La Biblia en la era audiovisual. Pablo López Raso

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La Biblia en la era audiovisual - Pablo López Raso Digital

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«[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gen 3:14-19).

      A diferencia de otro tipo de relatos (histórico, científico, gnómico, etc.), el Génesis articula el fenómeno en un tiempo y un espacio dispares de los de la historia y la geografía definidas de modo crítico. Así, cuando la Biblia cuenta el exilio de Adán y Eva, en ningún momento precisa el tiempo de la expulsión. ¿Cuándo comen ambos del fruto prohibido? La precisión «día sexto» (Gen 1:31) es retórica; este cómputo remite a un momento impreciso, al menos para la mente humana: en el principio, en la creación de los cielos y la tierra. Simple y llanamente, no hay parangón entre el tiempo del relato y el tiempo de la caída. Otro tanto cabe decir de la localización: solo sabemos que Dios colocó al hombre en «un jardín en Edén, al oriente» (Gen 2:8); ausencia absoluta de coordenadas. Esta ausencia de restricción de tiempo y espacio se extiende a la especie: afecta a toda la humanidad globalmente considerada.

      Tampoco nos ubican más las coordenadas relativas al pecado de Caín: tras el asesinato de Abel, «se estableció en el país de Nod, al oriente del Edén» (Gen 4:16), lugar altamente simbólico, pues Nod (Nâd) significa ‘errante’. Steinbeck replica esta simbología en Al este del Edén (1952): Salinas Walley y las primeras décadas del siglo xx designan, en última instancia, la facultad humana de elegir el bien sobre el mal, como resume la palabra hebrea timshel, que concluye la novela.9

      La razón de esta ausencia de referentes mínimos, según nuestra historia y geografía críticas, radica en la dimensión mítica del relato. Aquí, más que en otro lugar, se observa la diferencia con la dimensión estrictamente religiosa. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está arraigado en su prehistoria teológica, y esta prehistoria se da como revelada; es decir, imposible de inducción ni deducción, tanto a partir del genio analítico como del genio poético.10 Sin embargo —y en este punto convergen de nuevo religión, literatura y mito—, existe una singular concordancia entre la revelación y la experiencia individual en orden al fundamento constitutivo de la existencia humana: en circunstancias mentales sanas, cualquier ser humano se percata (por su experiencia existencial, y no por epiqueya) de su condición de criatura caída.

      Ricœur ve en el episodio bíblico de la primera caída una ilustración analógica de la alienación humana: sin espacio ni tiempo determinados, «la alienación suscita una historia fantástica, el exilio del Edén, que, como historia ocurrida in illo tempore, es un mito» explicativo de una realidad.11 El relato mítico de la caída humana es un símbolo del desencuentro del hombre consigo mismo y con Dios. El relato del primer pecado y de la consiguiente expulsión articula personajes, lugares, tiempos y episodios tan simbólicos como reales, aunque no precisos y constatables, como los anunciados por los meteorólogos de televisión.

      Es de sobra conocida la propuesta estructural de Lévi-Strauss a propósito de la distinción saussureana entre lengua (propia del tiempo reversible) y habla (propia del tiempo irreversible). Aplicada a la temporalidad del acontecimiento mítico, sostiene el antropólogo, permite descubrir una estructura permanente referida simultáneamente al pasado, al presente y al futuro; una estructura no solo histórica y ahistórica (relativa al habla y a la lengua), sino perteneciente a un tercer nivel temporal que combina ambos y presenta, de manera simultánea, «el carácter propio de un objeto absoluto» (Lévi-Strauss, 1973, p. 240).

