La Biblia en la era audiovisual. Pablo López Raso

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La Biblia en la era audiovisual - Pablo López Raso Digital

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ejemplo, Caín y Abel, es la historia mítica de un desencuentro primordial entre hermanos o tribus o clanes familiares: «Yahvéh miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro» (Gn 4:4b-5); se anticipa el tema de la bendición y el de la mirada-rostro. Y, si observamos atentamente el juego de simetrías con el lenguaje: «Miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación» (Gn 4:4-5), veremos que se extiende hasta Oseas (2:2): «Ella no es mi mujer ni yo soy su marido». Este juego lingüístico de simetrías nos está introduciendo en la reciprocidad mimética de toda relación fraternal. Con una mirada atenta descubriremos que en la Biblia hay giros y oposiciones de este tipo por doquier.

      A Caín y Abel se los presenta como agricultor y pastor respectivamente, dos formas de vida social. En esta pugna, rivalidad simétrica hasta en el seno materno, que nos relata la tradición popular yavista, el término oblación se repite salvaguardando la especularidad hasta con el lenguaje, y es porque parece asumir como una cuestión de hecho probado que todo orden humano exige un sacrificio sangriento. La muerte de Abel inaugura un nuevo orden social; de hecho, se dice que Caín funda una ciudad en la tierra de Nod y es el antepasado epónimo de los quenitas. Sus descendientes dicen de él ser el fundador de la vida urbana: ganaderos, músicos, herreros, mujeres de vida alegre. La vida sedentaria que caracteriza a la descendencia de Caín fomenta el progreso material, el vicio y el alejamiento de Dios. Ser fundador de una ciudad no es un dato baladí del relato. Como en todos los grandes mitos fundacionales (Rómulo y Remo es el ejemplo más conocido, pero los hay por doquier), la ciudad aparece como resultado de un crimen entre gemelos, que, a la luz del pensamiento girardiano, resulta ser introductor de la diferenciación y, por tanto, de una jerarquía ordenada que facilita la convivencia pacífica momentánea y que da origen a los ritos y las fiestas conmemorativas. A la ciudad, Caín no la llama Roma, sino Enoc, como su hijo, que en hebreo significa dedicación, sin duda para relacionarlo con el ceremonial religioso —fiesta de la dedicación o patronal— que servía para fundar una ciudad. Pero es significativo que su condenación resida en vivir errante huyendo de su go’el ‘vengador de la sangre’. La sangre de la víctima inocente clama al cielo venganza; por eso se solía cubrir con tierra, como esperando ahogar su grito mudo ante el Dios que todo lo ve.2 La misma tierra que recibe esa sangre lo perseguirá y será su maldición. El homicida reconoce su crimen: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla» (el TM dice «mi culpa» —awon— y también los LXX, pero la palabra hebrea puede tener también el sentido de castigo por la culpa, lo cual encaja mejor con el pavor que siente). El castigo divino es el eco de la reciprocidad en el hombre. Este mide a Dios con criterios antropomórficos, pensando que su justicia consiste en tomar represalias, vengarse, castigar a los culpables. Por eso, llega a desear la muerte por el primero que llegue y quiere huir hacia la estepa, donde no hay protección familiar alguna (porque es costumbre del clan vengar la sangre derramada de sus víctimas). Pero Dios no quiere que la venganza se ejerza ciegamente, por eso lo estigmatiza con la señal de tau (T),3 que, según san Jerónimo, es «el temblor de su cuerpo y la agitación de su mente», pero lo que verdaderamente importa es que Dios no quiere que esa venganza se desate, se exaspere y se haga exponencial, sin control, y desaparezca el género humano. Esa cadena interminable de crímenes que corre el riesgo de desatarse viene anunciada por la fiereza del descendiente de Caín, Lámek, que amenaza con multiplicar los crímenes por siete, de manera perfecta —es decir, definitiva—, por una causa trivial: se confiesa capaz de matar a un joven por un cardenal o un simple rasguño (Biblia de Jerusalén y BAC, respectivamente), paradigma de la inocencia y del mimetismo más puro, por un quítame allá esas pajas, una mala mirada, un insulto, un gesto insignificante para un tercero espectador, tal vez arbitrario, pero no para los que se encuentran inmersos en el contagio mimético lleno de contenido. Lámek y su tribu, además, son tenidos por los cultivadores de la industria y de la producción material, inventores, forjadores del hierro y creadores de instrumentos de guerra. Su hijo, Tubalcaín (tal vez se trate del mismo Caín), en una especie de anacronismo, se muestra feroz y pronuncia la primera loa a la espada que se conoce en la escritura, restos de algún canto ritual:

      Por una herida mataré a un hombre

      y a un joven por un rasguño.

