Historias de terror. Liz Phair
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Historias de terror - Liz Phair страница 3
Tuve la oportunidad de adoptarlo, pero era demasiado grande y demasiado viejo para mi estrecha vivienda, y le habría costado mucho subir y bajar tantas escaleras. Pregunté en los establos en los que iba a montar a caballo. Nadie se interesó. Muchos meses más tarde, cuando ya había perdido la esperanza, recibí una llamada de alguien que sabía de una granja para Terranovas que quizás pudiera ayudar. No respondí. Nunca devolví la llamada. Estaba de gira, estaba ocupada, y se me pasó. Y ahora cargo con ese perro para siempre. Vuelve y me visita como un fantasma, con su dulce rostro, para recordarme que estoy forjando cadenas igual que Ebenezer2, y que estas se hacen más pesadas a medida que avanzo.
Entonces, ¿quién era la chica de los servicios? Jamás lo sabré. ¿Con qué soñaba? ¿Qué hacía allí? ¿Qué la llevó a emborracharse tanto? Iba vestida de igual manera que todas nosotras, con una minifalda con volantes y botas hasta el tobillo. Daba la impresión de ser una persona agradable a la que conocer en otra ocasión, en otras circunstancias.
Me di cuenta, por su tipo y la calidad de su piel, de que era bonita. Pero debía de sentirse sola, porque ¿dónde estaban sus amigos? ¿Dónde estaba la gente que se suponía que tenía que estar pendiente de ella? ¿Dónde estaban la compañera de piso o el novio que tenían que ocuparse de que pudiera incorporarse de nuevo y volver a casa? Debía de haber acudido sola a aquella fiesta. Debió de hacer falta valor, mucho valor líquido, estar ahí sin conocer a nadie. Su cuerpo inconsciente, tendido en el suelo, era la prueba de los nervios que había pasado.
Sus piernas sobresalían del cubículo. Pasamos por encima de ellas y a su alrededor. Me recordaba a aquella escena de El mago de Oz en la que la Bruja Mala del Este yace boca abajo después de que la casa de Dorothy aterrice sobre ella. Al principio, la gente que entraba a los servicios soltaba risitas nerviosas y la señalaba con el dedo, y luego cuchichearon con voz entrecortada. Después cerraron el pico.
La fila que había una vez que se atravesaba la puerta seguía muy animada, aún revolucionada por el ambiente de fiesta de fuera, pero a medida que una se internaba más en el santuario del cuarto de baño, se imponía el silencio. La gente hacía lo que hubiera venido a hacer con cruda eficiencia y los labios apretados. Entre miradas furtivas y con las mejillas pálidas. Abriendo y cerrando grifos. Nadie decía nada. Nadie hacía nada al respecto.
Estaba boca abajo, inconsciente, con la cabeza apoyada en el suelo junto a la taza del váter, con una gran mancha de excremento extendiéndose entre sus piernas despatarradas. Jamás había visto a alguien que se hubiera cagado encima antes, ya no digamos en público. Aquello era extremadamente humillante.
Mientras esperaba, con la espalda contra la pared, podía ver claramente sus bragas defecadas. No recuerdo qué estaba pensando. Simplemente estaba incómoda. Todas lo estábamos. No sabría decir si era consciente de lo peligrosamente cerca de la muerte que tenía que estar alguien para expulsar alcohol a la fuerza por el ano. Tampoco se me ocurrió que pudiera estar ahogándose en su propio vómito. Cuando un extremo excreta, el otro también suele hacerlo. Es la reacción de estadio avanzado del cuerpo ante la intoxicación. Al menos mientras yo estuve allí, a nadie se le ocurrió comprobar si respiraba. Nadie quería acercarse a ella.
No era solo que los excrementos nos repugnaran. ¿Qué faceta de su conducta era la que rechazábamos? Si se hubiera estrellado en coche por haber sobrepasado el límite de velocidad, ¿habríamos pasado de largo ante los restos humeantes, mirando para otro lado? ¿Nos habríamos encogido de hombros y dicho que eso es lo que pasa cuando te comportas de forma temeraria? Estoy segura de que no. Habríamos acudido corriendo hacia el vehículo y hecho todo lo posible para reanimarla. De hecho, no se me ocurre otra instancia en la que juzgaríamos en lugar de ayudar. Lo que estábamos juzgando era la facilidad con la que podría haberse tratado de una de nosotras.
