Lazos. Roberta Mezzabarba

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Lazos - Roberta Mezzabarba

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las cosas excepcionales, lo inusual, sólo aquello que interrumpía el curso ordenado de los hechos.

      El mundo salvaje, la naturaleza casi virgen, los hombres todavía poco numerosos, provistos sólo de instrumentos rudimentarios, que luchaban con las manos desnudas contra fuerzas vegetales y poderes de la tierra, incapaces de dominarlas, arrancándoles con esfuerzo un escaso sustento, arruinados por la intemperie, flagelados periódicamente por la carestía y las enfermedades, constantemente aquejados por el hambre […] una sociedad muy jerarquizada, masas de esclavos, un pueblo campesino en la más absoluta miseria, completamente sometido al dominio de las pocas familias que se despliegan en ramas más o menos ilustres, pero que la fuerza de los vínculos de parentesco reúne en torno a un único tronco.

      Hubiera querido encontrar noticias, historias, sobre esos pueblos tan angustiados por la vida ordinaria y por el miedo por el inminente fin del mundo que parecía planear sobre ellos como una sombra.

      Sus oídos no habían escuchado ningún ruido pero una sombra, que había oscurecido casi completamente las páginas de aquel libro que absorbía toda su atención, lo sobresaltó mientras pensaba. Un poco molesto Guglielmo levantó la mirada prácticamente seguro de encontrarse de frente con el conserje, curioso por conocer si había encontrado algo para su investigación.

      Su expresión disgustada se transformó en sorpresa cuando, en cambio, vio a Gemma, con los brazos cruzados sobre el pecho y con una media sonrisa sobre aquel rostro que, ya de por sí, era una primavera.

      Quedaron mirándose durante unos segundos, inmóviles cada uno en su posición, casi como si estuviesen en el palco de un teatro.

      Gemma vestía un twinset1 verde salvia: parecía que la misma mañana hubiese arrancado dos pequeñas bolitas de aquella lana para colorear los iris de sus ojos con los que de manera insistente miraba a Guglielmo, estudiándolo en cada detalle, en cada gesto, escarbando incansablemente debajo de su aspecto exterior a la caza de algún pensamiento que hubiese escapado a su control.

      Era una chica inteligente.

      Se colocó en una silla cercana a la ocupada por Guglielmo, apoyando su mano sobre la de él, todavía acomodada sobre las finísimas páginas del libro, que parecía que lo había salvado del precipicio de la desesperación de no poder encontrar nada que saciase sus ansias de saber, de conocer los sentimientos, las conmociones y las frustraciones que habían angustiado la existencia de los hombres que habían vivido en el Año Mil.

      «¡Creía que habías desaparecido en las fauces de algún dragón escupe fuego!» una risa cristalina salió de los labios de la muchacha. «He pasado por tu casa y tu madre me ha dicho que esta mañana ni te han sentido salir y yo he pensado que seguramente en tus sueños habías tenido una idea genial para tu tesina. ¿Y qué lugar mejor para Guglielmo si no una biblioteca para sacar partido a todas tus energías matutinas?»

      Gemma se había acercado a Guglielmo peligrosamente, era consciente de ello, al que había comenzado a conocer desde hacía algún tiempo. Estando tan cerca arriesgaba mucho… Pero quizás era aquello lo que deseaba, un enfrentamiento amoroso a primera hora de la mañana, entre las estanterías de la biblioteca…

      Estaba cambiando.

      Gemma se daba cuenta de la metamorfosis que lentamente la estaba llevando desde su forma de crisálida hasta liberar en el aire las espléndidas alas de mariposa.

      Comenzaba a tener pensamientos extraños, deseos que jamás había advertido antes de ahora.

      Y todo sucedía a causa de Guglielmo.

