Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion
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El Padre nos entrega al Hijo Unigénito, que al encarnarse se presenta «como realidad anticipada de una nueva posibilidad de existencia, como inicio de la nueva humanidad, como promesa de la liberación definitiva, es decir, como garantía de que el fin de la trayectoria humana no es la muerte sino la vida, una vida que por su definitividad llamamos eterna, y comienza ya en el tiempo»[25].
Con la Encarnación del Hijo de Dios la vida humana alcanza una nueva dimensión, o por mejor decir, se vuelve a la dimensión original que el pecado rompió. Más aún, la recuperamos con la inmensa ventaja de nuestra incorporación a Cristo, nuevo Adán. Se manifiesta así la magnanimidad divina que, «frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!»[26]. Cristo ha penetrado en el misterio del hombre. Por eso, como dice el Vaticano II, «en realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[27]. Nos recuerda también el último Concilio, citado por la Redemptor hominis, cómo Cristo «que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia humana de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»[28].
«El cristiano —afirma el Beato Josemaría Escrivá— debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo... de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[29]. También Juan Pablo II se refiere a cómo «el Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el ejemplo divino que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la «vida del alma», y el hombre al pensar, al amar, al juzgar, al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace “cristiforme”»[30]. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: «Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo[31]: Él es el «hombre perfecto»[32] que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anodadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar[33]... Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él»[34]. En el Sínodo sobre América explicaba Juan Pablo II que la conversión equivale a encontrarse con Jesús y unirse a Él, hasta ser uno con Él: «la conversión —decía— es encuentro con Cristo, encuentro que implica transformación de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, de nuestro corazón. De esta conversión, que es un paso del yo al tú de Cristo, nace la comunión, el nosotros que se forma con la unión entre el propio yo y el tú del Señor».
Es verdad que ello no conlleva una uniformidad en los que siguen a Cristo y viven en Él. Hay como una determinada medida para cada cristiano, la «mensura Christi»[35]. «Todos nosotros —dice San Pablo—, que con rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor»[36]. Esa identificación con Cristo, por otro lado, no conlleva la absorción del hombre en Cristo, sino que se mantiene la diferenciación. El término «otro» tiene una doble significación: el cristiano es otro Cristo porque lo hace presente con su conducta, pero al mismo tiempo es otro diverso de Cristo pues le ama y cree en Él[37].
En los tiempos de crisis es preciso volver a los temas capitales, esenciales. Por eso la cuestión cristológica adquiere hoy nueva significación y urgencia. En los últimos años los estudios teológicos sobre Cristo han ocupado espacio muy amplio. No sólo en cantidad sino, más aún, en calidad[38]. La teología se caracteriza hoy por una clara «concentración cristológica»[39]. En efecto, se hace una referencia continua a Cristo, como fuente y criterio de la teología, como lo esencial de cuanto hay que decir. Ello no significa uniformidad en el discurso teológico, pues de hecho se dan diversas cristologías.
«La Cristología —podemos decir— no es otra cosa que la explicación más consciente posible de la fe en Jesús el Cristo»[40]. Explicación que llega a las derivaciones de esa fe en Cristo, entre las que tenemos la realidad de la Iglesia. Por ello, al tratar del sentido y el significado que hoy tiene la Iglesia, así como de su papel en el mundo actual, se buscan soluciones variadas con resultados diferentes. Sin embargo, el sentido y el fundamento de la Iglesia no está en una idea, ni en un principio o en un programa, ni en dogmas particulares o en preceptos morales, ni en cier tas estructuras eclesiales o sociales. Todo esto posee su significado y su normativa. Sin embargo, el fundamento y el sentido último de la Iglesia está en un nombre, en una persona: en Jesucristo[41]. Su figura tiene, por tanto, un carácter único y singular, que ha venido al primer plano en la discusión teológica.
Hay que tener en cuenta que se dan múltiples afirmaciones cristológicas en el Nuevo Testamento, y es conveniente conseguir una panorámica que facilite una comprensión más profunda de Cristo. Una buena síntesis de las cuestiones centrales y una valoración de conjunto puede verse en J. Ratzinger[42].
Un autor que aborda la cristología desde una perspectiva actual es R. Schnackenburg[43]. En él nos vamos a detener, dado el interés que en la cristología tiene su obra. Se centra sólo en los Evangelios y hace unos recorridos amplios y profundos por los textos. Aunque se fija en los diversos títulos cristológicos, no los estudia de forma directa. Trata de individuar la visión cristológica de cada evangelista, presentando luego una visión unitaria y una síntesis. Termina su cristología con un epílogo en que esboza unas líneas para el futuro de los estudios cristológicos.
Explica el viejo profesor alemán cómo el método histórico-crítico ha llevado a resultados muy diferentes, no siempre positivos, en el campo de la investigación sobre Jesús, en la que está empeñado desde el resurgir de la exégesis bíblica católica en el año 1943, con la encíclica Divino Afflante Spiritu. La situación actual, con frecuencia desalentadora, le ha inducido a intentar una vez más un acercamiento diverso a la persona de Jesús, que vino históricamente y, al mismo tiempo, vive todavía junto a Dios y a la Iglesia, aunque ha dudado realizar esta tarea que, en definitiva, quiere ayudar a un encuentro con Cristo vivo, que nos repite hoy su llamada. Se dirige Schnackenburg a la comunidad de creyentes, por lo cual se coloca entre fe e historia, teniendo en cuenta la crítica histórica, pero sin entrar en cuestiones discutibles. De todas formas, la investigación histórica es necesaria para evitar el peligro de que Jesús sea considerado como un héroe mitológico. Por otra parte, el estudio histórico contribuye a que la confesión de fe en Él, como Mesías e Hijo de Dios, no quede abandonada a merced de un fideísmo irracional[44].
En ocasiones los estudios críticos-históricos han podido suscitar dudas, pero a pesar de ello los cristianos creyentes conservan la fe en Jesucristo, portador de la salvación y redentor del mundo[45]. La fe y la historia tienen entre sí una recíproca y particular conexión. Así en el curso de los años se han presentado de continuo movimientos religiosos que han influido y modificado el camino de la historia. Con sus convicciones de fe, eminentes personajes han arrastrado tras de sí a hombres y pueblos. Provocan unas convicciones que, a su vez, actúan sobre la historia. De entre todos esos líderes religiosos, destaca Jesús el Cristo, cuyo mensaje, desde hace dos mil años, anima la vida espiritual y cultural de gran par te de la humanidad.
Por eso precisamente en el cristianismo se manifiesta la interdependencia entre la historia y la fe, no sólo exteriormente, sino desde su origen y en lo íntimo de su estructura. Podemos