El tesoro de los piratas de Guayacán. Ricardo Latcham
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Al terminar la lectura del libro, no me queda más que proyectar una nueva edición del mismo, siendo fiel al ejemplar de 1935 de la desaparecida editorial Nascimento. Acudí a mi tío Hugo Zepeda Coll, quien gentilmente escribió un nuevo prólogo y en uno de mis viajes a la Isla Robinson Crusoe, siempre con la misión de recolectar más información sobre el tema, conocí al buscador de tesoros holandés-estadounidense Bernard Keiser, que por casi dos décadas, con la esperanza fresca, busca otro gran tesoro en aquella mítica isla, que se supone que contiene una de las fortunas más grandes jamás imaginadas.
Keiser me dio información valiosa sobre el tesoro de Guayacán, especialmente la de un investigador histórico de Coquimbo, Fernando Santander, quien amablemente me recibió en su casa y me mostró resumidamente muchos años de investigación sobre esta maravillosa historia.
Dejo a disposición este fascinante relato a quien quiera disfrutarlo como una aventura del conocimiento y también a unos pocos, más decididos a iniciar una búsqueda material en el mundo exterior. Aquí entrego los detalles fundamentales para empezar.
Isla Rey Jorge, Antártica,
10 de marzo de 2018
Nota sobre el autor
Ricardo E. Latcham nació en Bristol, Inglaterra, en marzo de 1869, y falleció en Chile en 1943. Muy dedicado a las matemáticas, se tituló como ingeniero civil y de minas, pero su afición por la lectura lo llevó a estudiar en profundidad los problemas de la raza humana, especialmente de los autóctonos chilenos.
Era este un hombre de gran sobriedad en el comer y en el vestir. Mantuvo su agilidad física hasta los 70 años. Introdujo, con otros ingleses, el fútbol en Santiago, cuando era profesor en el Colegio Inglés. Aventurero y soñador, residió cinco años entre los indios de la frontera araucana y aprendió el mapuche. Después se instaló en La Serena, donde se casó y nacieron cuatro de sus hijos.
Antes de viajar a nuestro país, Ricardo E. Latcham era ya considerado como una eminencia por sabios de la época tales como Rivet, Joyce y Nordenskiold, entre otros.
Durante su estadía en La Serena fue profesor de inglés en el Liceo. Más tarde se trasladó a Santiago, dio conferencias y escribió numerosos estudios y ensayos, especialmente antropológicos. Además, recorrió varios países y gran parte de la zona norte de Chile.
Sus publicaciones fueron muy apreciadas por los hombres de ciencia, y el gobierno chileno, en 1927, lo designó director del Museo Nacional, donde, a la vez, continuó sus investigaciones y trabajos.
En 1929, Ricardo E. Latcham encontró en el valle de Chacabuco el esqueleto petrificado de un mastodonte, al que clasificó dentro de la variedad chilensis, lo cual fue considerado como acertado y científico por los naturalistas consultados sobre el hallazgo. También, mientras ejercía la dirección del Museo, realizó las investigaciones en la bahía de Guayacán que relata en la presente obra.
Entre sus publicaciones se cuentan las siguientes: “El comercio precolombino en Chile y otros países de América” (1909); “¿Quiénes eran los changos?” (1910); Los changos de las costas de Chile (1910); Arqueología chilena (1910); La capacidad guerrera de los araucanos (1915); “Una estación paleolítica en Taltal” (1915); Conferencias sobre antropología, etnología y arqueología (1915); Costumbres mortuorias de los indios de Chile y de otras partes de América (1915); Los animales domésticos de la América Precolombina (1922); La organización social y las creencias religiosas de los antiguos araucanos (1924); “Las creencias religiosas de los antiguos peruanos” (1928); “Los incas, sus orígenes y sus ayllus” (1930); El tesoro de los piratas de Guayacán (1935); La agricultura precolombina en Chile y los países vecinos (1936); Arqueología de la región atacameña (1938); “Los primitivos habitantes de Chile” (1939).
Ricardo Eduardo Latcham Cartwright
Primera parte
Descubrimiento de los documentos
La bahía de Guayacán se encuentra a las espaldas y al sur de la de Coquimbo, de la cual se separa por una península e istmo que forman un baluarte rocoso entre ambas. La península presenta un aspecto agreste y salvaje. Levantándose unos 100 metros sobre el nivel del mar, forma en su parte alta una especie de meseta que baja gradualmente hacia el istmo, por donde se une a la llanura o pampa de Guayacán. Está rodeada por todos lados de altos farellones, precipicios y peñascos que bajan abruptamente al mar.
La bahía de Guayacán, llamada a menudo la bahía de la Herradura, porque asume esta forma, tiene una entrada relativamente angosta, ensanchándose hacia el interior. Constituye una de las más abrigadas y seguras radas de las costas de Chile, y durante largos años, invernaba en ella la escuadra nacional.
En el fondo de la bahía se encuentran, por el lado norte, el pueblito de Guayacán, con su muelle y gran horno de fundición de cobre, ya desmantelado y, por el sur, el balneario de La Herradura, morada de una escasa población de pescadores.
Pero lo que nos interesa es el rincón noroeste de la bahía, zona que fue el asiento en que ocurrieron muchos de los acontecimientos que tendremos que relatar.
Este rincón forma una especie de anfiteatro de unos 600 metros de largo por unos 400 de fondo. Cerrado por el norte y al oriente por grandes farellones verticales, que forman el borde de la meseta mencionada, por los otros dos lados da al mar, en cuyas orillas se amontonan rocas y peñascos en inextricable confusión. Solamente en un trecho de unos 70 u 80 metros se rompe este cinto rocoso, para dar lugar a una pequeña playa que se ve blanca por la gran cantidad de conchas trituradas que se hallan entre la arena. Por el oeste, donde las olas del Pacífico rompen con monótona regularidad contra la barrera pétrea, se levantan enhiestos unos altos picachos de las más extrañas formas, que terminan generalmente en puntas agudas. La rinconada termina en esta parte en un largo promontorio, cubierto de grandes peñascos, que se interna en el mar hacia el sur, para formar un lado de la entrada de la bahía.
El recinto encerrado de este modo es más o menos plano, con una pequeña inclinación hacia el pie de la escarpa. El pequeño llano se interrumpe a cada paso por grandes bloques de piedra, caídos de los farellones y que son especialmente numerosos por la parte oriental, donde muchos de ellos tienen las dimensiones de una casa.
Hay solamente dos entradas a este recinto oculto, una por tierra y la otra por mar. Bajando de la meseta, por el lado norte, hay una pequeña quebrada escarpada y accidentada que cae a la llanura de abajo, formando un pequeño cauce, donde escurren las aguas en tiempo de lluvias, secándose nuevamente cuando estas terminan. Una senda poco traficada da acceso al recinto.
Dicho rincón, aunque se halla a corta distancia de Coquimbo y de Guayacán, se ve desierto, abandonado y aun ignorado por la mayor parte de los habitantes de aquellos lugares. Solamente en el verano suelen llegar allí, los días domingos, algunas familias en paseo campestre, pero casi siempre se encuentra en completa soledad. Es difícil imaginar un lugar más salvaje, más agreste o más tétrico y en especial durante los días nublados o brumosos. Sin árboles, casi sin arbustos y durante una gran parte del año sin pasto, sembrado de rocas y peñascos, impresiona como una escena del Infierno, de Dante.
He sido algo prolijo en la descripción de esta rinconada, porque fue el punto