Historias de terror. Liz Phair
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Decido salir. No sé a dónde voy a ir, pero puedo dar vueltas alrededor de la manzana si hace falta. En cuanto abro la gran puerta industrial y salgo al aire fresco y limpio, siento que se me quita un peso de encima. Son las seis de la tarde y las calles están repletas de gente. Las aceras están abarrotadas de corredores de bolsa trajeados y oficinistas con blusas de seda que se mueven rápidamente, de forma deliberada y decidida. Bocinas, sirenas y gritos puntúan la banda sonora urbana. Mi ritmo se ajusta al del tráfico peatonal mientras me dirijo rumbo al este. Noto que la gente me echa miradas furtivas al cruzarse conmigo. Si bien nadie me confundiría con una modelo, camino un poco más erguida y contoneándome un poco más, eufórica por tener una profesión secreta que me hace interesante. Me paro en una bodega para comprar unas barritas energéticas y una botella de agua. El hombre de la caja registradora no me quita los ojos de encima. Sonrío recatadamente, contando el cambio y sintiéndome tan golfilla como Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma.
Mientras me marcho, me veo en el espejo que hay detrás de una vitrina. Parezco una prostituta zombi desquiciada. Mi maquillaje, que tan impresionante resultaba en las fotografías, se ha convertido en un caos aterrador bajo la luz natural, formando una costra y acumulándose en las arrugas. El lápiz de ojos se me ha corrido un centímetro y pico. Estoy horrorizada, y la vergüenza desencadena viejas inseguridades sobre mi cara.
Cuando tenía doce años, una edad en la que todas las demás empiezan a salir con chicos, tuve que ponerme gafas y aparato. Durante un par de años, tuve que lidiar con un personaje que no sentía que fuera el mío. Mientras otras chicas avanzaban, yo me estaba estancando. En cuanto me quitaron el aparato y me pusieron lentillas, perdí aún más tiempo tratando de demostrarme a mí misma que era atractiva. Elegía al tío más bueno de la fiesta y trataba de ligármelo. Nos escabullíamos a algún sitio para enrollarnos, pero yo me largaba en cuanto veía que la cosa iba en serio. Hubo quien me llamó calientapollas, pero no era eso lo que estaba haciendo. Era como una persona que padeciese un trastorno obsesivo-compulsivo y que no para de encender el interruptor de la luz para asegurarse de que la electricidad todavía funciona. Y por dentro me sentía cada vez peor. La máscara que me había puesto era mucho más distorsionadora que un par de piezas de metal y de plástico.
Eso es lo que nunca te dicen acerca de la apariencia. Importa, por supuesto que sí, pero no tiene peso específico alguno comparado con las acciones. Si tienes la actitud correcta puedes cambiar fácilmente tu aspecto, pero los malos patrones de conducta son como los hierbajos: en cuanto echan raíces, son increíblemente difíciles de erradicar.
Me acuerdo de una sesión fotográfica que hice a principios de mi trayectoria, quizás la primera de todas o la segunda. La encargó un periódico de Chicago, y organizaron una fiesta para sí mismos en el transcurso de la sesión. Me colocaron encima de una alfombra de pieles, sin llevar puesta otra cosa que unos pantalones y unos tirantes para taparme los pezones, mientras los invitados anónimos —desconocidos— sorbían cócteles y me observaban desde la periferia. Fue algo perturbador, como la escena de la orgía de la película Eyes Wide Shut. Podía oír los comentarios de los espectadores, pero no podía verlos demasiado bien porque estaba situada debajo de unas luces deslumbrantes mientras que ellos se encontraban en los recovecos del estudio, tenuemente iluminados por la luz de las velas.
Algunas de mis letras son explícitas, así que estoy segura de que esperaban que me pusiera a bailar y que me comportara escandalosamente. Pero no podía moverme. Me quedé ahí tirada, como una novata en sesiones fotográficas, muda y con la mirada perdida. Estaba tan alterada que me refugié dentro de mí misma, desconectando mentalmente del entorno. Al resto no les quedó más que la carcasa vacía de una persona con la que trabajar. Era como el sexo malo. Nadie sabía qué hacer al respecto. En aquel entonces yo no sabía decir que no. No tenía mánager. No tenía ningún concepto de lo que era normal para mi profesión.
