Speaking Like An Immigrant. Mariana Romo-Carmona

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Speaking Like An Immigrant - Mariana Romo-Carmona

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corriendo, porque ella dijo que me iba a mostrar la piscina que se forma de un riachuelo del río Loa. Salimos por un sendero y de repente, allí estaba, como un ojo abierto entre la roca lisa que se extendía alrededor. En las orillas de la piscina se quebraba a veces la piedra para dejar crecer plantas trepadoras, algunas crecían hasta debajo del agua. Las dos nos tendimos en la orilla a mirar el fondo de la piscina donde se veía todo tipo de piedrecitas, plantas y peces azulados. Yo nunca había visto algo tan maravilloso. La niña parecía comprender porque nos quedamos quietas, y ni siquiera nos dijimos los nombres. El agua se veía soleada y clara, viva, llena de color. Era casi imposible no sumergirse y bucear por ese reino que se veía desde la superficie, nadar con los brazos abiertos de orilla a orilla de piedra blanca y tibia. La niña y yo nos sonreímos. Al volvernos, me acerqué a la vertiente y bebí el agua fría y deliciosa.

      Antes de salir de Toconao, el milico joven le tuvo que echar bencina al camión con una manguera. Cada vez que chupaba la manguera y la ponía en el camión, la bencina se devolvía al barrilito y no salía nada. Yo quise ayudar, pero él me dijo gracias de todas maneras. EI holandés, que resultó ser misionario del Ejército de Salvación, comenzó a dirigir la maniobra de poner la bencina en el tanque. Mamá conversaba con una señora que tejía capuchitas de lana. De repente la bencina empezó a subir del barrilito y el milico se trago una buena porción y tuvo que toser y escupir detrás del camión, pero no quiso que nadie se ocupara de él.

      Nos dirigimos a Peine, que es el pueblo mas lejano, casi al lado de la cordillera de los Andes. El camino era tan largo que me dormí hasta que llegamos. En Peine nos esperaba el concilio del pueblo con una variedad de contribuciones para la Feria: mantas tricolores, frazadas gruesas de lana de llama que daban gusto tocar, cordones tejidos de lana de alpaca que habían sido trenzados con un diseño de lana café y blanca. Los cordones eran tan fuertes como sogas que se usaban para ponerles riendas a los animales. Toda la gente escribía orgullosamente su nombre en una lista que tenia mamá, don de se indicaba a quien pertenecía cada objeto y cuanto dinero recibiría en caso que se vendiera en la Feria.

      En casa del profesor de Peine nos sirvieron una comida deliciosa, y un joven se sentó en uno de los bancos de madera a tocar la guitarra. La señora del profesor era muy tímida y no conversaba, pero me acuerdo de ella porque era muy linda, alta y morena, con manos pequeñas y sonrisa de ángel. Había sido un día tan largo en el desierto que ya casi no me acordaba de mi casa; me hubiera quedado allí para siempre. Antes de irnos, un señor vino a conversar con mamá y el holandés al lado del camión. Entonces supe que llevaríamos pasajeros a Calama: una señora que venía enferma con uno de sus hijos. EI muchacho y ella se sentaron en el asiento de atrás junto a mamá y conversaron suavemente.

      La noche en el desierto es traicionera, dicen, porque oscurece de repente y la temperatura baja mucho. Cuando el camión se echó a andar camino a la ciudad, ya comenzaba a oscurecer. Yo no me ocupé de nada más. Me acurruqué en el primer asiento con una frazada de lana de llama, mirando por la ventanilla al camino. Todavía tengo la impresión de estar en aquel camino, zumbando a través del desierto, hora tras hora, recordando lo que había hecho durante el día, especialmente mi amiguita de la piscina que me había pedido que volviera. Yo había dicho que sí, pero no sabía su nombre ni ella el mío. Todos estaban quietos en el camión. EI milico joven se sentía mal por haberse tragado la bencina, así es que se había tendido a lo largo de un asiento. El muchacho estaba mirando a su madre que estaba al lado de la mía. Fui hablar con ella y la señora tosió un poco. Mi madre le tomó la mano y ella se calmó. Su hijo nos contó que hacía días que trataban de ir al hospital, pero no había nadie que los llevara. No había autos en Peine porque queda tan lejos de la ciudad. Había pasado un camión militar la semana anterior, pero les habían dicho que no podían transportar a civiles. La señora asintió lentamente. También había pasado un jeep hace dos días, pero los tipos que manejaban dijeron que estaban haciendo campaña política y no podían desviarse. Hacía ya cuatro días que la señora no podía respirar bien.

