La Moneda De Washington. Maria Acosta
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Luís estaba perplejo. Bajaron del coche, salieron del garaje y Sofía cerró la puerta pulsando el botón verde del chisme que había cogido con anterioridad. Enseguida cruzaron el camino y fueron hasta la construcción que se encontraba enfrente. Casi del mismo tamaño pero un poco más alta, tenía, de la misma manera que la otra, una tabla encima de su puerta que ponía: Coge aquí tu vehículo. Sofía no utilizó ningún chisme electrónico para abrirla sino que levantó un palo que había atravesado en la puerta que, esta vez, eran un poco más ancha que la puerta del garaje.
En este lugar no había luz eléctrica, unas ventanas estrechas casi en el límite del techo dejaban pasar la luz del exterior y unos faroles colgados de una cuerda en la misma entrada, para que quien lo desease los cogiese, eran toda la iluminación que había. Sofía esperó un poco a que Luís se acostumbrase a aquella penumbra y cuando su amigo lo hizo descubrió, como suponía, su cara de asombro.
–¡Es una cuadra!
–Exacto. Aquí tenemos caballos, mulas, asnos y vehículos de ruedas por tracción animal. Sólo de esta manera se puede entrar en el pueblo, o caminando. Está prohibido cualquier otro vehículo. Ven aquí –dijo Sofía mientras cogía uno de los faroles y lo encendía pulsando un botón que había en su base y se ponía a caminar hacia la derecha de la puerta de entrada de las cuadras. –Aquí tenemos alforjas. Cuando vienes de la ciudad de la compra, coges una de ellas, se la pones a uno de los asnos encima y cargas la alforja con lo que sea; si las cosas son muy grandes, coges uno de esos carros y un caballo o una mula. ¿Qué te parece?
–¡Esa increíble! ¿Nunca tuvisteis problemas?
–Jamás. Mi casa no queda lejos. ¿Quieres que cojamos algun animal o prefieres ir andando?
–Creo que caminando –respondió Luís –hace tanto que no monto a caballo que no sé si me acordaría de cómo se hace.
–Vamos.
Sofía apagó el farol, lo dejó colgando junto con los otros, cerró la puerta con el madero y entraron en el pueblo. Tuvieron que caminar todavía unos treinta metros antes de ver la primera vivienda. Todas eran casas de piedra, con las ventanas nuevas y cada una de ellas tenía un pequeño espacio verde detrás: algunos lo utilizaban como huerto, otros preferían comprar todo eso en la tienda que había al final de la calle, casi enfrente de la guardería, y en ese espacio tenían muebles de jardín o juguetes para los niños. El pueblo consistía en unas veinte casas distribuidas de manera irregular a ambos lados de la carretera, y alguna más apartada hacia las leiras, que estaban en la parte derecha del pueblo, en cuanto se entraba en él. En la parte derecha, al final de la carretera, estaba la guardería, y siguiendo el camino, un poco apartada, a la izquierda, una ermita del siglo XIII, restaurada recientemente por sus habitantes. Justo a su lado, una construcción nueva, hecha de granito, albergaba el local comunitario, que era también donde estaba el club de cine.
Los bares, uno de ellos enfrente de la tienda de comestibles y al lado de la guardería y el otro casi al principio del pueblo, eran muy acogedores, con una gran barra de madera muy pulida y, en lugar del huerto, con un sitio preparado en la parte de atrás para sentarse en el verano a tomar las consumiciones mientras se gozaba del paisaje de las leiras bien cuidaddas y de un hermoso monte al fondo. El pueblo estaba rodeado por una fraga7 , llena de caminos rurales y corredoiras8 por donde se podía pasear o hacer rutas a caballo. O Moucho era el último pueblo del monte y tenía un montón de terreno comunitario por donde estaba prohibida la circulación de coches, incluso, en un alarde de cooperación, los guardabosques también iban en mula o a caballo para vigilar el monte. A Luís le pareció increíble que un lugar así pudiese existir a tan pocos kilómetros de Arteixo. Realmente era asombroso.
–¿Te gusta? –preguntó Sofía.
–Mucho. ¿La gente puede venir a visitaros?
–Claro, siempre que se cumplan las normas básicas de funcionamiento, todos son bienvenidos. De hecho, estamos pensando construir un pequeño hotel, de acuerdo con el entorno, por supuesto, para la gente que desee pasar con nosotros una temporada o unos días. En mi cassa tengo en estos momentos un par de huéspedes. Vamos.
Se pusieron de nuevo a caminar hacia el principio del pueblo, la casa de Sofía era la primera a la izquierda según se entraba en O Moucho. De piedra, como todas, tenía una planta baja y otro bajo techo. Se entraba en ella por una puerta de madera muy típica, de estas que están partidas por la mitad a lo ancho. A la derecha del pequeño vestíbulo estaba la cocina con todos los adelantos modernos y además una lareira9 , enfrente de ella estaba el salón, decorado de manera rústica con muebles de castaño y con un equipo de televisión moderno y no demasiado grande. A continuación del salón, justo al lado del arranque de la escalera, estaba la biblioteca y, más allá, el dormitorio de Sofía. Por la otra parte, atravesando el pasillo, estaba el taller de restauración de muebles que estaba comunicado con el almacén, donde Sofía amontonaba los muebles ya arreglados y los que esperaban su turno, por medio de una puerta corredera y, enfrente de ella, otra puerta que daba a la parte de atrás de la casa, donde había un jardín con flores y manzanos, nogales, almendros, limoneros y un par de robles bien grandes, debajo de los cuales había un par de mesas de piedra.
De repente empezó a sonar una música muy bella que provenía del piso superior.
–¿De dónde viene esa música? –preguntó Luís que no había visto en ninguna de las habitaciones nada que pudiese producirla.
–En la parte de arriba, debajo del tejado, hay más habitaciones, y en este momento tengo dos personas invitadas. ¿Quieres verlas?
–No sé. ¿No les molestaremos? –respondió él, no muy convencido de desear ver gente nueva, y más si no la concocía.
–Yo pienso que no. Ven.
Subieron por la escalera de madera, que tenía una barandilla del mismo material, hasta llegar al desván que estaba dividido en habitaciones de la misma manera que el piso bajo. Fueron directamente a la estancia que se encontraba en medio, en la parte derecha de la escalera, Sofía llamó a la puerta, la música bajó de volumen y Luís pudo escuchar unos pasos que se acercaban, cuando la puerta se abrió Luís dejó escapar un grito de alegría.
–¡Carla! ¡Jorge! ¡No me lo puedo creer! –exclamó al mismo tiempo que se acercaba a sus viejos amigos y les daba un abrazo, emocionado. –¡Mira que eres argalleira10 ! ¡No decirme nada!
–Deseaba ver cómo reaccionabas al verlos –respondió Sofía. –Además, yo quería decírtelo pero ellos, cuando llamaste el otro día, estaban delante cuando respondí a la llamada, me hicieron señas para que callase.
–¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo os ha ido en la vida? –preguntó Luís mientras entraba en la habitación y se sentaba entre Carla y Jorge, en un enorme sofá que había a la derecha de la puerta.
–Una visita a Sofía. De vez en cuando nos juntamos aquí o en mi casa, en Venecia –respondió Carla que se había dejado crecer su cabello rubio y ahora llevaba dos trenzas.
Luís se quedó por un momento mirando a su amiga: siempre le habían gustado sus ojos verdes con aquellas largas y espesas pestañas. En ese momento vestía un pantalón corto de color azul oscuro, que dejaba ver unas largas y fuertes piernas morenas, y unas sandalias.
–¿Sigues