La Moneda De Washington. Maria Acosta

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La Moneda De Washington - Maria Acosta

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que vivía sola y no deseaba que nadie viviese con ella. Era una especie de ermitaña. Eso no significaba que no se relacionase con la gente. De vez en cuando salía y volvía a casa con algún hombre o mujer que había conocido en un pub del centro de la ciudad, pero no le gustaba tener gente extraña en casa, que revolviesen en sus cosas y que intentasen controlarla.

      Teresa dejó de trabajar en el libro, miró el reloj y se dio cuenta de que ya habían pasado cuarenta minutos desde que se había ido Ricardo y que todavía no sabía nada de él. ¿Tan difícil era dejar un maldito escritorio? Estaba a punto de llamarlo cuando le pareció escuchar que la puerta del garaje se abría. A los cinco minutos Ricardo estaba entrando por la puerta de la tienda, visiblemente nervioso.

      – ¿Se puede saber dónde te habías metido? –preguntó Teresa.

      –No lo vas a creer.

      – ¿No le ocurriría algo al mueble? ¿No habrás tenido un accidente con el vehículo nuevo? –continuó diciendo mientras se levantaba de la silla y cogía una cazadora vaquera que tenía justo en el respaldo.

      –Nada de eso. Pero también pienso que no es nada bueno lo que he visto.

      –¡Déjate de mandangas y dime ya lo que te pasa! –gritó ella empezando a perder los nervios.

      –Vi a Klauss-Hassan.

      – ¿Cómo dices?

      –Digo que vi a Klauss-Hassan. Está en una tienda de artesanía que hay cerca de la casa donde me mandaste.

      – ¿Estás seguro? –siguió preguntando la hermana mientras comenzaba a salir de su taller –Pude que te hayas confundido.

      –Ya sé que pasaron unos cuantos años pero te juro que era él. ¿Qué vamos a hacer?

      – ¿A qué te refieres? A lo mejor no es él. Puede que sea alguien que se le parece mucho –respondió Teresa intentando tranquilizar a su hermano –¿Qué iba a hacer en Coruña? Además, incluso aunque fuese verdad, a nosotros nos da lo mismo lo que haga o deje de hacer mientras no nos afecte.

      – ¿Y si nos está buscando para vengarse? –preguntó Ricardo más nervioso que al principio.

      – ¡Tienes unas ideas! ¿Después de tantos años? Tranquilízate, hombre. Venga, olvídalo. Quédate hasta la hora de cerrar, yo tengo que irme. Adiós –dijo mientras salía de la tienda y dejaba al pobre Ricardo con sus manías, sentado detrás del mostrador. Ya hablaría con él por la tarde. De todas formas, si le quedaba tiempo después de visitar al nuevo cliente intentaría pasar por el sitio para comprobar si Ricardo tenía razón o no.

      Ricardo no se había equivocado. Klauss-Hassan, el espía turco que tanto trabajo les había dado en la aventura de Las Sombras, estaba viviendo en Coruña desde hacía poco más de dos años. Aunque con unas cuantas arrugas de más su apariencia era la misma que hacía quince años: alto, con el cabello negro y la piel morena clara. Después de conseguir huir de la vigilancia de los chavales y de los ingleses y llegar hasta la casa de su amigo y cómplice Francesco dalla Vitta, se quedó allí unos días recuperándose y volvió a las montañas de Turquía con su familia. Allí siguió entrenando a los jóvenes turcos en la lucha cuerpo a cuerpo y al poco tiempo se casó con una muchacha de la zona, con la que había tenido cinco hijos y dos hijas. Con cuarenta y cinco años conservaba toda su fuerza, puede que se hubiera vuelto un poco más astuto y el matrimonio lo había hecho un poco más prudente pero seguía teniendo una inmensa influencia dentro de su organización. Ahora estaba en la ciudad organizando una nueva misión, con tranquilidad, con mucha más prudencia que cuando era más joven. Había llegado con toda su familia y gracias al dinero de la organización había montado una tienda de artesanía turca en una calle del centro de la ciudad, un poco distante del follón de las más comerciales. Su hijo mayor, Omar, de catorce años, le ayudaba con la tienda después del colegio, parecía mayor debido a su altura y su constitución fuerte, heredada de su padre. Ni siquiera su mujer sabía cuál era su auténtico trabajo, sus hijos pensaban que era un simple comerciante, trabajador y amante de su familia.

