Historias de terror. Liz Phair
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También está mojada, empapada por la lluvia que ha empezado a caer en el exterior. Alguien la mandó a comprar tabaco y celofán en Duane Reade, y cuando volvió estaba hecha un cromo. Ni siquiera se ha molestado en secarse. Sea lo que sea lo que la haya disgustado, es tan grave que su propia comodidad carece de importancia. La primera impresión que me dio fue positiva. Se mostró refinada y amigable, una gótica élfica de veintidós o veintitrés años cuyo propio maquillaje estaba aplicado de forma inmaculada y realzaba su complexión.
No puedo imaginarme qué le puede haber sucedido para que esté así. Me pregunto si la habrá llamado su novio para cortar con ella, o si se ha topado con un ex por la calle. Quizás haya muerto alguien de su familia. Le pregunto si se encuentra bien, y ella le quita importancia. «Sí, estoy bien.» Si estuviéramos en cualquier otro lugar que no fuera Nueva York, le volvería a preguntar, pero los residentes de esta abarrotada metrópoli tienen que construirse una sensación de intimidad de la nada y a pulso, y no siempre es más amable insistir.
La punta de su minúscula nariz está colorada. Está aplicando lápiz de ojos a la línea de las pestañas, difuminándolo repetidamente con un pincel biselado. Tiene que apoyar un brazo sobre el otro, porque jadea tanto que le tiembla la mano. No tiene tiempo para tomarse un descanso y sosegarse. Me he presentado tarde, y creo que vamos con retraso. Puede que la haya hecho perderse una cita, pienso yo. Pero parecía contenta y relajada antes de salir.
Repaso mentalmente distintos escenarios. Puede que esté sin blanca y que acabe de descubrir que se ha quedado sin un trabajo con el que contaba. Puede que haya dejado de beber hace poco y que se le esté haciendo todo demasiado cuesta arriba. Puede que a su perro lo haya atropellado un coche, pero no puede largarse del trabajo porque está sin blanca y ha dejado de beber. Tanta conjetura me está dejando el cerebro como una batidora. Tengo que concentrarme en mi propia situación y encontrar la forma de sacar adelante esta sesión fotográfica sin minar la inspiración de mi fotógrafa.
«Estás increíble», me dice el peluquero acercándose y colocándose detrás de la silla para acariciarme la melena.
Me miro en el espejo. La verdad es que estoy impresionante. La maquilladora me ha dotado de unos preciosos labios rojos y una mirada oscura y osada. El estilista sigue jugando con mi pelo, atusándolo, alborotándolo y revolviéndolo hasta alcanzar una textura que me hace sentir tan salvaje como atrevida. La maquilladora sonríe por primera vez desde su bajón. Me doy cuenta de que está orgullosa de su obra. No quiero decepcionar a ninguno de ellos. Meneo la cabeza de un lado a otro, poniendo caras que normalmente no pondría jamás y viendo cómo desaparezco dentro de un personaje.
Y en un abrir y cerrar de ojos, nos ponemos en marcha. Me llevan corriendo al vestuario, donde me desnudo tras una cortina muy fina y me quito la ropa de calle para ponerme el atuendo seleccionado por ellos. Estoy tan delgada debido a lo mucho que he trabajado últimamente que me sienta todo como un guante. Aparezco entre gemidos de entusiasmo. Pese a mis reservas anteriores, hasta yo me dejo llevar por la fantasía. Soy una zorra motera. Soy Olivia Newton-John en Grease, cuando, al final de la película, se vuelve mala. De forma espontánea, agarro un sombrero vaquero rojo y alguien me presta un cigarrillo. Ahora soy Ponyboy, de Rebeldes. Es todo un juego de disfraces.
Me pongo delante de la cámara y hago poses provocativas ante el telón de fondo de lona impermeabilizada. Tienen puesta buena música y vamos a ir a donde quiera que nos lleve el momento. Las fotos tienen una pinta increíble. Todo el mundo se asoma por encima del hombro de la fotógrafa para admirar sus fotos de prueba. Me deja quedarme con algunas de las Polaroid. Me siento desinhibida y libre. Pero este viaje tiene un destino, y la fotógrafa tiene una hoja de ruta acerca de cómo llegar a él. Cada puesta en escena es psicológicamente más intensa que la anterior, hasta que llegamos a los límites de mi zona de confort. Quiere que haga una declaración atrevida acerca de la anulación del poder femenino, que habite un rol que me hace sentir realmente vulnerable. Quiere que abrace el bondage. La indecisión que reina en la habitación me dice que ya se contaba con esta bifurcación en el camino. Es cosa mía decir que sí.
