Crónica del retorno. Carlos Alberto Martínez Mendoza

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Crónica del retorno - Carlos Alberto Martínez Mendoza

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sin ínfulas ni siquiera de capote. Las pesas romanas, llamadas simplemente romanas, estaban mal calibradas y siempre declaraban un peso por debajo del real, y de esta manera se estafaba por partida doble al agricultor.

      De esos jóvenes que llegaron de Barranquilla, que ya no era la Arenosa limpia, conservo los rasgos, los ademanes, la seriedad y las palabras de Manuelito Estrada, hijo de don Manuel Estrada, quien, de niño —era su decir— había sido testigo de la matanza de trabajadores bananeros en la plaza de Ciénaga, donde ahora se yergue el monumento que esculpiera Arenas Betancourt. Muchas veces estuve en esa plaza, porque era estación del ferrocarril que recorría los pueblos de Zona Bananera. En esos vagones de ventanas herrumbrosas, olorosos a leche recién ordeñada, a pomarrosas maduras, a guineo paso, a marañón, mamey, níspero y horchata de ajonjolí, transcurrió parte de mi infancia y de mi adolescencia. Pero volvamos a Manuelito: el joven, siempre inquieto e inconforme, dio giros y giros, estudió Sociología en la Universidad del Atlántico, su trabajo de grado fue laureado, descolló como dirigente nacional estudiantil y finalmente se enroló en las filas de las Farc-EP. Desde siempre fue intransigente, como su padre, inflexible, de una sola pieza como suele decirse, pero no comulgaba con ruedas de molino, y quiso ser como era, y fue como fue, y terminó fusilado —“ajusticiado”, dijeron esos oscuros jueces de la “justicia revolucionaria”— y su cuerpo yace bajo las raíces de algún arrayán del Catatumbo.

      El Partido, como el pueblo, siempre fue una realidad metafísica. Cuando estábamos a punto de alcanzarla, siquiera tocarla con la yema de los dedos, se esfumaba, se disolvía en la niebla. Realidad ficticia, si la hay, inasible, desconcertante. Había miembros del Partido y estos eran seres casi intangibles, en el orden de los ectoplasmas. Llegaban y se iban tal cual habían llegado, sin saber quiénes eran, qué pensaban, porque se limitaban a repetir las analectas de Mao, a anatematizar al enemigo de clase, a señalar algunos nombres de seres obtusos, traidores, agentes de la cia, blandengues, mamertos, traficantes de la miseria, que hacían gárgaras con el marxismo-leninismo. Los camaradas (nosotros, los recién llegados, éramos simplemente “compañeros”) eran profetas irascibles, siempre en plan de camorra verbal, algunos ceñudos y sañudos, de escasas palabras, elusivos como el humo y la sombra, y siempre en la penumbra, en el claroscuro; llegaban de noche y se iban a la madrugada, de manera que sus rasgos siempre fueron equívocos. El yo de cada uno se fundía en un yo colectivo, pero era obsceno hablar en primera persona; solo se admitía el “nosotros”, falsamente identitario; se hacía ver por todos los medios que se era un instrumento de la lucha, una mera extensión de la organización. Solo esta tenía realidad incontestable, pertinencia y sentido. Para que nuestras vidas baldías, de simples animalitos enajenados, tuviera algún sentido, había que pertenecer al Partido, trabajar por el Partido, sacrificarse por el Partido, vivir y morir por el Partido. El Partido era la quintaesencia del pueblo, su cerebro y su alma, la parte consciente, la “vanguardia esclarecida”, cuyos miembros estaban tramados y urdidos por hilos de acero. Y el Partido crecía a medida que se hacía más pequeño, porque se depuraba —al decir de Lassalle— de los elementos oportunistas. “El partido se fortalece depurándose”, sentenciaba el alemán.

