Speaking Like An Immigrant. Mariana Romo-Carmona

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Speaking Like An Immigrant - Mariana Romo-Carmona

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sentado con mis padres; mamá siempre sabe qué decir. Yo no, yo no sé ni qué pensar, ni si debo dormirme o quedarme despierta, solo quiero que llore el muchacho delgado que no ha dormido en cuatro noches.

      La señora llevaba el pelo largo en un moño, y mamá la tenía apoyada en sus brazos para que respirara mejor. A veces creo que le decía algo, aunque con el ruido del camión, no se oía mucho. Nuestros pensamientos parecían ser lo único que se oía con el ruido del camión. Todavía siento esa vibración del vehículo viajando sólo por la pampa oscura por kilómetros y kilómetros de vuelta a la ciudad. A veces el milico joven nos contaba una historia y el gringo que manejaba se reía con una risa ancha; pero éste no era yanqui, era holandés, aunque igual tenía acento y pelo rubio. El milico hablaba de su novia que tenía ojos pardos, y la señora sonreía aunque estaba enferma. Mamá me dijo que cantara un rato y yo canté “Niña en tus trenzas de noche”, la canción favorita de mamá porque se trataba de una campesina chilena del sur, donde todo es verde. En el desierto, se ve amarillo al mediodía y rojizo al atardecer, con facciones indistinguibles bajo la luna y la niebla.

      A mi me gusta el desierto porque me siento ligera; a los niños de once o doce años no les afecta la altura , pero a mi madre le da puna y se siente mal. Mis padres y otros artistas y poetas quieren organizar una feria de arte en la región para el fin de 1964, por eso acompaño a mi madre a invitar a la gente a que traiga sus artesanías a la exposición de la feria en Calama. Una vez cuando fuimos al desierto, pasamos por la falda de la montaña por un pueblo llamado Caspana, donde el camino era tan estrecho que apenas cabía el jeep, y mamá me contó cómo los Indios de Caspana habían construido ese camino de piedra con sus propias manos. Claro que como yo estaba mirando el lado de la montaña, donde el camino parecía como cortado con un cuchillo, se me ocurrió preguntar qué sucedía si venia otro vehiculo saliendo del pueblo — ¿tenemos que retroceder? Nadie contestó, pero mamá dijo, ay, niñita.

      Llegamos a Caspana a conversar con el profesor de la escuela; él nos convido a tomar desayuno, y me acuerdo de lo bueno que estuvo ese desayuno mientrastanto trato de dormir y no se oye nada más que la ausencia de sollozos que deberían oírse. Pensé en el desayuno, en la montaña florida y con hielo al mismo tiempo, en la piscina de piedra de Toconao en que no pude nadar y me dio tanta pena, pero de nuevo el camión en la pampa oscura y la señora en brazos de mamá mientras yo cantaba … “Niña en tus trenzas de noche, ay, luceros de rocío, traes la risa mojada cantando al borde del río.”

      En Caspana el río pasaba al lado de la montaña por una quebrada muy honda que me dejó emocionada porque nunca había visto una quebrada. Salí a jugar con los niños del profesor y cuando les dije que en el sur había visto cataratas, ellos se rieron de mi, dos muchachitos menores que yo. Nos pusimos a saltar por las rocas y a escalar las paredes de la quebrada, buscando unas florcitas silvestres con tallo delgadito. Uno de los chicos dijo que había truchas en el río. Al mirar para abajo me resbalé en el hielo y casi me caí al fondo de la quebrada. Yo ni grité de puro susto, pero los muchachos aullaron y saltaron en busca de una rama para ayudarme, aunque trepé de nuevo por la roca hasta que llegué a la orilla y nos alejamos de allí.

      Como en casi todos los pueblos del desierto, en Caspana había una escuelita con paredes de piedra y piso de tierra. Todas las casas son así, pero en Toconao son de piedra blanca, como la piscina linda donde no pude nadar. En Toconao seguí los acueductos de piedra que usaban para regar, saltando con un pie dentro y otro fuera porque estaban secos en el verano, hasta que llegué a una huerta de perales hermosos, altísimos y cargados de fruta. La huerta era grande y los perales seguían en larga hilera por la arena. Hacia el este del pequeño valle me vi rodeada de paredes de piedra tan inmensas, que tenían cascaditas de agua, ramitas y helechos saliendo de la piedra misma. Era todo tan lindo que apenas me contenía de gusto, y fui corriendo a decirle a mamá cuando me tropecé con un animal muerto que parecía un jabalí. Ese hallazgo me emocionó, porque tampoco había visto nunca un jabalí como los que hay en las selvas, pero me dijo que no, no era jabalí; que apenas era un cerdo viejo.