      La vio asomarse desde la posición que ocupaba, hacia él, con un movimiento fluido, sensual. Durante unos segundos se miraron a los ojos, distantes sólo unos pocos centímetros, tanto que podían advertir el hálito cálido de sus respiraciones sobre la piel del rostro, luego las pestañas de Gemma ocultaron la luz de sus ojos, su rostro se inclinó de manera imperceptible, su nariz rozó la de Guglielmo, y un instante después sus labios se unieron.

      Siempre ocurría de la misma manera.

      La magia envolvía esos momentos con una niebla finísima e impenetrable, un impulso incontrolable envolvía como humeante espiral la mente de Guglielmo, confundiéndole con susurros jamás escuchados, conduciéndolo a lugares que sólo su fantasía podía contener.

      «¿Has encontrado algo sobre estos milenaristas atemorizados por el fin del mundo?»

      «Sí, Gemma, he encontrado algo, aunque muy vaga e infinitamente pequeña con respecto a lo que esperaba hallar, pero es un principio, de todas formas. El misterio que envuelve estos hechos es innatural, no me convence. Quizás hay algo más de lo que fue escrito, hace decenas, cientos de años, algo que nadie debía conocer jamás. Quién sabe si yo podré alcanzar esa meta…»

      La mirada de Guglielmo estaba perdida en la nada, como si desde un agujero en la atmósfera pudiese conseguir ver las cosas que a ningún mortal le estaba permitido ver.

      «Tu madre me ha dicho que ayer por la noche has tenido un enfrentamiento con tu padre, estaba un poco molesta, y no puedo no darle la razón… ¿no podrías por lo menos intentar…?»

      «Venga. Gemma, sabes perfectamente cómo están las cosas. No depende de mí. Ayer por la noche estaba en el salón consultando algunos libros que había cogido en la biblioteca, y él ha comenzado a decir que no debería perder tanto tiempo con los libros, la vida es otra cosa… como si él lo supiese realmente… Gemma, no quiero que él me modele a imagen y semejanza de sus antepasados, soldados profesionales, eslabón de una tradición inviolable. Quiero a mi familia, pero no quiero sentir su presencia como una soga alrededor del cuello, no quiero a cada pequeño movimiento sentirme ahogado, no quiero que ellos decidan por mí. Claro que mis padres me han traído al mundo, me han educado, son ellos los que han conseguido convertirme en lo que soy, pero no quiero que me pasen por encima en las decisiones que atañen a mi futuro. ¿Consigues entenderme?»

      Gemma lo miraba con una sonrisa dulce y comprensiva. No le gustaba que él sufriese de esa manera, pero sentía que no podía ayudarle porque sabía que los asuntos de familia eran eso, asuntos de familia.

      Después de haber formulado mentalmente aquel pensamiento, sin decir una palabra, la muchacha volvió a la realidad mirando su reloj de pulsera. Eran las diez y tres cuartos y su lección de Historia de las Civilizaciones comenzaría en un cuarto de hora. Así que se levantó de la silla y colocó en sus hombros las asas de una mochila negra, de la que no se separaba jamás:

      «Guli, me debo despedir, ¡porras!, si no me doy prisa llegó tarde a clase. Nos vemos esta noche.»

      Un beso rápido sobre la frente de Guglielmo, luego desapareció entre las estanterías de libros, casi engullida por todo aquel papel.

      Cuatro

      Guglielmo continuaba con la lectura de aquel librito del que, después de una búsqueda minuciosa, también había conseguido recuperar la cubierta que le había descubierto el nombre del autor. Aquellas páginas que habían comenzado a dar gran parte de las respuestas que buscaba eran de un tal Duby y se llamaban El Año Mil.

      Había cogido aquel pequeño volumen de la biblioteca, bajo la curiosa mirada del conserje, para llevárselo a casa y leer en paz lo que le quedaba por analizar.

      Eran las tantas de la noche y él, tendido en la cama, con el libro apoyado sobre el pecho, ávido, recorría las palabras en las páginas buscando algo que todavía desconocía.

      […]

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Nota del traductor: Conjunto compuesto por un jersey fino y una rebeca del mismo color; popularizado por Jane Fontaine en la película Rebeca.