Si era dicha o dolor. Roberto Ramírez Flores

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Si era dicha o dolor - Roberto Ramírez Flores страница 3

Si era dicha o dolor - Roberto Ramírez Flores

Скачать книгу

favor, solo es un hermoso caballo, y relincha. El ejército se aleja.

      Roberto y Julián, con gaspacho en mano, se sientan en una calle solitaria. Cucharean; mastican en silencio. Los ojos de un caballo hermoso son difíciles de ignorar. Mucho menos cuando la mirada es fija. Julián no quita la mirada a su gaspacho. El juego de miradas fijas anuncia el atropello de sí mismos.

      Roberto le gira la cara y lo besa en la boca.

      Soy un pendejo, no quiero que te alejes de mí.

      2:30 pm

      Julián y Roberto salen de una casa en la isla de Janitzio. La fachada de la pequeña casa está pintada de blanco y rojo, el techo es de teja de barro. Julián cierra la puerta con llave. De la puerta cuelga un moño negro. Caminan por las cuestas de la isla. Llegan al muelle, donde está la lancha amarrada a la orilla; dentro de ella el pelotón de viejitos los espera. Suben y se ponen en marcha. Pronto llegan a la otra orilla, al pueblo de Pátzcuaro. Ahí abordan la parte trasera de la pick up ya encendida.

      El aire de la carretera es helado, todos van de brazos cruzados en silencio. Algunos sostienen sus sombreros y sus máscaras para que no sean arrancados por el viento. Julián observa el paisaje. Roberto lo observa a él, para después tomarle la mano. Nadie se da cuenta. Julián sonríe y sigue observando.

      Julián es un ciervo que corre por las laderas de esa carretera.

      Roberto es el cazador que apunta con su rifle en el punto más débil de cualquier ciervo. A Julián no le importaría ser atravesado por una bala si Roberto es quien dispara.

      Las laderas están por terminar. El ciervo se convierte en Julián; Roberto sigue con apariencia de cazador, siempre. La carretera termina. Un gran letrero dice «Bienvenidos a Morelia». Los listones de los sombreros siguen agitados y se ondean con la fuerza del viento como únicos espectadores de esa escena depredador/presa.

      12:30 pm

      Julián despierta. Se sienta en la cama, está desnudo. A un lado, cobijado, está Roberto. Julián se incorpora y se pone los calzones. Sale hacia la cocina. En el pasillo de la casa, hasta el fondo, hay un altar: Veladoras, flores de cempasúchil, una foto de su padre y un recorte de periódico que dice «Se disparó; deja sola a su mujer e hijos». En la cocina está su madre. Lava los trastes con mal humor. Cuando entra escucha: ¿Ya te fijaste qué horas son? Se te va hacer tarde para ir a Morelia. Apúrale.

      Julián se sienta en el comedor, está cansado. No durmió. Está cansado de ser presa. Durante la noche Roberto lo capturó y se lo comía por la espalda.

      Por cierto ¿quién entró anoche?

      Voltea a ver a su madre con ironía, como quien dice que la pregunta es innecesaria. ¿Otra vez se peleó? Ya le he dicho que la mande a la chingada, pinche vieja. Julián se muestra indiferente. Se dirige a la puerta del refrigerador. La abre. Rápido que se gasta la luz. Y ya corre a levantar a tu hermano. Julián, tras la puerta del refrigerador:

      ¡Roberto, te habla mi mamá!

      A los pocos segundos entra Roberto en bóxer, se sienta en el comedor. Julián toma leche del cartón. Tomar leche del cartón directamente es de mala educación, ya te he dicho. Su madre le golpea la cabeza. Roberto sonríe. Del radio suena Me he quedado sin tu amor, interpretada por Los Freddys.

       Diego Daniel López

       GUANAJUATO

      Ninguno de los dos sabía que estaba hablando con un homosexual.

      El encuentro de poetas sucedía en la ciudad de Guanajuato, en mayo, por lo que la tarde noche era agradable y el ambiente humano era un pacto que dictaba reglas exacerbadas y, quizá, oníricas.