      Todo está quieto, mi hermana duerme en su cama pequeña, y cuando cierro los ojos, veo la piscina de piedra en Toconao con el agua cristalina y profunda que salía de una vertiente del río Loa y se convertía en una piscina en el desierto. Tan quieto el muchacho que no ha dormido por cuatro noches, cuidando a su madre, hasta que nosotras llegamos a Peine en el camión. Ahora intenta descansar, pero la señora había estado enferma de hace harto tiempo, y los del hospital le habían preguntado a qué partido político pertenecía. Los del hospital son unos bestias, eso dijo mamá.

      Hemos hecho varios viajes al desierto, a los pueblos del interior buscando objetos de arte para la feria de Calama. La gente es amable y calmada, morena y con pecas como las mías, y hablan despacio y con una pregunta al final de las frases. Mamá les pregunta acerca de su arte, los tejidos y jarros decorados de greda café y roja. En Toconao, un joven llamado Emilio hizo una réplica de greda de la iglesia de su pueblo. Era muy linda y hasta tenía campanitas de verdad.

      Conocimos a una señora de trenzas larguísimas que tejía telas multicolores sentada en el suelo usando los dedos de las manos y los pies. Dona Guillermina había estado en la cárcel porque no tenía certificado de nacimiento. Ella no podía probar a las autoridades que era chilena y que no había cruzado el desierto desde Bolivia. Pero cuando se trataba de votar en las elecciones, a las autoridades les daba ceguera con los certificados, eso decía mamá. En Caspana, el profesor nos contó como habían venido los jefes de los tres partidos políticos a decir discursos y a convencer al pueblo que votaran por su candidato para presidente. El pueblo escuchaba respetuosamente. El jefe quedaba complacido y ofrecía un gran afiche de un candida todo pálido y serio. El profesor nos mostró donde estaban los afiches colgados, uno al lado del otro, como si todos fueran iguales.

      El sol brillaba en Caspana y había un silencio suave en el aire. Del lado de la quebrada se veía el pueblo incrustado en la montaña, las casas a desnivel que parecían haber crecido así, una a una a través de largo tiempo. Detrás de las casas se veían las terrazas sembradas, apenas verdeando y bajando gradualmente hasta donde se abría el canal de irrigación. Mas allá de las casas y los escalones de tierra rojiza y café, se extendía el desierto. La madre de Emilio nos contó historias de los tiempos pasados, de la gente del sol. Indicó el cielo, azulísimo, como jamás había visto, donde me imaginaba que el tiempo flota sin correr, solo deslizándose con el viento. Pero si había cambios. Nos contó de los tiempos antes de que ella naciera, cuando las lluvias venían fielmente a regar los perales, a mojar los campos, y las llamas y alpacas pacían libres en el pasto abundante.

      En cada pueblo nos daba la bienvenida la esposa del profesor; más tarde visitábamos la iglesia. A mi, por mi edad, siempre me mandaban a jugar con alguien mientras mamá conversaba con los adultos y organizaba la feria de arte. Cuando fuimos a Chiu Chiu visitamos la iglesia construida por los jesuitas en los 1540. No me quise quedar porque me asustó la apariencia de tumba que tenía, con paredes bajas de piedra amarilla y corredores estrechos. En la sacristía había toda clase de paños morados y encajes, santos antiquísimos y una virgen de casi un metro con ropa de terciopelo y cara de porcelana, ojos de vidrio grises y una corona de oro. Yo había oído de los santos que los jesuitas usaban para convertir a los Indios. Eran así, con pelo de veras y ojos de vidrio que vertían lágrimas por agujeritos y los curas lo declaraban milagro.

      Alrededor del jeep se había reunido un grupo de gente, conversando acerca de la Feria. Algunos jóvenes decidieron ir a Calama en dos semanas cuando la Feria comenzaba, y mamá les invitó a nuestra casa. Cuando nos íbamos, una señora nos presentó a las tejedoras y las artesanas que hacían jarros de greda, y después nos regaló un pan fresco que comimos en el camino. Yo estaba feliz viajando por el desierto, y siempre aprendiendo cosas nuevas, que me olvidaba de todo el mundo. Allá en la pampa que es tan grande, no hay razón para estar triste, con el sol y el viento suave. Ahora sí estoy triste, pero entonces no lo sabía.

      Pero el viaje de hoy fue el más largo. En

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