El tesoro de los piratas de Guayacán. Ricardo Latcham
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Antes de finalizar el libro, Latcham no se atreve a aventurar un juicio definitivo acerca de lo que se relata en la documentación. Es cierto que se encontraron objetos de oro y plata, aunque no se sabe dónde están ni quién los tiene. Y es cierto que los documentos han sido celosamente guardados por algunas personas, quienes por lo demás jamás han expresado la intención de venderlos. Al mismo tiempo, Latcham reconoce anomalías, contradicciones e incongruencias en estos documentos, si bien estima que una parte considerable de los escritos no habían sido traducidos y que en caso de efectuarse dichas traducciones, pudiera existir una explicación para estos acontecimientos que continuaban en penumbras. Asimismo, advierte que no desea explicar sus dudas y deja al lector que revise cuidadosamente los documentos para comprender los motivos de su escepticismo respecto de esta historia. También le desea al lector la tarea de revelar el misterio de este “entierro” con mejor suerte que la que a él le tocó en su búsqueda.
ii
Desde mi infancia he oído hablar de la leyenda del Tesoro de Guayacán; nunca de la mina de oro. Mi padre, Hugo Zepeda Barrios, a lo largo de mucho tiempo y hasta su muerte, a los 90 años, se preocupó en determinar la posible ubicación de este “entierro”. Invirtió bastante dinero en seguir derroteros correspondientes a su búsqueda. Él siempre consideró la posibilidad de que hubiese sido encontrado por el misterioso buque que visitó la bahía de La Herradura en 1926, pero eso no fue obstáculo para abrigar un sueño y creer que el tesoro seguía sin ser encontrado.
Lo anterior se vio abonado con el casual encuentro del túnel o caverna a la que se refiere Latcham, donde estuvo junto a Manuel Castro.
A comienzos de 1936, mi padre visitó los lugares donde podía estar el “entierro”. Lo acompañaron mi madre, que estaba embarazada de mí, y el cura párroco de la iglesia de San Pedro de Coquimbo, Juan Sastre. Iban también los dos perros de la casa, Old Boy y Rintintin. Al poco rato, Rintintin desapareció. Lo buscaron por casi una hora, hasta que de repente vieron que el perro salía de lo que parecía una hendidura entre dos rocas cercanas al mar. Se acercaron al lugar, y encontraron el túnel o la caverna entre las rocas. Mi padre aún no había leído el libro de Latcham, por lo tanto, nada sabía sobre ese descubrimiento. Mis padres y el señor Sastre entraron a esa caverna, observaron que en algunas partes se podía estar de pie y en otras era necesario agacharse para continuar avanzando. Al poco andar, notaron que necesitaban luz para continuar con la exploración. Salieron y fueron al automóvil –que estaba estacionado bastante lejos– para traer una linterna y ayudarse a ver mejor en el túnel.
Cuando volvieron, mi madre solo avanzó algunos metros y se devolvió. Continuaron mi padre y el padre, y notaron que en la parte de arriba y en sectores de las paredes había un color negro, como si hubiese sido producido por el fuego de unas antorchas. También hallaron algunos huesos humanos desparramados. Caminaron alrededor de 25 metros y divisaron la salida de la caverna en un roquerío cercano al mar donde se escuchaba el ruido del golpe de las olas contra las rocas. Solo entraban algunos rayos de sol en algunos sectores entre las rocas, el resto era semioscuro y no podían apreciar con claridad el camino, que por lo demás no presentaba dificultad para el paso. No continuaron y se devolvieron. A la salida acordaron volver al día siguiente, premunidos de lámparas mineras y otros utensilios. Fueron colocando algunas piedras para reconocer la entrada en su próxima visita.
Retornaron al día siguiente, y otras veces más, pero nunca volvieron a dar con el lugar donde se hallaba la boca del túnel. Siendo yo un niño, acompañé a mi padre para reanudar la búsqueda; nunca la encontramos.
Sobre este punto es necesario aclarar que el paisaje y el relieve de la colina superior en que desemboca La Pampilla, que da hacia la bahía de La Herradura, es en extremo intrincado, asemejándose a un paisaje lunar, lleno de piedras y rocas que constituyen variantes que siempre deparan sorpresas para los visitantes. Hasta el día de hoy, a las personas que visitan esos lugares les cuesta ubicarse.
