Si era dicha o dolor. Roberto Ramírez Flores

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Si era dicha o dolor - Roberto Ramírez Flores

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cuenta. Acarició lentamente la parte de la pierna que exponía el jean roto de la chica, echó un vistazo por el largo de ese cuerpo, deteniéndose en el escote de la blusa, como si fuera la ocasión en que conocía la curvatura de unos pechos. Lanzó sus labios hacia allí y los lamió con energía.

      Érika, después de escuchar su propio gemido, también separó a Cecilio y le propuso ir a la posada: su habitación estaba sola.

      Por la mañana Cecilio, resentido por los tragos, despertó en una habitación ya abandonada, en la cama que le correspondía. El tapatío no cuestionó cómo era que había llegado; verdaderamente su memoria había destrozado sus vivencias. Solo tenía en claro que junto con Abel había iniciado la parranda la noche anterior. Buscó la hora: 11:23 a.m. Veintitrés minutos pasados desde el inicio de la primera cátedra a la que debía asistir ese día.

      Recibiendo el agua helada en su cuerpo, rememoraba lo que le era posible. Por alguna razón imaginar la cicatriz dibujada en la espalda de Abel le hacía sonreír. Cuando pasó el jabón por sus genitales, notó que varios hematomas pintaban su pene, pero no percibía ningún dolor. Nunca había presenciado algo similar y se preocupó en demasía.

      Cuando terminaba de ducharse, su teléfono sonó. Era su padre: ¿Cómo va todo? ¿Aprendiendo mucho? Eso es, mi poeta. Quiero ver muchas fotos cuando vuelvas. ¿Cómo vas con el dinero? Hay que cuidarlo. Voy a ver si puedo enviarte un poco más en la tarde, pero no malgastes. Sí, nosotros bien. ¿Ya leíste? No estés nervioso, todo irá bien. ¿Ya conociste alguna muchacha? Ja ja. Cuídate, hijo. Te queremos.

      Cecilio, con todo, casi había olvidado el motivo por el que estaba en Guanajuato: compartir su poesía. Esa misma tarde era su turno. Con la cabeza palpitando, bebió un café en el comedor de la posada. Desayunó aprisa y salió rumbo a la plaza, donde las actividades del encuentro continuaban.

      Nuevamente Abel se acercó al tapatío. A unos metros Érika le sonreía e intentaba sostener las miradas, pero Cecilio, desconcertado, las evadía constantemente. El veracruzano sentía incomodidad, una distinta a la del día anterior, una que más bien ya le era natural. No cruzaban palabra, fingiendo escuchar con atención el discurso del ponente.

      Era la una: cuatro horas antes de la lectura en la que Cecilio participaría. La exposición terminó para alegría de casi todos los presentes, quienes no podían ocultar su cansancio debido a la noche anterior. Abel esbozó una sonrisa dirigida a Cecilio, quien la devolvió con un gesto que parecía querer provocar cierta culpa.

      —¿Sucede algo? —preguntó Abel.

      —Estoy confundido, preocupado, ansioso, no sé… ¿Qué pasó anoche?

      —Supongo que se te pasaron las chelas, más que a mí.

      —Creo que sí.

      Cecilio no preguntó más, un tanto nervioso por lo que pudiera responder Abel. Érika se acercó.

      —Qué onda.

      —Hola —respondieron ambos.

      —Yo soy Abel.

      —Sí, Abel, Abel. Yo soy Érika, un gusto.

      —Un gusto, yo soy Cecilio.

      Érika, extrañada, se despidió.

      —Los veo después.

      —¿Pasa algo, Cecilio?

      —No… digo, sí, pero no sé qué es.

      —Podemos dar una vuelta, si quieres. Sirve que te relajas. Estás nervioso por la lectura, ¿verdad?

      —Un poco.

      —¿Fumas mariguana? Eso nos relajaría.

      Recorrieron el centro de Guanajuato, casi todo el tiempo en silencio, salvo algunos comentarios de Abel referentes a la calidad de la hierba. Cecilio no probó, pues temía volverse demasiado susceptible —todavía más.

      Cuando ya se habían sentado en un café, mientras bebía una cerveza, Abel contó de la fiesta de la noche anterior. Cecilio, a veces concentrado en las palabras que oía, se hacía muchas preguntas; pensaba en Érika —quien le había hecho acelerar el corazón de forma dramática—, en su pene maltrecho, y de manera intermitente le venía la imagen de la cicatriz de Abel.

      El veracruzano, como si fueran las palabras mágicas para atraer la atención del tapatío, comenzó a hablar acerca de un «chico misterioso» que el día pasado había conocido. Decía que le era atractivo, que lo estaba poniendo loco. ¿Hablará de mí?, se cuestionó Cecilio, quien hasta entonces confirmó a consciencia la homosexualidad del pequeño hombre que tanta atención le había brindado.

      —No sabía que eras gay.

      —Ja ja ja, pues sí, lo soy.

      —Por alguna razón no me saco de la cabeza tu cicatriz.

      —¿En serio? ¿Tú tienes alguna? No, ¿verdad?

      Repasó su cuerpo con la mente y después contestó que no, a pesar de recordar los pequeños moretones de su entrepierna.

      —¿Sabes? —continuó Cecilio—, anoche yo también conocí a alguien que me agradó.

      —¿Ah, sí? ¿Hombre o mujer? —preguntó Abel, calmando las palabras que por poco se le salían.

      Cecilio rio.

      —¿Qué más da? Lo que importa es que…

      —Shhh, mejor no digas nada —interrumpió Abel, seguro de que el tapatío estaba refiriéndose al rato que pasaron juntos ellos.

      La conversación cambió el ánimo de ambos. Cecilio se mostraba más abierto. Era un joven al que poco se le habían acercado para cortejarlo, y básicamente él mismo lo había evitado siempre. Abel parecía ahora más interesado en él, intentaba relacionar las experiencias que este le contaba con las suyas y bromeaba con todo lo posible. Cuando pasaron por el Callejón del Beso se miraron riéndose, pero ambos notaron algo en la mirada del otro.

      Casi eran las cuatro. De a poco primero, luego con mayor fuerza, fue creciendo el nervio de Cecilio por su participación en el congreso; ese tipo de situaciones lo llenaba de tensión. Entonces, con enfado por tener que hacerlo, le pidió a Abel que lo dejara un momento: quería prepararse para su lectura.

      Pasaban diez minutos de las cinco. Abel, en la Plaza de San Roque, recorría una línea recta de diez metros y la regresaba mientras consumía un cigarro; esperaba con ansias la presentación de Cecilio y, más que eso, al propio poeta.

      Llegó el momento en el que por la plaza se expandió el nombre: Es turno de Cecilio Ponce. El murmullo llenaba el espacio entre los asistentes; casi todos se preguntaban quién era ese. Abel se apresuró al sitio donde se encontraban los organizadores y mintió, diciendo que Cecilio le había pedido que avisara una complicación que lo entretenía, que esperaba llegar antes de las 6:30, hora en que finalizaba el evento. Así anunciaron por el micrófono y otro poeta subió al pequeño escenario.

      Abel corrió hacia la posada, no muy lejos de allí, pensando que encontraría en su cuarto al tapatío. Al llegar, preguntó en recepción por el número en el que Cecilio se hospedaba. Tocó la puerta encarecidamente.

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