      Toda forma de organización era una forma de lucha; había, pues, que organizar, convertir en organismo, en sistema, a esa masa dispersa, ignorante, sin conciencia de su grandeza. Había que separar a los jóvenes de su entorno, eliminar sus apetencias bajas, sus prejuicios, sus resabios “pequeñoburgueses”. Había que acerarlos por dentro y por fuera, entrar a saco en su interioridad, conculcar su alma. Nadie podía pensar por sí mismo, nadie era claro ni clarividente: solo el Partido tenía la razón. Y el Partido estaba reificado y deificado, siempre colocado un poco más allá del más esclarecido de los esclarecidos. Porque la sabiduría y la omnisciencia solo eran posibles en el Partido; fuera del Partido, de ese partido fundado en las postrimerías de 1964 por Pedro Vásquez Rendón, Pedro León Arboleda, Francisco Garnica y otros tantos, él tenía la verdad, sabía qué necesitaba Colombia y qué camino practicar para llegar al reino de la “gran comunidad”, a la sociedad ideal, en donde nos despojaríamos de nuestra mísera condición humana. Se trataba de un salto cualitativo, que ya se lograba en miniatura, como anticipo, una vez se ingresaba al Partido. El triunfo era posible y, si era posible, era real porque, según Hegel, todo lo real era racional, es decir, tenía razón de ser, aunque no fuese fáctico ni tangible en el momento. Por ello se hablaba de las clases caducas. El Partido era la esencia del proletariado y este, según Eugène Pottier (1816-1887), comunero autor de la letra de La internacional, era el guía infalible: “Tenemos que ser los obreros / los que guiemos el tren”. Y esto se cantaba en las veredas, en las casas campesinas, en los caneyes, con los brazos en alto, con el machete reluciente en la mano derecha, aún manchado de clorofila. Colombia vivía, de conformidad con los nuevos comunistas del nuevo partido maoísta, “una situación insurreccional incipiente”. Se declaraba, citando a Mao, que una chispa podía incendiar toda la pradera. Y había que empuñar las armas, porque en últimas “el poder nacía del fusil”. Se vivía una guerra sin cuartel y el pueblo estaba maduro para enrolarse en masa al Ejército Popular de Liberación. En cada mano, un fusil; en cada corazón, una trinchera. El lenguaje guerrerista se impuso y todos emulaban sanamente en esa guerra locuaz que solo era real en la imaginación. Porque en rigor no había un ejército, ni un frente, ni un partido, ni unas zonas liberadas, sino grupos dispersos en la abigarrada geografía de un país virtualmente desconocido.

      Los muchachos del pueblo y, sin duda, de todos los municipios y corregimientos de los Montes de María habíamos aprendido a enamorar repitiendo los textos de las canciones de Leonardo Favio, Leo Dan, Sandro de América, Palito Ortega, Piero, Rafael, Los Ángeles Negros, Enrique Guzmán, César Costa, Vicky Leandros, Julio Iglesias, Nino Bravo, Roberto Carlos, José Luis Rodríguez, el Puma, Paloma San Basilio, José José, Nicola Di Bari. Aprendimos escuchando y glosando a los juglares vallenatos, a los cantores de la sabana de Sucre, a los Corraleros de Majagual, a Alfredo Gutiérrez con su colección de Ojos verdes, Ojos negros, Ojos indios, Ojos gachos y su Paloma guarumera y La cañaguatera, y don Calixto Ochoa con Los sabanales y Diana, y Leandro Díaz con su Matilde Lina, y Juancho Polo Valencia con su Alicia adorada; también los más viejos o los de a caballo entre dos generaciones de lugareños, con la Sonora Matancera, Daniel Santos el Inquieto Anacobero, y Leo Marini, y Gardel, y Los Panchos, y Roberto Ledesma, y Armando Manzaneros, y Jorge Negrete, y Libertad Lamarque, y Antonio Aguilar, y Demetrio González, y Cuco Sánchez, y Pedro Infante, y Javier Solís; las películas de ranchos y rancheros, de pistolones y guitarrones, y los cómicos mexicanos como Viruta y Capulina, Resortes, Mantequilla, Tin-Tan, Cantinflas, y el severo Santo —el Enmascarado de Plata—, y “grabé en la penca de un maguey tu nombre”, y “ay, Chabela, Chabela, Chabela”, y “tú y las nubes me traen muy loco, / tú y las nubes me van a matar; / yo pa’rriba volteo muy poco / tú pa’bajo no sabes mirar”, y “aquellos ojitos verdes / con quién se andarán paseando”, y La maestranza de Toño Fernández: “Una vieja me dio un beso que me supo a cucaracha, / qué vieja tan atrevida, donde había tantas muchachas”, y los porros de Lucho Bermúdez y el merecumbé de Pacho Galán, con butifarra y ron blanco, ron Tres Esquinas y ñeque destilado en los alambiques de las veredas. En las dos salas de cine de mi infancia y primera adolescencia, Santa Isabel y San Roque, solo había lugar para las obras mexicanas y una que otra hollywoodense, que nunca eran tan apetecidas porque traían subtítulos, de las habladas en ese español de charro y mariachi que evocaban las gestas de Villa y Zapata y nos hablaban de un mundo rústico del segundo día de la creación.

      ¿Qué hacer, me preguntaba, con todo ese conocimiento rizomático, adquirido rizomáticamente, de que hablaba por esos mismos años un rizomático filósofo francés a sus rizomáticos alumnos y amigos de la Universidad de París? ¿A dónde echar, en qué costal, esa gama variadísima de saberes inconscientemente logrados en el día a día, en los eternos partidos de fútbol y de béisbol; en las horas dedicadas a bracear y bucear en la Bajera o en Cantarrana; en las excursiones por los montes y a la vera de los arroyos en busca de iguanas; en las cesáreas a que las sometíamos —cirujanos empíricos pero hábiles—, para cobrarles sus sartas de huevos; en las cacerías de pájaros, su adiestramiento, los cuidados amorosos, el júbilo del primer canto; en las lecturas de los cómics, llamados “paquitos”; en

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