La Biblia en la era audiovisual. Pablo López Raso

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La Biblia en la era audiovisual - Pablo López Raso Digital

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      Hay que dar tres pasos para establecer la paz: en primer lugar, prohibir todos los comportamientos que llevaron al conflicto grupal (prohibición de todas las conductas imitativas que puedan llevar al enfrentamiento); después, repetir la expulsión original que trajo la reconciliación momentánea mediante un rito —imitación controlada de la violencia histórica original—, que termina con el sacrificio de alguna víctima, en un principio humana, luego animal, luego con cualquier representación festiva o deportiva, y, por último, el relato mediante mitos y leyendas que cuentan la historia de cómo el pueblo fue visitado por los dioses, fundados como grupo, contado desde la perspectiva de los perseguidores.

      Todo este sistema de producir y sostener los significados de las cosas mediante ritos y mitos por todo el planeta depende de un solo elemento indispensable: la ceguera de parte de los participantes con respecto a lo que verdaderamente están haciendo al matar a la víctima; es decir, creer en la culpa de la víctima. Este elemento sostiene toda la cultura humana. Si no fuera así, no habría forma de resolver el conflicto humano y las sociedades se destruirían.

      ¿Cómo desvelar la mentira en la que se basa toda cultura humana? Solamente alguien con una perspectiva diferente, que venga al grupo y le señale su ceguera, puede hacerlo. En nuestra historia humana solo una visión contracorriente se empeña en mantener, genuinamente, la inocencia de la víctima: la Revelación judeocristiana.

      Comparemos la historia de Rómulo y Remo (fundación de Roma) con la de Caín y Abel (fundación bíblica de la humanidad). Aquellos dos hermanos gemelos luchan por quién será el fundador de Roma en una competición que determine quién será el primero en ver una señal del cielo. Vio Remo unos pájaros, y Rómulo muchos más; continuó la pelea y uno murió a manos a del otro. A Remo se le atribuyó la culpa de impiedad hacia los dioses, y por eso Rómulo quedó justificado.

      En el Génesis, vemos que también existe ese tipo de hermanos y que la historia se repite. La cultura surge del asesinato. Pero luego, aun teniendo la misma estructura, hay una diferencia trascendental en la interpretación. Dios le dice a Caín: «¿Dónde está tu hermano? Su sangre me clama desde el suelo» (Gn 4:9-10). Es decir, el asesinato no es más que un sórdido crimen, injustificable, y Dios se pone del lado de la víctima, y no ayuda a mitificar el autoengaño de Caín.

      La Biblia no se diferencia de otros relatos mitológicos más que en lo esencial: el proceso de descubrimiento de la víctima y la subversión de la historia, que hasta ahora siempre había sido contada por los perseguidores. Esta es la esencia de la Revelación.

      Es verdad que el judaísmo nunca termina de desvelar la inocencia de la víctima —aunque haya grandes y maravillosas anticipaciones— y comulga, por momentos, con un Dios guerrero; es decir, sometido a la percepción ciega de la violencia como solución del conflicto humano.

      El Nuevo Testamento presenta exactamente el mismo esquema: tiempo de crisis, intento de salvar la situación por la expulsión unánime de la víctima y linchamiento legitimado de la víctima, pero todo ello narrado desde la óptica inversa. Se dice explícitamente que la víctima es inocente, que fue la envidia mimética la que desencadenó el mecanismo, que se cumplió la profecía de que sería odiada sin causa y que sería contada entre los transgresores sin razón. Pero, a diferencia de otras víctimas, su linchamiento no consigue producir los antiguos efectos, como esperaban sus verdugos, con su magnífico lema: «Conviene que un solo hombre muera por todos y no que toda la nación perezca» (Jn 11:50). Es más, ni siquiera la víctima fue sacralizada por los perseguidores, como sucede universalmente. En este caso la víctima defiende su inocencia y, sin ambigüedades, predice el mecanismo social por el que sería llevada al matadero, desvelando la mentira primordial en la que creen todas las comunidades homicidas de que sus chivos expiatorios son culpables y que, por tanto, merecen la muerte.