Lo que aquí acabo de narrar se ve reforzado por experiencias de otras personas coquimbanas. Me consta un caso: una señora de apellidos Olivares Arnao, que residía en la calle Pinto de Coquimbo, detrás de la Iglesia San Pedro, me contó que como a los 12 o 13 años, en un paseo realizado con su familia a comienzos del siglo xx, vivieron una experiencia similar. Por casualidad descubrieron dicho túnel y me lo describió igual como mis padres me lo habían contado.
Otro asunto de interés es el de la placa que señala “que a 90 medidas de aquí se encuentra el tesoro”.
Hay una leyenda que dice que los judíos, cada vez que eran expulsados de algún lugar, enterraban tesoros, especialmente monedas, joyas o lingotes de oro y plata, y para que no fueran descubiertos, daban pistas falsas o confusas acerca de su ubicación. De acuerdo con lo consignado en la placa encontrada, para los buscadores del tesoro es prácticamente imposible determinar el sitio del entierro. En aquella época, siglos xvi, xvii y xviii, no se usaba el sistema métrico decimal para indicar distancias, sino uno más antiguo. Las medidas usadas en ese tiempo eran de una línea a una legua. Supongamos que el derrotero se señalara en leguas, 90 leguas son aproximadamente 180 kilómetros, por lo que la distancia del hallazgo oscilaría más o menos entre Carrizal Bajo por el norte y el puerto de Los Vilos por el sur. Como se puede apreciar, dar con su paradero es tarea prácticamente imposible si se siguiera el derrotero de la placa.
Claro que hay algo que aclara un poco las cosas, si es que se pudiera determinar cuáles piratas o corsarios eran judíos. Muchos, empezando por mi padre, estimaban que se trataba de los hermanos holandeses Simón y Baltazar Cordes, que eran de origen hebreo. Fundados en esta creencia y en el hecho de que muchos barcos de la hermandad de la Bandera Negra eran tripulados por holandeses, mi padre pensó que podrían haber sido ellos los que escondieron un tesoro. Entre los que buscaban este “entierro” hay que destacar el barco que visitó Guayacán en 1926, que se relacionó con el baqueano Manuel Castro, quien no distinguió con claridad las lenguas que hablaban sus tripulantes. Pero se ha dicho siempre que los tripulantes de ese barco eran holandeses. También, se cree que a mediados del siglo xviii fueron desembarcados 50 piratas holandeses que padecían la peste. Los habitantes de La Serena (o Coquimbo, como se llamaba a La Serena en el período colonial, pues el actual puerto de Coquimbo se pobló recién a comienzos del siglo xix, como consta en varios mapas de la época), por razones humanitarias, los acogieron y destinaron a un lazareto especialmente construido para ellos en la punta de la península del actual Coquimbo, entre el fuerte y el faro.
Los piratas permanecieron allí más de un año, alimentados y socorridos por los habitantes de La Serena y por indios changos que habitaban a la entrada de Coquimbo, en una colonia cercana al estero El Culebrón. Después de permanecer internados más de un año, fueron expulsados por ser luteranos y herejes.
Con estos datos, mi padre invitó a Coquimbo al abogado de la Contraloría, Jaime Galté, quien además era profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Galté, conocido por sus extraordinarias condiciones de médium, cuando entraba en trance establecía contacto con un médico suizo-alemán del siglo xix. Fueron asombrosas sus curaciones a enfermos terminales cuando desplegaba sus dotes curativas. Existen libros y artículos en revistas que narran su historia. Pues bien, este profesor llegó a Coquimbo y se alojó en la casa de su amigo Eduardo Moukarzel. Me acuerdo que ambos fueron a comer a la casa de mis padres y después de la comida se le pidió a don Jaime que entrara en trance para averiguar algún dato sobre el tesoro. Acordamos, por los antecedentes que poseíamos, que debía ser uno de los hermanos Cordes. El señor Galté entró en trance y mi padre llamó a Simón