Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
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Nos cuenta el autor, en el prólogo de la primera edición francesa, que, durante veinte años al menos, le habían solicitado que escribiera sobre la vida de Jesús. Otros trabajos más urgentes y empeñativos se lo impidieron. Pero al mismo tiempo esos trabajos le preparaban y enriquecían en sus conocimientos de la Sagrada Escritura y, en especial, de los Evangelios. Como un adelanto y esbozo publicó en París (1917) el libro Notre Seigneur Jésuschrist d’après les évangiles, obra acogida con sumo agrado, tanto en Francia como en otros países[2]. Ello movió a Fillion a entregarse de lleno al proyecto inicial de una vida científica del Salvador. Le dedicó cinco años de intenso trabajo y se publicó, como dijimos, en 1922. El título completo es Vie de Notre Seigneur Jésus-Christ. Exposé historique, critique et apologétique. El subtítulo refleja la época en que aparece y explica la amplia introducción que el original francés contiene. Con buen criterio, la edición española preparada por J. Leal suprime ochenta y siete páginas de dicha introducción sobre diversas cuestiones, que hoy se contemplan desde otra perspectiva y no tienen tanto interés para el lector medio, o gran público.
La primera edición española aparece en Madrid (1924-1927) en cuatro volúmenes. La traduce V. M. Larrainzar, religioso capuchino, sobre la novena edición francesa. La aceptación del público español fue muy buena. Después de seis ediciones, el jesuita J. Leal, profesor de Sagradas Escrituras de la Facultad Teológica de Granada, prepara una séptima edición que aparece en Madrid, en 1959. Su objetivo fue actualizarla, añadiendo nueva bibliografía, pero respetando al sumo el texto de Fillion, traducido por Larrainzar.
En el prólogo de dicha séptima edición, recuerda Leal que la obra de Fillion «tiene siempre un valor permanente: exegético, histórico, teológico y patrístico. Junta la ciencia con la piedad atrayente. La suma de todos estos valores no se encuentra en ninguna de las otras vidas escritas anteriormente. Por esto puede y debe seguirse publicando la Vida de Cristo que publicó Fillion en 1922».
Parte de la obra de Fillion, incluso con la actualización de Leal, es susceptible de nueva revisión bibliográfica. De esa manera se remozaría su nivel científico. Pero al mismo tiempo se introducirían cuestiones ajenas a Fillion, algunas de ellas contrarias incluso a la obra original. Por otro lado, el público al que se dirige esta nueva edición que presentamos no es un público especialista en cuestiones cristológicas o bíblicas. Por eso, y después de un ponderado examen, nos decidimos por una edición sin aparato crítico, incluido el del mismo Fillion, carente hoy de interés para el gran público al que nos dirigimos. Sin embargo, ello no implica eliminar sus numerosas aportaciones en el campo de las citas bíblicas y patrísticas, cuyo valor permanece. En ocasiones, las menos posibles, completamos los datos que da Fillion respecto a circunstancias conyunturales de tipo político, social o arqueológico relacionadas con los Evangelios, modificadas por el transcurso del tiempo. Cuando esto ocurra lo haremos notar en las notas a pie de página mediante un asterisco.
De todas formas, creemos conveniente presentar en esta introducción algunos aspectos actuales de los estudios cristológicos. Ante todo recordemos cómo a partir del año dedicado a Jesucristo, «Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo»[3], en la preparación previa al tercer milenio, se ha contemplado de modo particular la figura de «Jesucristo, el mismo ayer y hoy, y por los siglos»[4]. Precisamente porque Cristo sigue presente entre nosotros, con una actualidad permanente, es necesario volver una y otra vez a contemplar su figura y meditar su mensaje. Para ello, como dice la carta apostólica Tertio millennio adveniente, es preciso recurrir con renovado interés, aunque no de modo exclusivo ni excluyente, a la Sagrada Escritura. Con ello ratifica este documento pontificio la línea actual de los estudios cristológicos, la vuelta a la Escritura. En efecto, el dato bíblico es el principal fundamento de dichos estudios.
