Historias de terror. Liz Phair

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Historias de terror - Liz Phair

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locamente. Deslizo unos cuantos dedos bajo los botones de su camisa Oxford para experimentar la novedad del vello de su pecho. Me impresiona la fuerza de sus músculos. Me tiene firmemente agarrada de la parte interior del muslo y desliza la mano más arriba, subiéndola disimuladamente bajo la falda hasta presionar con el dedo índice el surco de mi coño. Empieza a frotarlo arriba y abajo mientras me da un beso con lengua. Nadie me había acariciado así antes jamás. Se me arquea la espalda involuntariamente y aprieto mis pechos contra su cuerpo.

      De repente, el coche da un viraje que hace entrechocar nuestros dientes. A alguien se le cae el cigarrillo sobre la tapicería, y todos nos levantamos de nuestros asientos para que los chicos puedan apagarlo a manotazos. De la colilla encendida saltan chispas mientras la persiguen por el suelo del coche.

      —¡Pero qué hostias! —maldice el chófer mientras para el coche a un lado de la calle—. ¿Queréis tener cuidado? ¿Ha dejado un quemazo?

      Todo el mundo se tranquiliza mientras el coche vuelve a coger velocidad.

      —Hermano…

      El hermano de mi chico le entrega a este una cerveza sacada de la mini nevera del asiento delantero. Se ponen a quejarse de su programa de entrenamiento de fútbol americano veraniego. Yo me vuelvo hacia la chica a la que nadie conoce. Es muy guapa, tiene una larga melena rubia y unos pómulos que parecen de cristal tallado. No recuerdo cómo nos conoció. Solo sé que necesitaba que la llevaran a casa, así que la estamos llevando nosotros. Parece joven. Puede que sea una estudiante de primer año.

      —Entonces, ¿estás mentalizada para este verano? —le pregunto mientras me retuerzo el pendiente y me siento como una sofisticada hermana mayor.

      —No —responde ella con nerviosismo.

      Me ha sonado tan raro que me cuesta unos segundos procesarlo. Por aquí todo el mundo dice «¿Estás mentalizada para?» para todo, y la respuesta apropiada es siempre «Totalmente». No hace falta que lo digas en serio; sencillamente es una forma de iniciar una conversación. Pero literalmente es la frase más común pronunciada en la Orilla Norte. Me arrepiento un poco de haber empezado a hablar con ella.

      Me doy cuenta de que quiere que le pregunte más cosas, pero no digo nada. Finalmente, inquiere tímidamente:

      —¿Y tú?

      Me encojo de hombros.

      —Totalmente. Estoy trabajando en Ravinia con un par de amigas. Va a ser increíble. No sé, supongo que seguramente estaremos de marcha el resto del tiempo. Luego me iré por ahí en agosto.

      —Ay, ¡qué guay! ¿Y adónde vas a ir? —me pregunta levantándose sobre las rodillas y manifestando unos modales de chica correcta, de manera que vuelvo a sentirme cómoda hablando con ella. La cháchara entre desconocidos tiene su propio ritmo, y hay que respetarlo si se quiere que siga fluyendo el chi.

      —Vamos a una casa en Lakeside, Michigan, que está justo al otro lado del lago. Mis primos vienen todos los años, y es divertidísimo. Está como pegada a la orilla. Es tan hermoso. Apenas puedo esperar.

      Aquí ella tiene un par de opciones. Puede decir «Dios mío, ¡qué guay!» o «¡Pero qué envidia me das!» o incluso «Nosotros vamos a Wisconsin». Pero no dice nada normal. Se limita a mirar melancólicamente hacia un lado, a suspirar y a decir «Ojalá», sin llegar a terminar la frase.

      Esto es agotador. Quiero que mi novio me rescate, pero está inclinado hacia delante hablando con los que ocupan los asientos delanteros. Lo único que puedo hacer es acariciarle la espalda y estirar el cuello por ahí para ver si hay alguna otra conversación a la que pueda sumarme.

      —Lamento ser tan deprimente —dice ella volviéndose hacia mí con el ceño fruncido—. Solo estoy asustada.

      —¿De qué? —pregunto yo, tratando de encontrar un punto de equilibrio entre la cortesía y la indiferencia.

      —Esta es mi última noche —dice mirándome fijamente mientras se zambulle en mi mirada—. Mañana voy a someterme a una intervención quirúrgica. Van a retirarme parte de la nariz y de la mandíbula, y el médico dice que nunca más volveré a tener el mismo aspecto.

      En un primer momento pensé que bromeaba, o que mentía para recabar atención. Pero ahora me doy cuenta de que estaba genuinamente asustada.

      —¿Qué será de mí?

      Está suplicando que la consuelen, mirándome como si yo tuviera alguna idea de qué coño contestar, como si ya estuviéramos en la sala del hospital esperando al anestesiólogo.

      —No lo sé —contesto, sin tener ni idea de qué decirle—. Es terrible —agrego, porque así lo siento. Es una de las chicas más guapas que he visto jamás. No puedo imaginarme lo que sería enfrentarse al hecho de quedar desfigurada a su edad, antes de que no te haya sucedido nada siquiera; antes de la universidad, antes del matrimonio, antes de todo. Estoy paralizada, parada en la cuerda floja, a mitad de camino entre lo que creía que era la realidad hace apenas un minuto y lo que ella me está pidiendo que contemple. Es excesivo.

      —No quiero volver a casa —declara sin dirigirse a nadie en concreto. Es como si todos sus pensamientos estuvieran derramándose por su boca y ella no pudiera evitarlo.

      No sé cómo reaccionar, así que me quedo ahí sentada, soportando el desasosiego. Por obra de algún milagro, consigo seguir ahí presente. Echando la vista hacia atrás, siempre me he alegrado de que así fuera. Ella necesitaba alguien en quien poder confiar.

      —¿Te parezco guapa? —indaga con voz temblorosa.

      Es la pregunta de una niña de ocho años, desesperada por obtener confirmación. Evidentemente, no quiere estar sola con su desgracia, pero yo no puedo salvarla. Yo no puse en marcha la cuenta atrás. Es probable que sus padres la hayan dejado salir esta noche porque querían que saboreara un poco todo lo que va a perderse en el futuro, toda la excitante emoción de ser joven. Me parte el corazón que este aburrido trayecto en coche sea su última gran aventura, su última experiencia de libertad adolescente, sin que nadie se la quede mirando y con un montón de tíos que matarían por pedirle que saliera con ellos.

      —Eres preciosa —le digo—. En serio, ojalá yo me pareciera a ti.

      He dicho lo correcto. Ella sonríe y su rostro se ilumina con una expresión de auténtico orgullo, una visión de esplendor adolescente. Pero su melancolía regresa como una nube que roba el calor del sol en un fresco día otoñal, trayendo consigo la frialdad del invierno. Sabe que tiene que despedirse.

      —Ojalá me hubiera hecho más fotos —dice mirándose las uñas—. Solía odiar el aspecto que tenía en las fotos.

      Quisiera que esto nunca hubiera ocurrido. Quisiera que nunca hubiera escuchado su historia. Quisiera que ella nunca hubiera estado aquí. Pero no puedo hacer que desaparezca sencillamente porque eso es lo que quisiera.

      —¿Te acordarás de mí? ¿Te acordarás del aspecto que tengo ahora mismo? —me suplica mientras estira la mano y coge la mía.

      —Lo haré —digo yo. No sé qué otra cosa hacer para que se sienta mejor.

      Y así es, Magdalena. Hasta el día de hoy.

      Capítulo

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