      Si Caín sería vengado siete veces,

      Lámek lo será setenta y siete (Gn 4:17-24).4

      Dios se encargará de hacer justicia. Parte de ella es que el hombre no pueda andar a gusto y satisfecho después de cometer un crimen. Por eso, esa historia es la antesala de lo que anuncia la necesidad de reconciliación que ilustra Jacob. Tal vez incluso sea este pasaje el que inspire a Jesús a proponer una mímesis contraria a la que desencadena la violencia vengativa cuando propone la perfección eminente de la venganza siete veces, significada en el perdón ya neotestamentario (setenta veces siete), que anuncia una reconciliación infinita: 7777777… hasta setenta.

      Es también de destacar que el sustituto de Abel se llame Set, de Sath ‘ha puesto’, ‘ha dado’. Y de Set nace Enós, que significa ‘el hombre, varón’, nombre que va ligado a la erección de un altar solemne para realizar sacrificios rituales.5 Un signo de que el efecto de la muerte de Abel quiere ser ritualizado por la repetición del sacrificio en un altar para obtener los mismos efectos que el crimen fraticida: fundar el orden social nuevo, la ciudad, aunque sea de un modo espurio y efímero.

      Los dos órdenes alimentarios neolíticos, las dos ciudades eternas rivales, los dos hermanos gemelos no son un dato simplemente literario; el hagiógrafo yavista quiere decir algo con su insistencia.

      Isaac también es preferido a Ismael (Gn 21:9); Raquel a Lía (Gn 29:16-30). Raquel-Lía: la primera significa en hebreo ‘oveja’, que se calla; Lía la de ojos llorosos, la cansada, la agobiada, la triste. A Raquel le toca morir antológicamente (sacrificarse) para que su hermana sea la primera en casarse (tal vez porque, como primogénita de la familia de Labán, le tocaría casarse con Esaú, Jacob paga su pecado teniendo que arrostrar el destino). También en los hijos de estas y en toda la Escritura6 se aprecia el mismo esquema.

      El problema, desde Caín, no es la envidia, o la propia primogenitura, ni siquiera la irreflexión. Si lo que Dios quiere son corderos, podía haber cambiado cientos de lechugas por uno de ellos y haber hecho así un sacrificio agradable. El texto encierra un tema algo menos simple de lo que a primera vista la mente cómoda o mítica quisiera ver, o lo que a los antropólogos materialistas les gusta ver: está anticipando el sacrifico manso de Isaac y todos los sacrificios y su sentido hasta que sean revelados de la méconnaissance7 de una vez por todas en el único cordero manso definitivo, el Abel definitivo, el Isaac ejemplar, el Enos —el hombre—, en el último sacrificio que todavía podía estar regido por esa ignorancia nada inocente. Caín, como Barrabás, está ejemplificando el amor a la violencia, al egoísmo, al amor a sí mismo, a la necesidad de conservar su patrimonio conseguido con el duro esfuerzo de labrar la tierra; se deja llevar por el contagio mimético, por la exigente justicia humana retributiva. No ha entrado en la dinámica del don gratuito. Como Barrabás, cree en el poder equilibrador de la violencia.

      Jacob se disfraza con una piel de cordero para engañar a Isaac y aparecer como el velloso de su hermano. Pero no es un simple gesto lírico: Jacob será ese cordero manso cuando vuelva de Jarán y se prosterne ante su hermano, lo mismo que había experimentado su padre en el monte Moria, con las manos atadas —como dice el Talmud—, entonando un aquedah ‘átame’ (Tárgum Neofiti de Gn 22) que le impidiera resistirse al sacrificio.

      Desde los hijos de las mujeres que se disputan al niño vivo ante Salomón (Girard, 1978), que tienen todas las características de la gemelitud sin ser gemelos, hasta la rivalidad de los hijos de Zebedeo con los demás discípulos, pasando por los hermanos que reclaman a Jesús la herencia, convirtiéndolo en juez de una justicia distributiva, o la parábola del hijo pródigo,

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