La Biblia en la era audiovisual. Pablo López Raso

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La Biblia en la era audiovisual - Pablo López Raso Digital

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frente al sacrificio violento como única salida, vengativo, reivindicador, justiciero, la mansedumbre, el sacrificio que inaugura Isaac alegóricamente y que realiza el Mesías voluntariamente. Como dice el cardenal Scola en su análisis de la era poscristiana que estamos inaugurando, solo el «evento pascual puede detener el ciclo interminable de la violencia». Solo seguir las huellas, el testimonio supremo de un martirio aceptado que, aunque no esté en nuestra voluntad, sino en la gracia, la posibilidad de hacerlo es la única posibilidad de escapar de este ciclo infernal. «El abandono definitivo de la lógica de la violencia que el evento pascual trae consigo también es la principal contribución que podemos ofrecer hoy, como cristianos» (Scola, 2018, p. 83).

      No existe reconciliación en Caín. Abel no puede perdonar desde la muerte. Es YHWH el que lo representa y ejerce el perdón en nombre de la sangre de Abel concediéndole la protección, en lugar de la venganza, pero el género humano queda marcado para siempre por la violencia fraticida: «La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gn 4:10). Hay una esperanza, señala el cardenal Angelo Scola (2018, p. 82): «En este pasaje la palabra “sangre” está en plural (literalmente habría que traducir “la voz de las sangres de tu hermano grita a mi desde el suelo”), este detalle ofrecerá a la tradición exegética judía el punto de partida para afirmar que “cualquiera que destruye una vida humana es como si destruyes el mundo y, viceversa, quien salva una vida es como si salvase un mundo entero”». En este sentido, la tradición rabínica comenta que el final de la historia de los hijos de Adán es algo que compete a Dios, que parece reservarse la solución del drama humano iniciado en el pecado original y continuado en la interminable rivalidad entre hermanos de la que Caín y Abel son el paradigma.

      JACOB Y ESAÚ

      La historia de estos dos hermanos es calcada a la de Eteocles y Polinice y a la de tantos otros, pero, por encima de los matices diferenciadores dentro de la semejanza, la narración va pasando a primer plano una serie de diferencias fundamentales que convierten al relato en algo único y singular en la historia de las relaciones entre hermanos. En este relato veremos que la reconciliación es fundamental.

      En Génesis 32:23-ss., nos hallamos ante un texto intrigante, cuando no misterioso, en el que un hombre tiene un encuentro místico con lo absolutamente Otro.

      Jacob se llamaba el personaje que da protagonismo a esta historia. Hijo de Isaac y padre de José, patriarca de cuyo nombre procede Israel, nos habla de la importancia de este personaje enigmático.

      Desde el primer momento, la historia se centra en la rivalidad entre dos hermanos, que además son gemelos. Tal como se relata en el pasaje de Génesis 25:19-27, la vida de Jacob cuelga inseparable de la de su hermano Esaú:

      Isaac suplicó a Yahveh a favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «Siendo así, ¿para qué vivir?» y se fue a consultar a Yahveh. Yahveh le dijo:

      «Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el hermano mayor servirá al pequeño». Cumpliéronse los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob» (Gn 25:21-26a).

      El primer dato que llama la atención es que los dos son fruto de una matriz estéril —punto de partida que está datado abundantemente en las mujeres importantes en la Biblia—8 que experimenta una acción sobrenatural: de ella brotan dos gemelos-mellizos que, desde ese seno, están abocados al conflicto. Lo que en un principio se presenta como un regalo, don divino, cuyo énfasis remarca que la vida es un regalo gratuito, inapropiable por parte del hombre, es inmediatamente fuente de un conflicto mimético: la envidia, la búsqueda de la propia identidad, irreconciliable con la presencia del otro. Ya en el vientre de su madre entran en competencia, pelean y se incordian mutuamente, recíprocamente, y la madre, previendo que va a ser una eterna fuente de rivalidad conflictiva, percibe el futuro como una maldición, por lo que confiesa que no merece la pena vivir y consulta a YHWH. La simetría es total, con la pequeña diferencia de que uno es el segundo en nacer, es el hermano del otro. Como cuando a un niño lo definen al presentarlo como «el hermano de otro», Jacob ya sabe que su identidad dependerá siempre de la de su hermano, el primero en ver la luz. Es por esto por lo que ya antes de salir del útero se agarra al primogénito por el talón y no lo quiere dejar salir para adelantarse a él: pertenece al ser del Otro tenerlo como doble de uno mismo.

