El Retorno. Danilo Clementoni

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El Retorno - Danilo Clementoni

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blanquísimos dientes, brillando en una espléndida sonrisa, y el jugueteo con su rubio y largo cabello hicieron el resto. Estaba segura de que lo había convencido.

      El coronel frunció el ceño intentando mantener una mirada enfurecida, pero incluso él sabía que no se podía resistir a aquella propuesta. Elisa siempre le había gustado y una cena para dos le intrigaba muchísimo.

      También él, a pesar de sus cuarenta y ocho años, aún era un hombre atractivo. Físico atlético, rasgos marcados, pelo corto canoso, mirada firme y decidida sostenida por ojos de un color azul intenso, con una excelente cultura general que le permitía mantener discusiones sobre innumerables temas, todo ello junto al indiscutible atractivo del uniforme, lo convertía en un hombre considerablemente «interesante».

      «Vale», resopló el coronel, «pero si esta noche no me trae algo impresionante, ya puede comenzar a recoger toda su chatarra y a hacer la maleta». Intentó utilizar el tono más autoritario que pudo, pero no le salió demasiado bien.

      «Esté preparada a las 20:00 horas. Un coche le recogerá en el hotel», y cortó la comunicación algo arrepentido de no haberse, ni siquiera, despedido de ella.

      Tengo que darme prisa. Me quedan solo algunas horas hasta que oscurezca.

      «Hisham», gritó asomándose a la tienda, «rápido, reúne a todo el equipo. Necesito toda la ayuda posible».

      Recorrió, a paso ligero, los pocos metros que la separaban de la zona de excavación, dejando tras ella una serie de nubes de polvo. En cuestión de minutos, todos se reunieron alrededor de ella a la espera de órdenes.

      «Tú, por favor, quita la arena de aquella esquina», ordenó indicando el lado de la piedra más alejado de ella. «Y tú, ayúdalo. Por favor, tened mucho cuidado. Si es lo que creo, esta cosa nos salvará el culo».

      El pequeño, pero extremadamente cómodo, módulo esférico de transferencia interna estaba recorriendo, a una velocidad media de 10 m/s, el conducto número tres, que conduciría a Azakis a la entrada del compartimento, donde lo esperaba su compañero Petri.

      La Theos, también con forma esférica y con un diámetro de noventa y seis metros, contaba con dieciocho conductos tubulares, cada uno con una longitud de unos trescientos metros que, como meridianos, fueron construidos a una distancia de diez grados el uno del otro y cubrían toda la circunferencia. Cada uno de los veintitrés niveles, de cuatro metros de altura, excepto por la cabina central (nivel undécimo) que medía el doble, era fácilmente alcanzable gracias a las “paradas” que cada conducto tenía en cada planta. En la práctica, para recorrer la distancia entre los puntos más alejados de la nave, se tardaba como máximo quince segundos.

      El frenazo del módulo fue casi imperceptible. La puerta se abrió con un ligero silbido y tras ella apareció Petri, de pie con las piernas separadas y los brazos cruzados.

      «Hace horas que te espero», dijo con un tono claramente poco creíble. «¿Has terminado de saturar los filtros del aire con esa porquería maloliente que siempre llevas encima?». La alusión a su cigarro fue muy sutil.

      Ignorando, con una sonrisita, la provocación, Azakis sacó del cinturón el analizador portátil y lo activó con un gesto del pulgar.

      «Aguántame esto y démonos prisa», dijo pasándole con una mano el aparato, mientras con la otra intentaba colocar el sensor dentro del conector de su derecha. «La llegada está prevista para dentro de unas 58 horas y estoy muy preocupado».

      «¿Por qué?», preguntó ingenuamente Petri.

      «No lo sé. Tengo la sensación de que nos espera una desagradable sorpresa».

      El instrumento que Petri tenía en la mano empezó a emitir una serie de sonidos de diferentes frecuencias. Lo observó sin tener ni idea de lo que indicaban. Levantó la mirada hacia el rostro de su amigo buscando alguna señal, pero no la encontró. Azakis, moviéndose con mucho cuidado, movió el sensor a la otra conexión. El analizador emitió una nueva serie de sonidos indescifrables. Después, solo silencio. Azakis cogió el instrumento de la mano de su compañero, observó atentamente los resultados y a continuación sonrió.

      «Todo en orden. Podemos proceder».

      Sólo entonces, Petri se dio cuenta de que hacía ya rato que había dejado de respirar. Echó todo el aire y notó una cierta sensación de relajación. Un fallo, incluso mínimo, de uno de aquellos conectores, podría comprometer irremediablemente su misión, obligándoles a volver lo más rápidamente posible. Era lo último que quería. Ya casi lo habían conseguido.

      «Voy a asearme», dijo Petri, intentando sacudirse el polvo de encima. «La visita a los conductos de descarga siempre es así...», y torciendo el labio superior añadió, «¡instructiva!».

      Azakis sonrió. «Nos vemos en la cubierta».

      Petri llamó a la cápsula y un segundo después, ya había desaparecido.

      El sistema central comunicó que ya habían pasado la órbita de Júpiter sin ningún problema y que se estaban dirigiendo sin incidentes hacia la Tierra. Con un leve pero rápido movimiento de los ojos hacia la derecha, Azakis pidió a su O^COM que le mostrara de nuevo la ruta. El puntito azul que se movía en la línea roja ahora se había desplazado un poco hacia la órbita de Marte. La cuenta atrás que indicaba el tiempo previsto para la llegada indicaba 58 horas exactas y la velocidad de la nave era de 3.000 Km/s. Cada vez estaba más nervioso. Después de todo, esta nave en la que viajaba, era la primera nave espacial equipada con los nuevos motores Bousen, con un diseño completamente diferente a los anteriores. Los diseñadores afirmaban que se podía impulsar la nave a una velocidad parecida a una décima parte de la de la luz. No se había arriesgado aún a llegar a tanto. Por el momento, 3.000 Km/s, le parecían más que suficientes para un viaje inaugural.

      De los cincuenta y seis miembros de la tripulación que normalmente deberían alojarse en la Theos, para esta primera misión habían sido seleccionados solo ocho, incluyendo a Petri y Azakis. Los motivos expuestos por los Ancianos no fueron demasiado exhaustivos. Se limitaron a sentenciar que, debido a la naturaleza del viaje y del destino, podían aparecer dificultades y, por lo tanto, era mejor no poner en peligro demasiadas vidas inútilmente.

      Entonces, ¿nosotros somos sacrificables? ¿Qué clase de explicación era esa? Siempre pasaba lo mismo. Cuando había que arriesgar el pellejo, ¿a quién enviaban? A Azakis y a Petri.

      En el fondo, su inclinación a la aventura e incluso la considerable habilidad que tenían para resolver situaciones “complicadas”, les habían permitido obtener todo tipo de ventajas muy interesantes.

      Azakis vivía en un enorme edificio de la hermosa ciudad de Saraan, ubicada en el sur del Continente, que los Artesanos de la ciudad habían utilizado, hasta poco tiempo antes, como almacén. Él, gracias a las “influencias”, había podido tomar posesión y tener el permiso para modificarlo a su gusto.

      La pared sur había sido sustituida completamente por un campo de fuerza parecido al que utilizaba en su nave espacial, de manera que podía admirar, directamente desde su inseparable sillón autoconformable, el maravilloso golfo que se extendía a sus pies. Si era necesario, toda la pared podía transformarse en un gigantesco sistema tridimensional, donde podían visualizarse al mismo tiempo hasta doce transmisiones simultáneas de la Red. En más de una ocasión, este sofisticado

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