      Se había adaptado muy bien a su nueva vida en un país tan alejado del suyo y ahora estaba viviendo una etapa muy apacible. Puede que demasiado apacible y sabía que esto no iba a durar mucho. Desde su tienda, mientras estaba atendiendo a un cliente, le pareció ver, en una furgoneta que había parado enfrente de la puerta, esperando a que alguien pasara el paso de peatones que había un poco más adelante para continuar, a uno de los muchachos que tanto trabajo le habían dado la otra vez. Desde luego ya no era un chaval, calculaba que debía andar por los treinta y pocos, pero sí que era uno de ellos, en eso no tenía ninguna duda. Vio como él se quedaba mirando la tienda pero no estaba seguro de si lo había visto o no, ni tampoco si lo había reconocido. Esperaba que no. No podía tener tan mala suerte, encontrarse otra vez con esos parvos2 cuando justo ahora iba a llevar a cabo, a lo mejor, la última misión de su vida y deseaba comenzar de nuevo junto con su familia una nueva vida sin más sobresaltos, peleas ni problemas.

      Después de que hubo marchado el cliente llegó nueva mercancía a la tienda y en ese momento Klauss-Hassan estaba ordenándola en el almacén que había al fondo del local. Ya llevaba más de dos horas con este trabajo y no pudo darse cuenta de que alguien había entrado en la tienda a echar una ojeada y que esa persona era Teresa García Olavide, una de las chavalas que había conocido años atrás, que había hecho caso a su hermano sobre las sospechas acerca de la estancia del espía turco en Coruña. Pero Teresa no lo vio a él sino a su hijo, que tanto se le parecía, y enseguida, pensando que su hermano se había confundido, salió sin más del local.

      Estaba a punto de acabar de colocar la mercancía en los estantes cuando Klauss-Hassan se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde. Tenía que irse enseguida al aeropuerto de Coruña para ir a recoger a su mejor amigo François Corouges-Maland. Hacía muchos años que no lo veía y que sólo se había relacionado con él por carta, pero ahora lo necesitaba otra vez, sólo esperaba que la edad lo hubiese tranquilizado un poco. Dejó a su hijo, que ese día no tenía colegio a causa de unas obras urgentes que estaban haciendo y que durarían una semana, a cargo de la tienda, cogió el viejo Land Rover que tenía aparcado en un garaje cerca del paso de cebra, y se fue a todo meter al aeropuerto. A ver si esta vez no metía la pata como en la historia de Las Sombras.

      Mientras iba en busca de su viejo amigo, Klauss-Hassan se puso a recordar todo lo que le había contado su compañero sobre su vida todos estos años. Se fue de Venecia, había sido desenmascarado y tuvo que marcharse de la ciudad como alma que lleva el diablo. Había vuelto a Canadá, a Toronto, y durante un tiempo estuvo intentando introducirse en cualquiera de las logias masónicas del país, incluso en la Freemasonry, la más antigua de Canadá, a la que sólo se puede acceder por la invitación de dos de sus miembros. Intentaba, de esta manera, conseguir cierta influencia política y, a lo mejor, utilizar a sus miembros para todavía crecer más económicamente gracias a las relaciones que conseguiría, pero no lo consiguió; nadie se fiaba de él. Viendo que por ahí no iba a obtener nada, había vuelto a Venecia a vivir en su palacio, intentando llevar una vida tranquila hasta que de nuevo lo había llaqmó su viejo amigo para que le echase una mano. Klauss-Hassan, cuando sus superiores en la organización le propusieron que volviese a utilizalo, al principio se negó, no quería volver a trabajar con François, pero ellos insistieron y no pudo hacer otra cosa que acatar las órdenes que le habían dado. Pero no pensaba que fuese una buena idea. Esperaba, por el bien de todos, que estuviese equivocado y que François Corouges-Maland, o Francesco dalla Vitta como le gustaba que le llamasen, no metiese la pata esta vez.

      Aún tuvo que esperar casi veinte minutos en el aeropuerto a que aterrizase el avión que traía a su amigo, pero cuando por fin llegó casi no lo reconocía. Estaba muy cambiado: había engordado mucho, el cabello

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