Al final, lo hago por Magdalena. Me pongo un vestido escotado que acentúa mis pechos. Una de las asistentes me ata los brazos por detrás de la espalda y me entrecruza el cuerpo con una cuerda con la que me da dos vueltas al cuello. Me tapan la boca con cinta americana. La única forma de comunicarme que tengo ahora es a través de los ojos. La maquilladora sale al escenario para difuminarme el contorno de ojos y administrarme gotas de glicerina para que parezca que estoy llorando. Se sitúa delante de mí con las mejillas secas mientras humedece las mías. Ha tenido tiempo de arreglar su propio maquillaje y parece otra persona. Se ha aplicado un reluciente look color pastel y ha cambiado de estética por completo.
Es entonces cuando caigo en la cuenta de que no ha habido una crisis en ningún momento. Le pilló la lluvia y se le corrió el maquillaje; eso es todo. Una vez desintegrado su blindaje de belleza, se sentía vulnerable y desprotegida, desnuda de una manera que ella no había elegido. Me compadezco de ella, pensando en lo triste que es que una chica tan inteligente y dotada de tanto talento dé tanta importancia a su aspecto. Esto no deja de resultar gracioso teniendo en cuenta que yo estoy trabajando mis ángulos buenos atada como un pollo rociado de purpurina, luciendo ropa de diseño bajo luces halógenas de tungsteno, rodeada por un equipo de profesionales contratados para asegurarse de que esté despampanante, y sigo sin estar convencida de que todo va a salir bien.
Ella examina mi maquillaje por última vez y retoca cualquier imperfección. Acto seguido me mira directamente a los ojos para comprobar que estoy bien aquí dentro, en el interior de este disfraz de víctima de secuestro. Me pilla desprevenida, porque me doy cuenta de que me mira a mí, no a la artista discográfica que ha venido a realizar una sesión fotográfica ni a la empresaria preocupada por su marketing, sino a la persona frágil e insegura que cree estar engatusando a todo el mundo para que no se fijen en ella.
«Estás magnífica», me cuchichea. Asiento, ya que no puedo hablar, pero sé que ella estará ahí si la necesito, si todo esto me supera, si no me puedo marchar porque necesito el artículo en la revista, además de un montón de otras cosas de las que dependo en el día a día para sentirme segura y en control de la situación.
Nos la estamos jugando al ensalzar la indefensión, pero la apuesta sale bien. Esta imagen de mí atada y amordazada será elegida como portada del volumen de 1990 de la serie Getty Images. Décadas del siglo XX para representar a toda una oleada del feminismo indie. La imagen de una artista fuerte con una voz atrevida, constreñida y silenciada. Solo una mujer podría haber tomado esta fotografía, y quizás solo a una mujer embarazada se le habría ocurrido en primer lugar. Al representar la pérdida de la libertad, la imagen llama la atención sobre la valentía de las supervivientes. Es la antítesis de la portada de mi primer álbum, en la que tengo los brazos completamente abiertos, la boca abierta; estoy desnuda, natural, lasciva. ¡Ay, las mujeres son unas muñecas! Juguemos con ellas.
Para cuando hemos terminado de tomar fotos ya ha dejado de llover. Recibo una ronda de aplausos, y todo el mundo felicita a la fotógrafa. ¡Listos! El equipo apaga las grandes luces del estudio, y de repente las sombras color lavanda de una tarde tormentosa inundan la habitación. El espectáculo se ha terminado, la ilusión queda arruinada. Me quito la ropa de prestado y me siento un poco desilusionada, como cuando a la Cenicienta le tocó volver a barrer suelos después de haber estado toda la noche en el baile. Salgo y voy hacia la cocina y me maravillo ante lo rápidamente que paso de ser la atracción estrella a ser alguien a quien nadie presta atención alguna. Los operarios están ocupados recogiendo su equipo. La maquilladora cierra las cremalleras de sus bolsas.
Me sentiría rara yéndome por ahí con ellos, ahora que todo ha vuelto a la normalidad. Quiero marcharme, pero mi limusina está atrapada en el tráfico junto a Battery