Historias de terror. Liz Phair

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Historias de terror - Liz Phair

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me había parecido mientras sucedía.

      —Puede que tengas poderes paranormales —dice Peter, anticipándose a lo que quiero que diga, pero en un tono que no deja de transmitir su escepticismo. El padre de Peter es el pastor de su iglesia, así que él desconfía de cualquier cosa que huela a prepotencia religiosa. Tiene una actitud irritante e insolente, como reacción al modo en que fue criado.

      —Tengo poderes —me reafirmo despectivamente, mosqueada por haberme molestado en contárselo a nadie. A mí me suceden cosas legítimamente extrañas, pero como también tengo una imaginación hiperactiva, no gozo de credibilidad alguna entre mis amigos.

      —Yo creo en esas cosas —dice John. Está siendo amable, pero Peter se mofa y enrolla un pañuelo de papel y se lo tira. No quiere que John me dé alas.

      —¿Qué? —protesta John a la vez que esquiva el misil de Peter—. ¡Es verdad! A mí me han sucedido unas cuantas cosas de lo más raro. A veces las cosas coinciden demasiado como para explicarlas de ninguna otra manera.

      Estamos pasando el rato en la cocina esperando a que llame la madre de Peter. Han metido una pizza congelada en el horno y puesto accidentalmente en marcha el mecanismo de autolimpieza, y ahora nuestra única esperanza es que ella nos diga cómo sacarla antes de que se queme y se convierta en un disco de carbón.

      —Tú no crees en esa mierda, hostias —dice Peter, fabricando más bolas con pañuelos de papel y lanzándoselas a John.

      —Pues claro que sí —replica John mientras intenta golpear las bolas de papel para devolvérselas a Peter—. Tú no sabes en qué creo.

      Estoy escuchándolos reñir mientras me acuerdo de las felices reuniones vacacionales de mi familia cuando era joven. Yo era la única chica en una familia llena de chicos mayores que yo, y casi me siento como si estuviera de vuelta en casa de mi tío en Grandlin Avenue, relegada a los márgenes con mi vestido de Polly Flinders, mis calcetines hasta la rodilla y mis zapatos Mary Jane, viendo a los chicos armar jaleo y sintiéndome celosa por no poder participar. Me pasé un montón de reuniones familiares sola, jugando con las mascotas o caminando por la finca con mi abuela Winnie. Aquello me convirtió en un chicazo durante varios años, hasta que la pubertad me devolvió a mi ser.

      Me acerco al fregadero para servirme un vaso de agua. No sabría decir lo que ha suscitado este impulso —quizás solo busque una manera de acoplarme a la acción de nuevo—, pero hurgando entre la pila de platos sucios encuentro un mazo de carne, uno de esos martillos con cabeza en forma de bloque que se usan para aporrear filetes. Le paso el anticuado utensilio a Peter, que lo coge, perplejo. Yo me quedo mirando el pesado mazo que descansa en su mano.

      —Sería una putada que algo así te diera en la cara —digo sin que venga especialmente a cuento, y vuelvo a colocarme en el umbral de la puerta del comedor, apoyada contra el marco mientras le doy sorbos a mi refresco. No puedo quitarle los ojos de encima al mazo de carne. Pienso en lo raro que es que sigamos utilizando una tecnología que no estaría fuera de lugar en una cocina medieval.

      —Desde luego, sería una putada.

      Peter usa el mazo para lanzarle bolas de papel a John, que se pone a buscar algo que pueda utilizar como raqueta. Primero prueba con una linterna, con escaso resultado, y luego enrolla una revista, lo que resulta infinitamente más eficaz.

      Estamos pasándolo bien, haciendo caso omiso del olor a pizza quemada. Yo estoy obsesionada con los golpes de Peter. Le está costando atinar con el saque. Lanza la bola de papel al aire, pero falla repetidamente debido a la lentitud con la que desciende el papel. Resistencia del aire. Estoy a punto de ofrecerle asesoramiento cuando de repente se me mete otra idea en la cabeza.

