La suerte dobló la esquina. Germán Cáceres
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—Ya me visto para ir a trabajar. Haceme el café.
Escuché una risa y a los pocos segundos ella vino hasta mí. Era muy hermosa. No la recordaba así. Había una gran diferencia de edad entre nosotros y me asusté. Pensé que después de enviudar no debí haberme casado otra vez y menos con alguien tan joven. Me miré instintivamente la panza y traté de meterla para adentro.
—¿Adónde vas a ir a trabajar? ¿No te habías jubilado hace dos meses?
Dije que sí –aunque no habría podido asegurarlo– y le di un beso. Entré a ducharme por escapar de ella, mientras me repetía el nombre del tipo del sueño: Mirisini. ¿Qué era eso? ¿Un apellido? ¿Tendría significado en alguna jerga onírica? Probé darlo vuelta: sinimiri. Cambiarle las vocales: marasana, sanamara, meresene, senemere. No le encontraba ningún sentido.
Ya había leído que soñar con una banana podía querer decir no más que haber soñado con una banana. Era inexacto adjudicar a la banana simbolismos ulteriores.
Acaso Mirisini no fuera más que eso: una sucesión arbitraria de sonidos asociada a la figura horrible que ya he descripto.
Intenté recomponer mi vida del quinto piso: llamé a Silvia para que me alcanzara una toalla.
Se me aclararon ya algunas cosas. El teléfono se hallaba en la cocina, mis camisas eran marca Molly y estaban guardadas en el primer cajón de la cómoda. Percibía anticipadamente el perfume conocido de la toalla que me traería Silvia.
Estos recuerdos me hicieron sentir bien. Estaba estableciéndome otra vez en mi casa. Un poco más y todo retornaría a la normalidad. Silvia abrió la puerta del baño y con una sonrisa me dio la toalla.
Entre el vapor y las gotas que golpeaban mi cuerpo, le agradecí y respiré el perfume esperado. No quise darme cuenta enseguida: el olor no era el mismo. Silvia vio la expresión de mi cara y me preguntó si me pasaba algo malo. Le respondí que no, que me dejara solo por un rato. En cuanto cerró la puerta aspiré de nuevo, pegando mi nariz a la toalla. No tenía ya ninguna duda. El aroma imaginado minutos antes no era el de las toallas de mi quinto piso, sino el de las que –¿me?– alcanzaba Milena en el baño de la casa de campo. El baño que tenía una ventanita, a través de la cual se veía perfectamente el lote vecino donde se había estacionado, en mi sueño, la camioneta de Mirisini.
Había reflexionado durante todo el día posterior al sueño acerca de su relación con mi vida real.
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