La suerte dobló la esquina. Germán Cáceres

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La suerte dobló la esquina - Germán Cáceres Serie Negra

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ha salido del encierro y despliega todas sus artes de hombre de guerra. Solo uno de los matones sobrevive. Diane pretende seguirlo, pero Frank la detiene. “Mejor así, que le cuente a su jefe con quiénes se ha metido”, le dice, antes de abrazarla y besarla apasionadamente. En ese momento sale Henry Norman de la casa, y los mira en silencio. Frank se separa del abrazo y presenta a la bella pelirroja:

      —Padre, ella es Diane, mi socia –dice, y sonríe.

      Esa noche hay una cena para los tres, y luego un romántico paseo de los socios por el campo desierto.

      —Te fuiste sin despedirte –le reclama Diane, pero Frank se encoge de hombros.

      —No podía hacer otra cosa –es su respuesta.

      Diane lo mira a los ojos. Parece algo turbada, pero se deja llevar por el romanticismo del momento y permite que Frank vuelva a besarla.

      A la mañana siguiente, luego del desayuno, Diane anuncia que debe partir.

      —Ya he cumplido con mi misión –dice, y Frank se la queda mirando, sorprendido.

      Salen de la casa rumbo al auto que ha alquilado Diane. Frank pretende besarla, pero ella lo detiene.

      —Ya no –dice, mirándolo a los ojos–. Te fuiste sin autorización, y el señor X me dio la orden de liquidarte.

      El exmarine sonríe. X, está claro, no sabe que ella es mucho más que su socia. Sin embargo, algo en la expresión de Diane le congela la sonrisa.

      —Me gustabas más con barba –le dice ella, y le hace una última caricia en la mejilla–. Lo lamento, Frank, somos profesionales –agrega luego–. Lo primero es el trabajo.

      Frank comienza a transpirar. La mira, y siente que un leve temblor le sacude los hombros.

      —Una pastilla en tu café, socio –le dice Diane. Parece a punto de llorar, pero se repone–. Lo siento mucho.

      La bella pelirroja sube al auto y arranca antes de que Frank pueda reaccionar. Y no mira hacia atrás cuando su exsocio, agarrándose la garganta, cae al suelo polvoriento de Colorado.

      Mirisini

      Jorge Accame

      NICANOR

      Llegué a Arsénico antes de la madrugada. Ya hacía varias horas que perseguía a Mirisini.

      Lo había conocido en un sueño: mi mujer y yo nos habíamos mudado a la nueva casa de campo pocos días atrás y esa mañana encontramos, enfrente de nuestro lote, una camioneta azul con dos tipos adentro. Uno me pareció conocido; pero no logré distinguir claramente su rostro.

      El chofer era terrible: alto, corpulento, usaba bigotes, oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años; en fin, no era eso lo importante, sino que de él irradiaba una fuerza horrible y homicida. La mañana estaba hermosa como pocas y la sola presencia de aquel fenómeno era suficiente para convertir los suaves charcos de sol en ambiente de pesadilla. Por un momento, me aterroricé pensando que serían los propietarios de ese terreno y que los tendríamos como vecinos en un futuro relativamente cercano. Luego me tranquilicé: parecían viajeros.

      Salimos. Mi mujer cerró la puerta con llave. Al aproximarnos a ellos, los miré para estudiar sus intenciones de contestar un saludo.

      —Buen día –me arriesgué.

      El acompañante respondió más o menos educadamente, el otro hizo un gesto sin odio –cosa que me extrañó– y más bien con indiferencia. No entiendo por qué no nos aborreció en ese momento como seguramente sabría hacerlo. Daba la sensación de que cuando desataba sus sentimientos (sus únicos sentimientos podrían ser de odio, y no se necesitaría mucho para que los manifestara), era tan natural como un volcán o una fiera.

      Hice el camino hacia la parada del colectivo, temeroso, igual que un perro que ha reconocido al jefe de la jauría. Mi mujer algo presintió y yo me avergoncé. No me consoló el argumento racional de que las jerarquías menores hacen pareja en todas las especies. Me consideré indigno de ella, porque sabía que frente al horror que acababa de conocer no podría defenderla ni dos minutos. Aquel monstruo me arrojaría a varios metros con la sola mirada y yo, paralizado, me dejaría golpear como un chico.

      Pero qué digo monstruo. Ojalá lo hubiera sido. Habría hecho que me sintiera más tranquilo. Lo trágico consistía en su humanidad.

      Si frente a mi mujer me humillaba, con mi hijo recuperaba algo de mi fuerza. No de valor, pero sí de practicidad. Para salvar de aquel salvaje a mi chiquito era capaz, al menos, de correr con él en brazos. Tal vez estaba tan seguro de eso porque intuía que ese hombre jamás se interesaría en dañarlo.

      Como fuera, este pensamiento me ayudó a serenarme y pude hablar con Milena de algunas vaguedades, hasta que llegó el colectivo y lo tomé.

      Al regresar aquella noche, la camioneta y sus dos ocupantes habían desaparecido. Milena me contó que se habían marchado hacia mediodía.

      —¿Hubo algún problema?

      Respondió que no, sin embargo, detecté una de sus expresiones más sombrías.

      —¿Pero nada o algo, por poco que sea?

      Entendí. Los visitantes habían ocasionado problemas, pero de los que no pueden ser relatados a causa de su inexistencia física. Una mirada no es un cuerpo, no hace brotar sangre como un cuchillazo; pero puede ser un problema y hasta un delito. Y aunque nadie va a la cárcel por mirar, la mirada es el indicio que tenemos para saber si una persona vive en el Infierno.

      Di vueltas durante toda la noche, sin sueño. Tomé agua en la cocina, fui al baño, me hice un café e intenté leer un poco. Al fin, acabé en la habitación de mi hijo. Me quedé contemplándolo en medio de la penumbra. Así sobre la cama, destapado y casi desnudo, parecía un gusano de tierra, pálido, concentrado, blando.

      Las luces que se filtraban por la persiana desde la calle producían un resplandor en torno a su silueta y conferían algo sagrado a la escena. Tuve la impresión de que en aquel momento no importaba que entrara el hombre que me había inquietado el día anterior; aunque abriera la puerta, haciéndola rebotar contra la pared, igual que un huracán con cuerpo humano, mis colmillos brillarían y yo me convertiría en un lobo furioso. Esto me dio un poco de coraje y casi me entusiasmó. Luego pensé, ¿qué podía hacer un lobo contra un huracán? ¿Era en realidad más fuerte yo, al contemplar a mi hijo? ¿Podría oponer algo más que valor al demonio o sería revoleado como un gato recién nacido en la primera batalla?

      Otra vez desalentado, bajé la cabeza.

      Antes de que se perdieran las imágenes, forcé la vista para que aparecieran lentamente unas letras. Solo por un segundo leí: Mirisini. Era el nombre del fenómeno.

      Cuando desperté a la mañana siguiente, los datos del sueño no coincidían exactamente con los de la realidad. Yo estaba casado, pero no con Milena sino con una tal Silvia. Tenía hijos y también nietos. Lo más importante de todo: no conocía a Mirisini. Jamás lo había visto ni había escuchado su absurdo nombre. Tampoco vivía en el campo; era dueño de un quinto piso en pleno centro de la ciudad y, a juzgar por lo que veía, no estaba en mala posición.

      Molesto a causa del sueño, deseaba despejarme pero al mismo tiempo

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