La razón de ello está en que se busca fundamentar el acontecimiento Jesús, el Cristo, tal como es accesible en el Nuevo Testamento[5]. Este principio es básico, porque de hecho se dan estudios sobre Jesús que fluctúan debido a que falta la fe en su condición de Hijo de Dios, reflejada sobre todo en los Evangelios. Es preciso, por tanto, tener una noción clara de que la cristología es una parte de la doctrina de la fe y, por tanto, ha de exponer de manera sistemática los datos sobre Cristo, tal como aparecen en el Nuevo Testamento[6]. «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios —sostiene el Catecismo de la Iglesia Católica[7]— es el signo distintivo de la fe cristiana». Así se deduce de las palabras de San Juan en su primera epístola: «En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios...»[8].
Es evidente que el Papa Juan Pablo II insiste en la perenne actualidad y presencia de Cristo, apoyado en el texto de Hb 13, 8, ya citado[9]. Así se define perfectamente la perspectiva del gran Jubileo, porque ante todo se trata de dirigir nuestra atención hacia la persona de Cristo, al tiempo que se nos recuerda, además, el doble aspecto de su misterio: una perfecta firmeza —Él permanece el mismo— y un poderoso dinamismo, que se propaga a través de todos los tiempos[10].
Así pues, lo que Jesucristo era ayer, lo es igualmente hoy y lo será siempre. Un apoyo solidísimo y perfectamente estable, de tal forma que para los creyentes ya no existe ningún motivo para buscar otro apoyo. Pero no se trata sólo de solidez y estabilidad. Por eso el autor inspirado, en la presentación del misterio de Cristo une siempre a la estabilidad la fuerza de su dinamismo. De ese dinamismo se derivan consecuencias para la vida cristiana, que debe caracterizarse por una constante fidelidad a Jesucristo, para que sea al mismo tiempo impulso generoso y no rígido inmovilismo[11].
Cuando repetimos «Jesucristo ayer, hoy y siempre», revivimos nuestra fe en Jesús glorificado junto al Padre. Reforzamos, además, la confianza en su capacidad para acudir en nuestra ayuda, así como el compromiso de dar paso en nuestra vida al dinamismo de su misterio, dinamismo de amor generoso que vence al mal, al mismo tiempo que acepta padecer, para mejor compartir y propagar la unión de todos en la caridad divina[12].
En el hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios había diseñado un esbozo de su eventual automanifestación en la historia, preparando de ese modo un «camino» para su irrupción libre en el tiempo y en el espacio. La encarnación del Verbo constituye esa entrada de Dios en la Historia, colmando así el anhelo supremo de los hombres. Pero al mismo tiempo, la humanidad del Verbo desde su plenitud creatural desemboca en Dios, donde alcanza su máxima realización. Por eso, «la encarnación de Dios es el caso supremo de la actuación esencial de la realidad humana, actuación que consiste en el hecho de que el hombre es aquel que se abandona al misterio absoluto que llamamos Dios»[13].
Por tanto, el dinamismo del misterio de Cristo va modelando a través del tiempo al hombre[14], renovado así en su imagen y semejanza con Dios, según el proyecto primigenio del Creador. Por tanto, en Cristo tenemos al nuevo Adán, el hombre nuevo, en fórmula de San Pablo[15]. En este sentido, «la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre»[16]. Es San Juan el que nos recuerda que Jesús se autodefine como el Camino[17] o, lo que es lo mismo, el modelo que hay que imitar, o mejor aún, el hombre nuevo en el que nos hemos de transformar, mediante la gracia de Dios.
Esta doctrina de la identificación del cristiano con Cristo, hasta el punto de ser «alter Christus», o «ipse Christus»[18], está atestiguada desde los orígenes históricos de nuestra fe[19]. En realidad ya San Pablo afirmaba con audacia que es Cristo quien vive en él[20]. Y en otro momento, afirmará con claridad que para él vivir es Cristo[21]. Es una verdad que atañe a todos los elegidos: «...a los que de antemano eligió también predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos»[22]. Léon-Dufour[23] recuerda cómo Orígenes estima que en Juan, símbolo de los discípulos del Señor, está Jesús mismo ya que es «mostrado por Jesús como otro Jesús.