Historias de terror. Liz Phair
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Recuerdo cuando mi padre me envió la copia original de mi certificado de nacimiento con objeto de recopilar papeleo para el pasaporte, o porque había perdido el carné de conducir. Llegó en un sobre de papel manila. Cuando sostuve aquel documento amarillento en las manos y me fijé en la hora y la fecha, tecleadas en una máquina de escribir de las antiguas, rompí a llorar. Me resultó abrumador tocar el último artefacto que me unía a una madre a la que nunca llegué a conocer, una mujer joven que, por el motivo que fuese, no podía criarme. Vi a un bebé vulnerable cambiando de manos y lloré por las atroces decisiones de todos los involucrados, por las oportunidades perdidas y por los nuevos caminos abiertos a un precio tan alto. También fue la instantánea de un fugaz momento de integridad, antes de que llevara en el corazón este fragmento de vidrio roto, que me he cuidado mucho de no rozar, no vaya a ser que me corte. Lloré porque reconocí un sentimiento que debí de tener en otro tiempo pero que ya no podía evocar por muy tranquilamente que me sentase o muy feliz que fuera. Eso sí, reconozco que como fuente de inspiración artística es de lo mejorcito.
En definitiva, ¿a quién le importa? No es un asunto tan importante. En la vida hay asuntos mucho más importantes. Pero es asunto mío, y me he adaptado lo mejor que he podido. Ahora que estoy al punto de ser madre yo misma, todas esas emociones que están vinculadas a sentirse segura con o separada de una criatura están dando vueltas en mi subconsciente. Oscilo entre mostrarme displicente y ponerme eufórica respecto de lo que no tardará en suceder. ¿Tendrá mi hijo un vínculo distinto conmigo del que yo tuve con mis padres? ¿Veré rasgos de mi madre y mi padre biológicos en los suyos? Estoy ansiosa por conocer este enérgico alguien que en las ecografías parece un wombat sonriente.
Ahora bien, no tengo prisa por ver el interior de una sala de partos. Dar a luz es algo que me inspira muchos temores. La idea de que me hagan una episiotomía, por ejemplo, me aterra. Que corten mi delicado perineo de la misma forma que se marca una hogaza de pan es algo me obsesiona durante las horas de vigilia, y sé que será necesario. Cuando alcancé la pubertad, me examinó un pediatra varón que me regaló esta opinión: «Eres muy estrecha. Puede que te resulte difícil mantener relaciones». Su valoración resultó ser incierta, pero en lo sucesivo estuve convencida de que era de alguna manera deforme, e incluso traté de romperme el himen yo sola en el instituto incrustándome tres dedos violentamente en el coño mientras estaba sentada en la taza del váter, hasta hacerme mucho daño. Acabé cogiendo una infección aguda que hacía que me doliera horrorosamente orinar. Mi madre y yo tuvimos que cancelar un viaje de fin de semana y acudir en su lugar al hospital, donde me pusieron antibióticos, un catéter y una morfina excelente.
Me sentía demasiado humillada para explicarles a los médicos presentes lo que había pasado. Estoy segura de que mi madre daba por supuesto que había mantenido relaciones sexuales, pero cuando fui a la universidad seguía siendo virgen. Mi novio del instituto y yo descubrimos todas las maneras de divertirnos sin penetración plena, y nunca le dije el motivo por el que no «llegamos hasta el final». En aquella época en Estados Unidos seguía habiendo mucha vergüenza y muchas percepciones negativas en torno a las vaginas. No eran algo cuya posesión se celebrase ni se dedicaba mucho tiempo a cavilar al respecto. Las chicas se referían a sus genitales como algo «asqueroso», un orificio que más valía dejar sin investigar. Me pasé años ojeando páginas porno antes de llegar a apreciar mi propia y hermosa concha. Si acaso, ahora desearía que tuviera un aspecto menos ordinario y que fuese más anatómicamente llamativa o extravagante. Supongo que podría ponerle algo de pedrería.
No obstante, incluso a los nueve meses de embarazo me sentía muy cohibida al colocar los talones en los estribos de la mesa de examen para que mi ginecóloga pudiera inspeccionarme la cerviz. Hay algo en eso de ver su gesto reconcentrado por encima de la bata de papel extendida sobre mi regazo, fijando la atención directa y exclusivamente en mi vagina, que me pone los pelos de punta. Apenas puedo evitar cerrar las rodillas, incorporarme y empujarla hacia atrás sobre su taburete con ruedas. Adoro a mi ginecóloga, pero en este contexto me siento como un animal de granja cuyos órganos fuesen propiedad funcional del Estado. Lo que soy incapaz de articular es el modo en que mi alma reside en mi coño; en mi clítoris, para ser exacta. Para mí no es solo tejido biológico. Es un modo de conocimiento completamente diferente.
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