Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza

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Crónica del retorno - Carlos Alberto Martínez Mendoza

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en las obras de Mao. Apoyo los codos en la mesa de cedro, dote de boda de mi hermana Ana, la menor, la díscola, adicta al trabajo y al baile, de risa fácil y dientes finos y blancos. Mi madre lava la ropa con jabón de pino, y no porque sea de pino, sino porque viene en cajas de pino. Esas mismas cajas servirán en los patios del viejo corral de esclavos llamado Guanabacoa, en las goteras de La Habana, como tamboras en las ceremonias de ñáñigos y santería. Con una regla y un lápiz Eagle, de un suave color amarillo canario, subrayo las frases de Sobre la práctica. Es un texto puntilloso, de frases cinceladas en el papel con esmero y buen gusto; cada dos o tres párrafos se vuelve sobre la idea principal y así, en una especie de espiral, se va desenvolviendo, siempre hacia arriba, el pensamiento del joven guerrillero, discípulo del filósofo Mo-Di, del siglo v antes de nuestra era. Me imagino al escritor sentado en un sillón mullido, en una gruta penumbrosa, arrugando el entrecejo y asperjando el humo que se hace volutas sobre su cabeza. Muy cerca, a discreta y respetuosa distancia, sonriente, lo observa y custodia la camarada Chiang-Qing. Me gusta esa pareja, me gusta ese ambiente rústico, esa cueva horadada en el loes, allá en Yenán, primera base de apoyo, primera zona liberada, después de la Gran Marcha de los veinticinco mil li.

      Al principio los jóvenes se reunían en grandes grupos hasta de veinte o más, siempre por las noches, con sigilo, en el patio de Gerardo Ramírez y Juana Herrera, los padres de Payo, Juancho, Gerardo, Manuelito y Néstor… Todos ellos aplicados discípulos del joven Manuel, nuestro Emanuel ya anunciado por Isaías. Después los grupos se fueron reduciendo y multiplicando, en un proceso drástico de compartimentación. Nos fuimos volviendo serios y distantes, con un aire de ausencia, siempre en pos de asuntos de gran monta, y dejamos atrás, bien atrás, aun cuando hiciera parte sustancial e íntima de nuestra manera de ser, el jolgorio, inclusive la risa y la chacota. Había que pensar en todo momento en los héroes caídos, en las persecuciones que habrían de venir, en la tortura, en la desaparición forzada, en el frío de la lluvia en las madrugadas gélidas, en las largas caminatas cerro arriba hasta coronar las cimas o confundirse en la selva espesa, al amparo del silencio, en la sola compañía de la soledad. La guerra pasó a ser el elemento por excelencia, el tema de conversación, de discusión. Todos éramos pichones de guerreros, prospectos del Ejército Popular de Liberación (epl), una de las tres varitas mágicas de que hablaba Mao: primero el partido, segundo el frente patriótico y tercero el ejército del pueblo. Y el pueblo era una entidad inabarcable, ubicua, inasible, como el mismo Jehová del Viejo Testamento. Todo se hacía por el pueblo, todos los desvelos y trajines se proponían complacer a esa misteriosa y enigmática, esfíngica, entidad. El pueblo era infalible. En rigor, nunca supimos si éramos o no parte de ese pueblo elegido, si merecimos de veras pertenecer a él. Porque en cada nuevo amanecer comenzaba la prueba, y la prueba seguía al día siguiente y no había un término al final de los trabajos y los días. En cualquier momento podíamos flaquear y ser indignos del pueblo o simplemente colocarnos contra él. El Yo pecador tomó la forma, en una oscura metamorfosis, de crítica y autocrítica, y los más vivos de entre los vivos se apresuraban a autocriticarse para frustrar las críticas —censuras— de los jefes o los más veteranos. Y cualquiera podía entrar a saco en la intimidad de la persona, porque no había —era impensable e inaceptable— intimidad, vida íntima, interioridad. Se vivía, pese a la prédica de la compartimentación y el sigilo, en una especie de exterioridad: siempre expuestos, exhibidos como en un cambalache, y nuestra alma se podía escrutar, porque todos virtual y realmente éramos escrutadores de almas. Había que estar siempre de ánimo, en buena disposición para servir al pueblo y, para ello, había que inspirarse, noche y día, inclusive durante el sueño, en el médico canadiense Norman Bethune. Asimismo, había que leer siempre “El viejo tonto que removió las montañas”, una leyenda extraída por Mao de El libro de la perfecta vacuidad o Lie-Zi.

