Lazos. Roberta Mezzabarba

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Lazos - Roberta Mezzabarba

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esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.

      «No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»

      Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.

      Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:

      «Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»

      Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.

      Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.

      ¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?

      ¿Podían continuar haciéndolo eternamente?

      Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.

      «Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»

      Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?

      Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.

      Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.

      Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.

      «Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta ahora no habíamos dicho nada a nadie. Tú te preguntarás, ¿qué tienen que ver conmigo el colgante y el libro? Es un pequeño secreto que he mantenido todo este tiempo, ni siquiera tu padre sabía nada. Cuando, después de haberte cogido de los brazos de la mujer que te había conducido hasta nuestra casa, subí a la habitación para vestirte con la ropa que había preparado para el pequeño que había perdido hacía unos días, en el camisón que te envolvía, quizás el de tu madre natural, encontré estos dos objetos y me hice la promesa de dártelos en tu veinte cumpleaños.»

      Guglielmo recorría mentalmente los párrafos del discurso que sus oídos acababan de escuchar, manteniendo fija la mirada sobre aquel colgante de tono mate y transparente que ahora, después de haberlo apoyado en la palma de la mano, había asumido una tonalidad ligeramente rosada: en relieve cuatro espirales aladas convergían hacia el centro, hacia un agujero desde donde partía el cordón negro y brillante.

      Aquella enseña se parecía vagamente a una cruz gamada2.

      Su madre no era su madre, su padre no era aquel general del ejército, la sangre que corría en sus venas era distinta de la suya, él no era carne de su carne.

      ¿Pero entonces quién era?

      ¿Cuáles eran sus orígenes?

      ¿Quiénes eran sus verdaderos padres?

      ¿Por qué su madre lo había abandonado la noche de su nacimiento, probablemente todavía sucio de la sangre que no era la de Angelica?

      ¿Cómo habían podido permitirse aquellos dos adultos construir su vida sobre todas aquellas mentiras?

      Pero quizás había sido mejor así, la familia que lo había cuidado era una familia tranquila, su madre, su madre adoptiva, lo había amado como si realmente fuese hijo suyo.

      Pero todo aquello era absurdo.

      «No quiero que todo lo que te he acabado de decir te cause tristeza, querido Guglielmo. No ha sido la naturaleza la que nos ha unido sino el amor que ha nacido sin condiciones, sin vínculos de sangre que a veces pesan más que las cadenas de plomo. Se ha hecho tarde: ponte tu regalo y vete a buscar a Gemma, el libro lo coloco sobre tu mesilla de noche. Te deseo lo mejor, hijo mío.»

      Después de decir estas palabras Angelica cogió de las manos del hijo el colgante y se lo puso en el cuello, a continuación depositó un beso en su mejilla acabada de afeitar y se levantó del sofá acercándose a Filiberto que, hasta ese momento, había permanecido como inmóvil y mudo observador de lo que había ocurrido en unos pocos minutos.

      Quizás no había sido tan malo revelar sus orígenes a Guglielmo, ninguna maldición había ocurrido cuando Angelica había pronunciado esas palabras, pero en su memoria resonaba todavía la profecía de aquella mujer que había conducido a Guglielmo a sus vidas.

* * *

      Guglielmo había parado el coche al lado de la verja que conducía a casa de Gemma. Había llamado al portero automático y su madre le había dicho que su hija ya estaba lista y que bajaría enseguida.

      Respiró hondo. Guglielmo se dio cuenta de que se habían formado pequeñas nubes blancas, que luego observaba casi hipnotizado: todavía no había asimilado completamente la información que le habían dado sin ni siquiera haber sido empaquetada y con el lazo en su sitio.

      Se inclinó hacia el espejo retrovisor de su coche para buscar su imagen reflejada, esperaba que por lo menos su rostro fuese real, esperaba que al menos su aspecto exterior pudiese ser el mismo después de aquella revelación. Vio en la pequeña superficie reflectante el rostro de un joven que amaba su vida y su familia, adoptiva, pero se sentía conmocionado, confundido por aquella gran noticia que había sabido poco antes.

      Realmente su madre no había querido turbar el perfecto orden de su vida, probablemente le había parecido justo revelar al hijo su verdadera identidad, ¿pero qué le había revelado realmente? En ese momento se sentía despojado de uno de los pocos puntos fijos de su existencia: le daba la sensación de ser un árbol al que habían arrancado sus raíces de la cálida tierra para exponerlas cruelmente al sol.

      Aquella noche celebraría el final del segundo milenio y quién sabe si con los últimos minutos de mil novecientos noventa y nueve podría irse también aquel sentimiento de náusea que lo invadía por todas partes.

      El sonido metálico de la verja al volverse a cerrar lo devolvió a la realidad.

      Gemma había llegado hasta delante de él envuelta en un remolino de tejido

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<p>2</p>

Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.