Permitid que os pinte otro cuadro. Dejad que os describa un mundo mejor en el que vivir: cuatro chicas entran en unos servicios y se encuentran a una de sus compañeras de clase inconsciente y en peligro. «¡Rápido, id a buscar ayuda!», gritan. Intentan reanimarla y comprueban que sus vías respiratorias están despejadas. Una de ellas se quita la sudadera y la cubre con recato. «¡No dejéis entrar a nadie más! ¿Ha llamado alguien a urgencias? ¡Daos prisa, necesitamos ayuda! Dios mío, espero que salga de esta. ¡Por favor, Dios mío, haz que se salve!» Pero esa no es lo que sucedió. Y eso es con lo que tengo que vivir.
Mirar hacia atrás tiene un algo implacable. Se eliminan poco a poco los detalles sin importancia sin dejar más que el sentimiento de culpa, las asignaturas pendientes. Siempre estará tirada en ese cuarto de baño que hay en mi alma, acechándome.
Capítulo 2 Abajo
Hace uno de los primeros días de verano de verdad, de esos en los que la brillante luz del sol disipa cualquier duda invernal; uno de esos días vivificantes. El tono azul del cielo es tan intenso que me deja sin aliento. Nos encontramos en la cima de una inmensa duna, a cuarenta metros de altura por encima de la orilla oriental del lago Michigan. Me pongo la mano a modo de visera e intento ver la punta de la torre Sears asomando del agua mientras contemplo la vasta extensión del lago que nos separa de Chicago. Si fuera de noche, vería las luces rojas de las torres de transmisión parpadeando incongruentemente en el horizonte, como si el resto del edificio y del panorama estuvieran sumergidos. Entorno los ojos, pero no sirve de nada. La curva terráquea se ha tragado mi vida.
Me vuelvo para asegurarme de que los niños están bien. Están trepando sobre troncos caídos y corriendo cuesta abajo por la parte de sotavento de la duna montañosa, sacudiendo los brazos y con el cabello al viento hasta que uno de ellos se cae de bruces. Los otros dos caen hacia atrás, de culo. Solo los adultos logran recorrer alguna distancia sin perder el equilibrio. Los padres fardan echando una carrera hasta abajo del todo, adelantando las piernas para contrarrestar la aceleración de sus cuerpos. Más que correr, caen con resistencia.
Alberto ataca la ladera sacando pecho como si esperase que el viento cogiera sus alas y lo elevase en el aire. Jim mantiene la espalda perfectamente recta mientras desciende por una escalinata imaginaria. Cuando la pendiente se nivela, se ralentizan, cambiando la marcha a trote. Mallory y yo vemos cómo se unen las minúsculas figuras de nuestros maridos y emprendemos el arduo ascenso de regreso hasta la cima.
Todavía no son las once. Salimos tan temprano por la mañana para llegar aquí mientras la arena aún estuviera fresca que los hijos de Mallory todavía llevan puesto el pijama. Olivia está agachada y asomándose a las fauces de un viejo tronco caído sobre uno de sus lados. Adam y Nick se están lanzando ramitas y puñados de arena el uno al otro.
En otro tiempo, la cima de esta colina fue el hogar de un rodal de robles negros de entre dieciocho y veinticuatro metros de alto. La duna está avanzando hacia el interior a tal velocidad que los árboles han sido enterrados vivos. Las ramas más altas siguen sobresaliendo del suelo, y entre la brisa ondean unas pocas hojas residuales. La mayoría de ellos ya ha muerto, y sus ramas están retorcidas y resecas, como las de los lúgubres árboles muertos de las viejas películas del Oeste. Mallory y yo estamos sentados en un área de sombra disfrutando de un momento de silencio. Trazo surcos en la arena con los dedos, describiendo patrones ondulados que luego borro y vuelvo a dibujar. Mallory luce esa expresión que me lleva a pensar que está meditando acerca de la existencia. Somos amigas desde cuarto de