      Ya estaba oscuro y hacía frío. EI milico se animó y se puso a tararear un bolero y preguntó si yo sabía algún tango, porque a él le dio náusea con lo de la bencina y se tuvo que tender de nuevo. Yo no sabía tangos, entonces traté de cantar una canción popular que a mi me gustaba, pero no sonaba bien con el ruido del camión y todo. Cantando “Niña en tus trenzas de noche”, me puse a pensar en las letras de las canciones, en los minerales del desierto, y tantas cosas que ni me di cuenta cuando el camión partió por otro camino lleno de hoyos y más estrecho. Ibamos camino a San Pedro de Atacama porque la señora se había agravado y teníamos que llegar a la clínica donde seguramente habría un doctor, o por lo menos, la medicina que necesitaba. Me acuerdo de cuando fuimos a San Pedro por primera vez, porque queda a dos horas de Calama. Fuimos a conversar con el cura belga que había fundado el museo arqueológico. Era tan simpático que no parecía cura, y sabía mucho de los Indios de Atacama. Vimos momias en cántaros de greda inmensos, collares de turquesa pulida, tablitas de rapé, y flechas de piedra negra. Por eso es que quise ser arqueóloga, para descubrir momias y aprender la historia del desierto.

      Antes de llegar a San Pedro hay que pasar por entre dos montañas de pura sal. De ahí se saca la sal de roca con dinamita, en vez de excavaciones como en Chuquicamata en las minas de cobre. Después de las montañas hay un páramo de dunas de arena que llaman “EI Valle de la Luna”. Durante el día, todo se ve normal, como el resto del desierto. Pero esta noche, cuando vi las montañas de sal, había una luz blanquizca, o tal vez era la neblina, pero todo había cambiado de tal manera que realmente podía ser un valle de la luna. Me quedé pensando en el cambio sorprendente de la pampa. Acaso era la atmósfera de sal que producía los fantasmas, porque siempre se contaban historias de las ánimas de la gente que se pierden en la pampa y vagan eternamente por esos lugares. En el camino, se ven las animitas, pequeños altares con una virgen y una inscripción para conmemorar a los viajeros perdidos.

      En cuanto entramos en San Pedro nos dirigimos derecho a la clínica. Ya era casi medianoche y el frío calaba hasta los huesos. Mamá y el holandés entraron corriendo a hablar con las enfermeras y a buscar al doctor, pero no había doctor esa noche y no había manera de encontrar uno. Por el pasillo de baldosas trajeron una camilla para la señora y la llevaron a una pieza de emergencia para darle oxígeno. Al muchacho no le hablaron, aunque se trataba de su madre. Nos quedamos esperando en el pasillo mientras llamaban a Calama para que estuvieran listos para atender a la señora en el hospital. EI milico me dijo en voz bajita que el doctor estaba en la ciudad, y le pregunté, por qué no tenían un doctor del pueblo para que estuviera siempre en la clínica? Eso mismo, me dijo él. Como no me podía quedar tranquila, esperando, recuerdo que me dirigí afuera, a la entrada de la clínica donde soplaba el viento helado. Allí había un monumento del escudo de Chile con el cóndor y el huemul. Me paré frente al monumento en la oscuridad unos minutos, buscando una plegaria.

      Ya casi amanece. Todo está quieto y no quiero cerrar los ojos. En la mañana mamá me dirá con voz grave que la señora falleció anoche. Yo voy a querer hacerle muchas preguntas, pero no voy a poder porque me da mucha pena.

      Mirando por la ventanilla de atrás, yo veía cómo el camión ganaba distancia minuto a minuto. Susurrando las palabras rogaba a la virgen que salvara a la señora, que acortara el camino, que hiciera respirar a la señora que estaba en brazos de mamá y dormía a ratitos. Pero no rezaba a la virgen de los jesuitas, sino a una virgen que yo había inventado, una virgen viva y morena que salía de la piscina linda de Toconao, una virgen llena de luz que se desparramaba por todo el desierto. En el camino se veían sombras negras que parecían dobleses de género, y cada vez que pasábamos por uno, rogaba con toda mi alma que la Virgen usara el doblés para acortar el camino. Apenas moviendo los labios, repetía, “que se acorte, que se acorte” como una fórmula mágica, tratando de encontrar toda la fe que tenía hasta que realmente se acababa la distancia y ya se veían las luces de Calama. En el asiento de atrás, mamá también decía, “Fuerza, señora, ya vamos llegando;”se agrandaban las luces, y de vez en cuando una casa chiquita, y un camión, y un bus, y otra casa y otra y yo feliz rezando secretamente hasta que llegamos

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