      Después de cuarenta años de pesquisas pude hallar en el capítulo “Tang Wen: preguntas de Tang”, parágrafo 3, la leyenda, porque el camarada Mao tuvo la precaución de no señalar la fuente. Por ello sé que las montañas Taixing y Wangwu ocupan una superficie de setecientos li y su altura alcanza los diez mil ren. Puedo decirles que es un li, pero lo de ren se los quedo debiendo. Esas montañas, sigue diciendo el Lie-Zi, se encontraban situadas al sur de Jizhou y al norte de Heyang. En la montaña del norte vivía Yu gong. Tenía cerca de noventa años y su morada tenía enfrente ambas montañas. Estas suponían para él un obstáculo enojoso, pues en sus desplazamientos debía dar un gran rodeo. El anciano Yu gong reunió a sus hijos y nietos, y les propuso remover esas montañas. La mujer, siempre la mujer, con los pies plantados sobre la dura realidad, le dijo que eso era una tontería. El anciano dijo que esas montañas no crecían y que cada piedra que se les sustrajese las reducía inexorablemente. Primero, dijo, comenzarán mis hijos, después los hijos de mis hijos y los hijos de estos… Al ver la terquedad del anciano, el espíritu portador de la serpiente temió que Yu gong consiguiera su propósito y fue con chismes al emperador de Jade. Pero este, conmovido, ordenó a los hijos de Kua E que transportaran sobre sus espaldas las dos montañas, una al este de Shuo y la otra al sur de Yong, y cada montaña es custodiada por una serpiente. Desde ese día no hay montes que obstaculicen el camino entre el sur de Ji y la ribera del río Han. Téngase en cuenta que el ideograma yu tolera la traducción al castellano de “tonto”.

      Naturalmente, no era preciso saber estas cosas para entender el texto de Mao. La perseverancia era una de las virtudes del revolucionario. No había que desesperar: tarde o temprano, iluminados por la leyenda del anciano Yu gong, terminaríamos por desmontar al emperador, que cada cuatro años, para el caso colombiano, cambiaba de nombre sin perder su esencia. Porque había una esencia, una naturaleza permanente: los malos eran siempre malos, pues esa era su naturaleza, y los buenos, buenos. Como en los cuentos infantiles, ningún malo al principio podía devenir en bueno al final. Se alimentaba un pensamiento maniqueo, de simples antinomias inamovibles, a pesar de las constantes lecturas de las cuatro tesis filosóficas, después ampliadas a cinco. La primera y la segunda tesis ya se encuentran en el final del primer tomo de las obras escogidas de Mao: “Sobre la práctica” y “Sobre la contradicción”. Pero eso de la identidad de los contrarios, de que lo bueno tiene en sí algo de malo y al revés, nunca pudo aceptarse, porque esto podría comprometer el odio de clase y dar al traste con la lucha de clases misma, razón de ser de nuestro mezquino paso por este mundo. El odio de clase era el estado de ánimo ideal, motor de la lucha contra toda forma de explotación económica, opresión política y dominación ideológica. Porque, bien se ve, éramos explotados, oprimidos y dominados por una clase que compendiaba todo lo malo habido y por haber.

      Ricos, magnates, grandes empresarios, inclusive grandes terratenientes o ganaderos, megacomerciantes, en el pueblo no los había. Pero cualquiera que tuviera unas cuantas hectáreas de tierra para ganadería que nunca fue extensiva o laborable, lista para ser arrendada, nos venía bien como “enemigo de clase”. Había sí, cómo no, godos y visigodos y ostrogodos, sin que a las derechas pudiéramos establecer los matices y los grados. Había reaccionarios, y reaccionario podía ser el indiferente o burlón que se encogía de hombros ante los argumentos de los cofrades. Solo había un comunista del viejo partido, pero alguna vez le tocó algo de la lotería y se olvidó no solo de hacer regaderas de latón, que era su oficio, sino de las ideas comunistas. Por ello, alguien, claramente ofendido, escribió con alquitrán en una blanca pared del barrio Loma del Viento: “Un pueblo con hambre no compra lotería, ¡se organiza y lucha!”. La revolución era la solución para todos los males; significaba, ni más ni menos, no una revolución, sino poner arriba lo que estaba abajo y abajo lo que estaba arriba: un giro de ciento ochenta grados. Se soñaba con que algún día la tortilla se volviera y que los de abajo comieran pan y los de arriba mierda. Había que limpiar el camino de abrojos; tumbar la maleza y hacer una gran pila y meterle fuego; después la ceniza cumpliría su labor de abonar y, sobre ese campo, se podía roturar y sembrar. Y así se hacía en los primeros días de mayo, cuando llegaban las lluvias: para esos días debían estar listas las plántulas de tabaco, que habían germinado sobre las eras abonadas con caca de hormiga. Y era bueno y bello trasplantar las plantitas al terreno donde habrían de crecer y dar hojas que desde siempre se clasificaron en tres categorías: jamiche, capote y capa. La capa se cotizaba tres o cuatro veces por encima del capote y este, tres o cuatro veces por encima del jamiche. Cuando el corredor de

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