      Ciertamente, esta teoría estructuralista y existencialista no puede desentrañar el sentido último de los mentados pasajes bíblicos; su método solo permite la plasmación de combinaciones de elementos míticos fundamentales o, cuando más, el escéptico preludio de una búsqueda infructuosa: «Si los mitos tienen un sentido…».12 No obstante esta imposibilidad, la teoría del antropólogo arroja una luz sobre la temporalidad del relato mítico. La narración de ese objeto absoluto —tercer nivel del mito respecto a la lengua y al habla, a los respectivos tiempos reversible e irreversible— evoca un tiempo absoluto. La razón científica que abomina del lugar vacío (privado de materia) es la misma que abomina del tiempo incondicionado (privado de movimiento). Tan importante es resaltar que el relato mítico incluye un lugar y un tiempo imposibles de circunscribir (el sexto día, al oriente del Edén) como asentar que el tiempo del acontecimiento mítico es absoluto. No remite a un pasado, a un presente o a un futuro relativos, sino a una cosmogonía o a una escatología absolutas, incondicionadas e independientes de nuestras coordenadas limitadas; es decir, a un illo tempore que implica un curioso nunc: un semper que explica, en sentido mítico, la esencia última del ser humano.

      LA REGENERACIÓN DEL MUNDO

      El último relato hebraico que veremos aquí versa sobre la regeneración del mundo. Mediante una afirmación categórica («El fin del mundo ya ha tenido lugar»), uno de los grandes historiadores de las religiones refleja con acierto el mundo imaginario de los pueblos primitivos, para quienes el nacimiento y la muerte universales son incesantes (Eliade, 1963, p. 74).13 Esas sociedades no conciben el transcurso de la vida y las épocas de manera autónoma, ligado a un tiempo profano, continuo, como el nuestro, sino regulado según un modelo transhistórico por una serie de arquetipos que dan todo su valor metafísico a la existencia humana.14 Desde esta perspectiva presocrática, todo término ad quem es solo aparente, como lo es cualquier valor que se quiera dar a los objetos del mundo exterior: todos dependen fundamentalmente de su participación en una realidad trascendente. Una piedra vulgar puede, en virtud de su forma simbólica o de su origen (celeste o marino), adquirir un carácter sagrado (un aerolito, una perla). Otro tanto cabe decir de los actos humanos. La nutrición o el matrimonio no son meras operaciones fisiológicas, sino que reproducen un acto primordial, repiten un ejemplo mítico: la comunión con la naturaleza o con otro ser humano. Hablando en propiedad, «el hombre arcaico no conoce ningún acto que no haya sido previamente hecho y vivido por otro, otro que no era un hombre»;15 es decir, por alguien con el que establece una comunión transhistórica y, en cierto modo, sagrada.

      Tomemos el caso del diluvio. Todos los cataclismos cósmicos cuentan la destrucción del mundo y la aniquilación de la especie humana, salvo unos pocos supervivientes: fin de una humanidad y aparición de otra. Tras esta escatología, una tierra virgen surge, símbolo de una cosmogonía, que conduce a otra escatología, y así sucesivamente. Este conocimiento del transcurrir universal se perdería sin una representación: los rituales del nuevo año en la civilización semita establecen libaciones que simbolizan la venida de la lluvia vivificadora y, sobre todo, la recreación del mundo. Pero cuidemos de no limitarnos a una interpretación material. Estas ceremonias sobrepasan con creces un sentido meramente físico; simbolizan otro metafísico y cósmico: el diluvio significa el fin de un mundo marcado por el mal, la victoria sobre el enemigo marino —encarnación del caos— y el surgimiento de un nuevo mundo.16 La lección es patente: el diluvio realza la omnipotencia divina y la debilidad humana.

      Qué duda cabe, el relato bíblico del diluvio contiene aspectos desemejantes respecto a otros relatos orientales y precolombinos. No solamente en las derivadas morales (en el relato del Génesis, el hombre acepta la prohibición divina del asesinato),17 sino también en las representaciones imaginarias del tiempo. La versión judía solo es cíclica en apariencia; en realidad, propone un desarrollo diacrónico. Al salir del arca, Noé construye un altar y ofrece un sacrificio a Yavé. Apenas Dios aspira el aroma de los holocaustos, dice en su corazón: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre» (Gen 8:21). A la bendición de Noé y sus hijos, a la prohibición de alimentarse con sangre de animales y derramar sangre humana, sucede la Alianza entre Dios y Noé, sellada mediante el arcoíris, símbolo y señal de que «no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne» (Gen 9:15). El nuevo mundo, ahora reorganizado, parece destinado a perdurar.

      La razón de estas diferencias con otras versiones diluvianas estriba en el carácter monoteísta de la religión judía y, consiguientemente, en una de sus

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