Minotauro. Sergio Ochoa

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Minotauro - Sergio Ochoa

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Jorge, necesito de ti realmente poco, a lo mucho un favor… nada que encuentres ajeno o imposible, pero definitivamente demanda de entereza. Yo, por decirlo de alguna manera, soy coleccionista… hasta en eso nos parecemos Jorge” –dijo la dama con una mueca risueña- “¡mira, no lo había advertido así! Me permití pasear un poco por tu casa y ¡qué interesante selección de libros posees! Esos instrumentos musicales viejos también son la locura, mi favorito sin duda es el pequeño acordeón que tienes sobre la mesita de café, esa que tiene algo muy parecido a un mandala pintado a mano”.

      El sueño se tornó nebuloso, algo denso, un velo de humo con aroma a violetas cobró presencia en todo ese salón donde se encontraban y de una bocanada inversa, algo que podría describirse como cámara rápida, el humo desapareció por completo dejando tras de sí únicamente el aroma y revelando que ya no estaban más en un lugar desconocido, frente a una gran mesa, ¡no! en esta ocasión aparecieron en la sala de la casa de Jorge, ese lugar que rara vez utilizaba, sus sillones eran cómodos y la iluminación ideal para una buena lectura, pero él siempre prefirió leer y escribir en la mesa del comedor; era un hábito que conservó desde niño, quizás porque la casa de su madre era pequeña.

      En ese momento su sueño ya era cómodo y el escenario familiar, a final de cuentas se trataba de la sala de su casa, tal cual estaba amueblada y ordenada, inclusive con algo de polvo sobre los muebles, seña de que la señora del aseo no había venido desde hacía al menos un par de semanas, habría que investigar -¿Qué fue lo que pasó?- Y hasta le causó gracia darse cuenta de que era el mismo tiempo que él mismo tenía sin visitar esa parte de su casa, no le era necesario, prefería ir del recibidor al pequeño patio interior de la casa y entrar directo al comedor que cruzar por la sala.

      Se quedó pensando en cuando advirtió que la mujer, la mujer intensamente rubia seguía a su lado, sosteniendo una copa con la mano izquierda y recargada plácidamente en el sillón, sobre la mesa de centro la botella de vino que no se vaciaba y la copa de Jorge a la mitad. La sujetó para darle un trago más al tiempo que la dama continuaba con su charla:

      -te decía, mi favorito es ese acordeón viejito, me recuerda a esos músicos que tocaban tangos en la plazuela muy cerca de tu casa… bueno, ¡eras apenas un niño!

      - “¡es también mi favorito! Me gusta que sea la primera pieza que se ve al entrar a esa habitación, creo que el cuarto de tele es el lugar ideal para él. Soy igualmente afecto a los tangos, encuentro en esa queja y lamento un desahogo con el que me identifico, son tónicos, con carácter; ¡a veces hasta violentos! Aunque el tamaño de ese acordeón es más bien dulce, no tan grave. Quizás se utilizó para interpretar tarantelas, por eso me gustó tanto, creo que me recuerda mis raíces italianas”.

      - “Jorge, qué gusto escucharte tan resuelto, tan confiado. Mis visitas no suelen ser tan prolongadas –ni tan bien recibidas, debo agregar- de verdad que ¡eso sí que no lo advertí! ¡Qué dicha! No recuerdo haber pasado de la segunda copa y ahora siento que podría acabarme esta botella, caramba, Jorge, ¡eres todo un seductor!”

      - “no, yo no… jajaja, es qué… aunque desconozco su origen y poco o nada logro advertir sobre su interés en mi persona, reconozco que su compañía me resulta muy grata. Es extraño, porqué sé que no será la última vez que me visite y eso, aunque poco ordinario, ¡me da gusto!”

      La dama soltó una larga y prolongada carcajada, dejó su copa sobre la mesa y recorrió hacia atrás su cabellera con ambas manos.