      Ya desde el primer capítulo del Génesis, Adán9 y Eva nos son presentados realmente como dos adanes o dos seres iguales: el uno sale del otro. Dios los crea uno detrás de otro, y los crea vis a vis, cara a cara, uno frente al otro, uno como reflejo de la imagen del otro, y ambos entonces reflejo de la imagen del que los ha creado. Hasta las palabras hebreas unidas forman la palabra YHWH.

      En propia etimología de Jacob se encuentra velado este secreto con un juego de fonemas, como aqev ‘talón, calcañar’, que deriva del verbo aqav ‘talonear, suplantar’, y Ya-aqov ‘suplantador, zancadilleador, prevaricador, mentiroso’: «¿Quizá porque se llama Jacob me ha suplantado dos veces?», dice Esaú en Génesis 27:36. Algo que para nosotros puede no significar nada, para un semita tiene mucha importancia, porque el nombre representa una sustancia, una realidad esencial unida a ese nombre de forma inextricable como a la propia naturaleza de la persona que lo sustenta. Además, este calificativo perdura en la traducción profética que lleva a Jeremías a expresar la corrupción moral de Israel con la expresión «kal-ach.aqov ya.qov», que podría traducirse con una perífrasis verbal como «es esencial a la naturaleza del hermano engañar, jacobear» y que perdurará como imagen de lo negativo en Isaías 43:27. Como signo de lo importante que fue para la autopercepción de Israel, se puede ver Sal 41:10, 49:6; Os 12, 3-4, y Jn 1:47, donde hasta Jesús recurre a este significado refiriéndose a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño»; frase en la que israelita nos recuerda enfáticamente el nuevo nombre que recibirá Jacob después de la lucha que sostiene con ese ser misterioso en el vado de Yaboc.

      EL CHIVO EXPIATORIO COMO CLAVE HERMENÉUTICA DE LAS RELACIONES FRATERNALES

      El principio de esta teoría reside en la constatación de la triangularidad del deseo humano. Nuestro deseo no es espontáneo, ni directo, ni guiado por el objeto, sino de carácter triangular, sugerido por el modelo, con el cual no se puede dejar de entrar en conflicto. Después se descubre que, si el deseo siempre nos aboca al conflicto, a la rivalidad con aquellos que nos enseñan qué desear, la manera como conseguimos la paz o la reconciliación con nuestros deseos enfrentados es la expulsión, la búsqueda de una unanimidad colectiva contra una víctima. Podemos ver asesinatos fundacionales del orden social en todas las mitologías del planeta y observar el proceso con pelos y señales, porque todas dejan rastros de sangre inconfundibles. Un grupo humano entra en conflicto y hay una amenaza de caos total.

      Misteriosamente, ocurre un movimiento espontáneo que une a todos contra alguna persona fácil de convertir en víctima, que no puede tomar venganza. A aquella persona se la sacrifica, e inmediata y milagrosamente se restaura la paz, por el momento. El grupo no puede darse cuenta de que es su propia violencia unánime la que le ha traído la paz, porque esto sería reconocer intuitivamente la inocencia de la víctima y que la forma de elegirla ha sido absolutamente arbitraria, además de reconocer que son todos unos asesinos. De modo que se atribuye la paz mágica a la víctima, a la que previamente se culpó del caos y de todos los problemas que su presencia causaba. Una vez expulsada, se le otorga el mérito de haber traído la paz.

      La conclusión que saca esa comunidad es que esa víctima tiene algo de divina y se la sacraliza en su ambigüedad: primero, genera el desorden, transgrede todos los tabúes y normas culturales, y luego

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