indicar derroteros basados en posiciones rocosas o de conjunto de piedras. Por supuesto que las coordenadas establecidas por Latcham eran tan amplias, que resultó imposible determinar un lugar más o menos preciso donde continuar las excavaciones realizadas de acuerdo a los indicios obtenidos de los documentos.

      Hay, eso sí, un descubrimiento que cobra importancia para experiencias posteriores de otras personas interesadas en la leyenda del tesoro. Se trata del descubrimiento de un túnel o caverna. Manuel Castro, mientras observaba, agazapado, los trabajos efectuados por los tripulantes del barco, logró ver que dichos tripulantes penetraban en una caverna cercana al mar abierto, casi al llegar a la punta de la entrada de la bahía de La Herradura, un poco al interior de la llamada Playa Blanca, donde actualmente se sitúa una empresa pesquera. Castro le contó a Latcham que él había entrado en dicha caverna después de que el buque abandonó la zona, y notó que se podía caminar de pie y que tenía un ancho en el cual se podía maniobrar sin mayor dificultad. Informó además que halló calaveras humanas en el trayecto a través del túnel, y que este terminaba en una explanada rocosa junto al mar. Latcham, guiado por Castro, visitó y estudió el túnel y comprobó personalmente lo dicho. Hizo varias excavaciones, en lo que era posible debido al terreno rocoso, y descubrió que los esqueletos no tenían cabeza. Por ello, estimó que se trataría de indios lugareños cuyo trabajo era utilizado por piratas y para mantener el secreto fueron decapitados.

      Tiempo después, Latcham regresó a Santiago y se relacionó con Castro por medio de correspondencia escrita por su hermana Rita, pues Castro, recordemos, era analfabeto. Le hacía notar que cada día estaba más pobre, que incluso había perdido algunas propiedades que hipotecó para

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