      —¿No sería una putada que ese martillo saliera volando de tu mano y me dejara ciega?

      —¿Qué? —suelta John, riéndose de mi incongruencia.

      Me vuelvo y lo veo de pie junto a la cocina. En ese instante escucho un sonoro crujido, y mi visión se reduce a un puntito del tamaño de la cabeza de un alfiler. Es como ver apagarse la pantalla de una televisión en blanco y negro. Siento que me fallan las piernas. Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para no perder el conocimiento por completo. Cuando vuelvo en mí, estoy desplomada en el umbral de la puerta con la nariz chorreando sangre. Me miro la camisa, que se está poniendo completamente roja.

      —¡Hostia puta! —grita Peter.

      —¡Ay, Dios mío! —exclama John boquiabierto.

      Peter y John están tan conmocionados que en un primer momento ni se mueven. Cuando me ven deslizarme más hacia abajo todavía, se acercan a toda prisa y me aguantan para que pueda mantenerme en pie. Tengo una sola cosa en la cabeza.

      —Me habéis oído decir eso, ¿verdad? Habéis sido testigos.

      —No puedo creer que dijeras eso en ese preciso instante.

      John está conmigo al cien por cien.

      Peter parece abatido: se siente culpable y está asustado.

      —No sabes cuánto lo siento —dice mientras me muestra el mango vacío que lleva en la mano—. La cabeza ha salido volando. Se ha salido del mango sin más. Lo siento, Liz. ¿Vamos al hospital?

      —No. —La adrenalina me está reanimando—. Mi padre es médico. Tengo que volver a casa.

      —¿No crees que a lo mejor deberías quedarte aquí?

      A John le preocupa que esté reaccionando demasiado rápidamente. Todavía estoy temblando. Voy a echarle un vistazo a mi cara en el espejo del cuarto de baño. El puente de la nariz se me ha hinchado hasta ponerse del doble de su tamaño normal. Tengo la piel de debajo del ojo izquierdo tensa y rosada, llena de líquido, y se puede apreciar claramente la marca donde la esquina del mazo ha impactado en mi rostro. No le ha dado al ángulo interno del ojo izquierdo por apenas unos centímetros. De no haber estado mirando a John, ahora estaría ciega. Ahora bien, si no hubiera invocado el anormal suceso, ¿se habría producido?

      —No tiene tan mala pinta —observa Peter metiéndose a presión en el tocador y mirando por encima de mi hombro. Los dos nos reímos.

      —De verdad que lo siento —me dice por tercera vez. Le está costando expresar sus emociones.

      —Lo sé. No ha sido culpa tuya.

      Yo lo creo casi más que él. Me pregunto si el significado del coche girando sobre sí mismo en la autopista no sería advertirme de que el peligro se aproximaba, de cabeza y a toda velocidad.

      El grueso del sangrado cesa al cabo de cinco minutos. Las membranas interiores se han hinchado hasta tal punto que ahora me gotea sangre por la garganta. Si lo miramos por el lado positivo, ahora que no estoy chorreando sangre, los chicos están dispuestos a dejarme marchar. Quiero marcharme de casa de Peter lo antes posible. Las últimas seis horas han sido muy angustiosas. Ya he estropeado la mayor parte de los paños de cocina de su madre, y Peter no tiene el menor reparo en entregarme el último para envolver un montón de hielo para el trayecto de vuelta. Mientras me despido con la mano, estoy convencida de que piensan que estoy loca. Apenas me vuelvo; literalmente, me largo corriendo. Es el final de una era. Lamento tener que decir que este incidente nos distanció a Peter y a mí. En lo que a mí respecta, está todo enredado con mi miedo a los augurios y a la religión organizada. No me gusta la idea de que algo invisible tenga poder sobre mí. Para él fue horrible destrozar la cara de una chica que le gustaba.

      Todo

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