      - “¡calla Jorge! ¡Qué bárbaro! ¡No sabes ni quién soy más no por ello te detienes! ¡Eres encantador! ¡De verdad que de ninguna manera se me hubiera ocurrido pensar que eras tan divertido! Mira que, visto por fuera, te soy sincera: ¡eres bastante ordinario! Vas a tu oficina todos los días, con una taza de café por desayuno y un cigarrillo en la mano, vestido de traje, tus zapatos lustrados; ¿no sé por qué no utilizas un portafolios?; sales de trabajar y te vas a la cantina, te embruteces en los bares, seduces a diestra y siniestra, no te comprometes…”

      - “¡Diestra era interesante, pero Siniestra resultó ser toda una experiencia!” –se atrevió a interrumpir Jorge haciendo uno de sus acostumbrados chistes para restarle solemnidad al evento.

      La mujer estalló de nueva cuenta en sonoras carcajadas, el brillo de sus ojos opacó el de su cabellera, de ellos se rodaron sendas lágrimas de júbilo, mismas que no tuvo reparo en secar con sus manos, no había maquillaje que estropear, ni toallitas de papel en la mesita.

      Tras recuperar el aliento se detuvo, él esperaba con gusto y relajado lo que la mujer le diría a continuación, era ya una situación casi familiar.

      - “Jorge, Jorge… hacía ya mucho tiempo que no se me salían las lágrimas, mucho en verdad. Aunque en esta ocasión no fue de dolor sino de alegría, aquella vez fue por un hombre, triste y lamentable historia que algún día te contaré si me lo permites. Tengo tantas, pero tantas ganas de platicar contigo que no quisiera irme, pero ya es hora. No te he dicho nada sobre mí y me recibes en tu casa como si perteneciera a ella; el vino fue idea tuya, ¿sabes? Debo irme, no quisiera, pero debo.

      Muy pronto sabrás de mí, mientras ello ocurre, Jorge, ya es hora de despertar”.

      Jorge despierta.

      

      Capítulo 8

      Asalto Frustrado

      Únicamente el Capitán Roberto Velarde sabe cuándo fue la última vez que disparó su arma en contra de otra persona; esto sucedió la fría mañana del 15 de enero de 1972, durante un triple asalto bancario que fue misteriosamente frustrado.

      El asunto se había detallado de la siguiente forma: se trataba de un grupo de jóvenes radicales-anarquistas, que desde hacía varios meses había sido metódicamente infiltrado y de quienes se sabía todo, incluido lo que harían ese día. En esa ocasión Velarde no tenía asignada ninguna responsabilidad en particular, estaba trabajando de lleno con un caso de lo que parecía ser la actuación de un asesino en serie en Ciudad Juárez –en los límites de la importante avenida 15 de septiembre-, pero para esta fecha en particular se encontraba franco en la ciudad de Chihuahua y el entonces gobernador Óscar Flores Sánchez se lo pidió en persona; “de compas” -“Tú nomás ve y deja que los militares hagan su jale, esto viene desde arriba… pero no me quiero quedar fuera de la jugada, además el cabrón de Fernando me quiere convertir la ciudad en un pinche Egipto cualquiera, ¡está bien que le soltaron la rienda, pero que no abuse!”.

      Esa mañana en cuestión tres militares vestidos de civil pasaron por Velarde muy temprano en un VW sedán color blanco -según lo acordado- a uno de los muchos estanquillos que se ubican en el histórico parque Lerdo, por el lado de la Avenida Ocampo; Velarde vestía colores sólidos pero pardos, conforme lo indicaba el manual, no llevaba cartera, únicamente su placa, sujetada a la parte interior del saco, sus gafas Persol 649 y su revólver Nagant m1895, una rareza soviética de siete tiros calibre 7,62 x 38 mm que le era inseparable.

      Esta arma llevaba grabadas en su cañón dos leyendas: por un lado “Cap. R. Velarde”, del otro lado “Obsequio Cmdt. Supremo G.D.O. 1969” trofeo recibido de las propias manos del entonces presidente de la república Gustavo Díaz Ordaz por su “destacada colaboración” durante su sexenio.

      Velarde junto con tres militares vestidos de civil estaban haciendo guardia a las afueras de la sucursal Chuviscar del Banco Comercial Mexicano, pero la impaciencia le ganó y decidió entrar, se formó en la

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