      Apenas había concluido, con unos segundos de sólidos aplausos, la presentación de un poeta tapatío desconocido para ambos hasta antes de su presentación. La poesía y más bien el performance del invitado fueron pie de conversación que podía dar, cuando menos, para media hora de comentarios emocionantes.

      Es imposible, no es un encuentro de poetas sin la presencia de la pócima que, tal vez, había congregado a todos allí: el alcohol. Cecilio y Abel se desprendieron de quienes permanecieron en la plaza con el poeta tapatío, diferenciados la mayoría de los cohibidos jóvenes —el más de ellos, Cecilio— que durante todo el día no había cruzado palabra con otros asistentes más allá de oraciones automáticas.

      Era la segunda ocasión que Abel visitaba Guanajuato, él venía de Veracruz. Durante el camino hacia algún bar que les pareciera agradable, le comentaba a Cecilio, tapatío delgado, de piel oscura —contrario al jarocho—, algunas de las cosas que había vivido en su estancia anterior.

      —Era noviembre, por eso la lluvia estaba tan cabrona —comenzó a reír ante la inspección tímida a su rostro por parte de Cecilio—. Me di en la madre en esta pinche bajada, por eso tengo esta cicatriz.

      Abel abrió su camisa desabotonando tres veces y se levantó la prenda sobrepasando la mitad de la espalda.

      —Aquí me rajé, ¿sí lo ves? —Cecilio sonrió y asintió con la cabeza.

      Ya en un bar, Cecilio soltaba más palabras, suavizaba su timidez el calor de la cerveza. Contó que era la primera vez que salía solo de Guadalajara. ¿Te la pasas encerrado en tu cuarto escribiendo, eres un topo? preguntó Abel, intentando darle otro tono a la charla. Cecilio explicó todo lo contrario. En realidad era un chico que poco tiempo permanecía en casa, no porque le molestara estar allí sino por la atracción que le generaban los grandes templos de su ciudad.

      El tapatío enseñó a Abel decenas de fotografías que mostraban, sobre todo, el Expiatorio de Guadalajara. Aunque la conversación fluía, pocos eran los motivos que Abel encontraba para permanecer con su joven colega. Si bien le parecía atractivo físicamente y no le desagradaba su timidez, ya conocido el diálogo del tapatío, sentía que ese no era el mejor sitio para permanecer en una ciudad que le prometía mayor excitación. Entonces expulsó un bostezo y dijo que iba a regresar a la posada —donde todos los poetas del encuentro se hospedaban— para descansar, con tal de marcharse.

      Cecilio respondió: Cuando comienzo con la cerveza me detengo hasta un punto que después no logro recordar; no puedo evitarlo. Me quedo aquí. Que descanses, nos vemos mañana.

      Abel dudó unos segundos si debería acompañarlo, pero terminó por mantener su decisión. Salió del bar camino a la posada pero en el trayecto se encontró a otro de los jóvenes poetas, quien lo invitó a unirse a la fiesta del encuentro, a una calle de allí.

      Pasado un par de horas, Érika, poeta capitalina, reconoció el rostro de Cecilio, quien permanecía en el mismo bar. Se acercó, ambos tenían ya los tragos en la cabeza, pero el muchacho rozaba el desentendimiento. Con la vergüenza que le restaba por naturaleza, el tapatío confesó no saber quién era aquella luminosa chica, pero en ningún momento se sintió incómodo con su presencia. Su punto en común era el gusto por el rock y de allí se ligó una eufórica plática plagada también de risas, motivada a su vez por la música del bar.

      Llegó el punto en el que, ante la inspección de los sedentarios bebedores, Érika y Cecilio realizaban una danza casi religiosa —al ritmo de Led Zeppelin—, sumergida en la embriaguez, algo decadente. Por momentos se abrazaban y colocaban sus cabezas en el hombro del otro, y luego sin inhibición se besaron en una banca que se encontraba en un rincón del bar.

      Como

Скачать книгу