Lo curioso es que, pese a que me sentía explotada y lo odiaba, lo que me hizo llorar después fue el aspecto de mi maquillaje. El maquillador era un hombre muy agradable y muy dulce, y era mi único aliado en aquella triste situación, así que no tuve el valor de contarle que sus polvos de sol intensos, labios desnudos y pestañas de patas de araña me hacían sentir payasa y abochornada, como un perro que llevara puesto un cono o como uno de los últimos niños en ser escogido para un equipo de educación física. No podía dejar de pensar en cuánta gente de la ciudad iba a verme con este aspecto, y estaba destrozada.
¿Qué es lo que evaluamos exactamente cuando pensamos en nuestro físico? ¿Qué es lo que conforma la opinión que tenemos de nosotros mismos, lo que realmente hay o cómo la gente reacciona ante nosotros? ¿Se puede describir el físico de alguien sin imaginar cómo se mueve, el sonido de su voz o su personalidad? Si se desglosa por partes, solo los atributos —cabello castaño, ojos castaños, rostro ovalado, bajo, gordo, patizambo—, ¿es ese su verdadero físico o simplemente es una forma de resumir tu manera de identificarlo, mucho más matizada y compleja? Como echar una ojeada a la página del título y a los nombres de los capítulos sin leer el libro. Incluso algo tan objetivo como una fotografía pone de manifiesto el sesgo de quienquiera que estuviera sujetando la cámara. Y como espectadora, una agrega su propia reacción a la imagen.
Así que, ¿qué es el físico? En serio, ¿qué es?
Estoy sentada en la parte de atrás de un descapotable. Aquí estamos apretujadas cinco personas, más otras tres en el asiento de delante, embutidas de lado o montadas en los regazos de otras. Recuerdo a alguien encaramado a la parte posterior del vehículo, como el gran mariscal de un desfile. Es muy pasada la medianoche, y las anchas calles de esta zona residencial de las afueras están desiertas. Vamos conduciendo por debajo del límite de velocidad, porque estamos bebiendo. Levanto la mirada hacia el cielo, que está de color granate intenso y atravesado por ramas de árbol abovedadas. El viento me trae el olor de sus nuevas hojas veraniegas.
Estamos regresando después de una fiesta. Vamos a dejar a todo el mundo en casa uno por uno, y nadie quiere ser el primero. Quienquiera que esté conduciendo sigue vagamente las direcciones que le da quien sea el siguiente, pero en realidad solo estamos dando vueltas. Se ha acabado el colegio y nuestros empleos de verano aún no han empezado. El futuro parece infinito. Quizás bajemos luego al lago con neveras llenas de vino y de cerveza a beber. Quizás vayamos en coche a Evanston a ver en qué clase de antros podemos colarnos.
No recuerdo en qué año estamos. Quizá sea 1984 o 1985. Soy como mínimo estudiante de tercer año en el instituto y esta noche soy propiedad de un chico con el que acabo de empezar a salir, el amigo del hermano de otro amigo mío. Nos conocemos todos desde la escuela primaria, salvo por una chica que está sentada a mi izquierda. No sé cómo ha llegado aquí, pero bienvenida sea.
Somos un grupo de juerguistas poco complicados. La vida nos va bastante bien. Compartimos los malos rollos habituales: cosas como las solicitudes de ingresos en universidades, los padres pesados y las rupturas sentimentales. Pero las familias de todo el mundo son más o menos por el estilo. Esta es una zona muy conformista. Los padres viajan diariamente al centro para acudir al trabajo o cogen aviones y hacen viajes de negocios. Las madres se quedan en casa cocinando, limpiando, bebiendo, decorando y haciendo de anfitrionas. Todo el mundo hace deporte los fines de semana. En gran medida nuestras historias son intercambiables. Salvo cuando alguien va y hace algo estúpido, como contar la verdad acerca de sí mismo.
Yo nunca lo habría hecho. Ni en un millón de años. Corte de rollo total.
—Ven aquí.
Mi nuevo novio me pasa el brazo alrededor del cuello y tira de mi rostro para aproximarlo