      Las historias de Isaac, Jacob, José, Job o la del Siervo de YHWH (Is 53) son anticipaciones fidelísimas de este corolario evangélico.

      En todas ellas descubrimos cómo la Biblia descorre el velo de ignorancia que oculta la violencia que funda todos los órdenes sociales humanos y cómo ese proceso tiene que ver con la conversión de las víctimas potenciales en personas. Las sociedades primitivas no les dan rostro a las víctimas que sacrifican para poder perpetuarlas en los ritos, que se repiten periódicamente con distintas figuras buscando conseguir los efectos catárticos que produjeron la primera vez. Los mitos relatan lo que los ritos celebran y reproducen, aquello que en la historia debió de suceder desde la fundación del mundo. Esas víctimas de recambio que trajeron la paz por la sangre de los sacrificios son desposeídas por la Biblia de sus virtudes catárticas, catalizadoras de la violencia originaria: tienen rostro, son personas, inocentes. Son víctimas elegidas arbitrariamente por la loca propensión de los seres humanos a creer que su violencia es legítima y que es ella la que trae la paz, la partera de una sociedad sin violencia. No pueden tener rostro porque, en el rostro, el sacrificador reconoce los rasgos de la fraternidad, y eso le denuncia que lo que está haciendo es un crimen, la inauguración de una violencia sin fin que no le respetará ni a él mismo si lo sacrificado es de su misma condición.

      BIBLIOGRAFÍA

      Alison, J. (1999). El retorno de Abel. Barcelona: Herder.

      Girard, R. (1983). La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama.

      — (1987). Los misterios de nuestro mundo. Salamanca: Sígueme.

      Jiménez, E. (2010). «Abot de Rabi Natan», XXXI, 1. En Le ali della Torah. Commenti rabbinici al Decalogo. Nápoles: Chirico.

      Kluckhohn, C. (1960). «Recurrent Themes in Myth and Mythmaking». En Myth and Mythmaking. Nueva York: Henry A. Murray.

      Marion, J-L. (1986). Prolegómenos a la caridad. Madrid: Caparrós.

      Pérez, D. (2014). Caín, Abel y la sangre de los justos; Gn 4,1-16 y su recepción en la iglesia primitiva. Pamplona: Eunsa.

      Scola, A. (2018). ¿Postcristianismo? Madrid: Encuentro.

      1 Cástor y Pólux, Helena y Clitemnestra (griegos); Hunahpú e Ixbalenqué o Hunab (mayas); Iyaticú y Nautsiti y Quetzalcoatl y Xolot (aztecas); Ioskena y Tawiskarón (navajos); Ares y Eris; Asvins o Mellizos Divinos en los vedas; Purusha y Prajapati; Balder y Hodur (escandinavos); León ‘Ngo y Kalumba (africanos), etc. La lista es interminable.

      2 Job 16, 18; Is 26, 21; Ex 24, 7-8.

      3 Emiliano Jiménez (2010) comenta que este pasaje es citado positivamente en el Corán 5:32. Como una prescripción divina revelada a los hijos de Israel, la imposición de la tau (Gn 4:15) es un intento de «frenar el ciclo infernal de la venganza», como nos dice Girard.

      4 Citamos la traducción de la BAC porque respeta mejor la rima y la estructura de estribillo que la de la Biblia de Jerusalén. Es sin duda un trozo lírico, compuesto según la métrica hebraica: un tríptico en el que los miembros de cada verso están en paralelismo sinónimo. Es un canto a la guerra, a la fuerza bruta que expresa el conocimiento humano sobre la virtud de crecimiento exponencial de la violencia una vez desatada.

      5 Gn 12:9, 13:4, 26, 25, 33:20.

      6 1 Sm 16:12; 1 R 2:15.

      7 Girard entiende por méconnaissance esa forma del pensamiento humano que tiende a ocultarse a sí mismo lo que le escandaliza reconocer: el origen criminal de toda cultura humana. Sé, pero no quiero hacerme el entendido.

      8 La tradición judía recalca que los tres patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob) y las cuatro madres de Israel

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