El Retorno. Danilo Clementoni
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Petri toqueteó inmediatamente los mandos de navegación y configuró una ligera variación de trayectoria respecto a la establecida anteriormente.
«Impacto en 90 segundos», comunicó sin emociones la cálida voz femenina del sistema de alarmas de proximidad. «Distancia del objeto: 276.000 kilómetros, acercándose».
«¡Petri, haz algo, y hazlo rápido!», gritó Azakis.
«Ya lo estoy haciendo, pero esa cosa va demasiado rápida».
La estimación de la probabilidad de impacto, visible en la pantalla a la derecha del objeto, descendía lentamente. 90%, 86%, 82%.
«No lo conseguiremos», dijo Azakis con un hilo de voz.
«Amigo mío, aún tiene que nacer un “objeto misterioso” capaz de destrozar mi nave», afirmó Petri con una sonrisa diabólica.
Con una maniobra que les hizo perder el equilibrio momentáneamente, Petri impuso a los dos motores Bousen una instantánea inversión de la polaridad. La nave espacial tembló durante un largo instante y solo el sofisticado sistema de gravedad artificial, procediendo a compensar inmediatamente la variación, impidió que toda la tripulación acabara estampada en la pared de delante.
«Buena jugada», exclamó Azakis dando una fuerte palmada en la espalda de su amigo. «Pero ahora, ¿cómo pretendes parar la rotación?» Los objetos a su alrededor habían empezado a elevarse y a girar descontroladamente en la habitación.
«Dame un segundo», dijo Petri sin dejar de presionar botones y juguetear con los mandos.
«Solo necesito conseguir...», una serie de gotas de sudor estaban cayendo lentamente por su frente.
«Abrir la...», continuó, mientras todo lo que había en la habitación revoloteaba sin control. Incluso ellos dos empezaron a levantarse del suelo. El sistema de gravedad artificial no podía seguir compensando la inmensa fuerza centrífuga que se estaba generando. Cada vez eran más ligeros.
«La... la... ¡compuerta tres!», gritó finalmente Petri, mientras todos los objetos caían al mismo tiempo al suelo. Un pesado contenedor de residuos golpeó a Azakis exactamente entre la tercera y la cuarta costilla, provocando que emitiera un sordo lamento. Petri, desde el medio metro de altura donde se encontraba, cayó bajo el cuadro de mandos, asumiendo una pose muy poco natural y totalmente ridícula.
La estimación de la probabilidad de impacto había descendido al 18% y continuaba descendiendo rápidamente.
«¿Todo bien?», se apresuró en confirmar Azakis, intentando disimular el dolor del lado golpeado.
«Sí, sí. Estoy bien», respondió Petri, intentando levantarse.
Un instante después, Azakis estaba contactando el resto de la tripulación, que informaron inmediatamente a su comandante de la ausencia de daños a cosas o personas.
La maniobra realizada había desviado ligeramente a la Theos de la trayectoria anterior, y la depresión provocada por la apertura de la compuerta había sido inmediatamente compensada por el sistema automatizado.
6%, 4%, 2%.
«Distancia del objeto: 60.000 Km», comunicó la voz.
Ambos estaban conteniendo la respiración, esperando llegar a la distancia de 50.000 Km a partir de la cual se activarían los sensores de corto alcance. Aquellos instantes parecieron interminables.
«Distancia del objeto: 50.000 Km. Sensores de corto alcance activados».
La figura desenfocada frente a ellos se definió de repente. El objeto apareció claramente en la pantalla, haciendo visible cada detalle. Los dos amigos se giraron al mismo tiempo, con los ojos desorbitados, buscando cada uno la mirada del otro.
«¡Increíble!», exclamaron al unísono.
Nassiriya – Restaurante Masgouf
El coronel Hudson caminaba nervioso, hacia delante y hacia atrás, a lo largo de la diagonal del descansillo de la sala principal del restaurante. Miraba casi cada minuto el reloj táctico que llevaba siempre en la muñeca izquierda y que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir. Estaba entusiasmado como un adolescente en su primera cita.
Para pasar la espera, pidió un Martini con hielo y una rodaja de limón al bigotudo camarero que, por debajo de las pobladas cejas, lo observaba con curiosidad, mientras secaba lentamente unos vasos de tubo.
Lógicamente, el alcohol no estaba permitido en los países islámicos, pero, esa noche, se hizo una excepción. El pequeño restaurante se había reservado por completo para los dos.
El coronel, después de haber terminado la conversación con la doctora Hunter, había contactado inmediatamente al dueño del local, solicitando expresamente el plato especial Masgouf, que daba nombre al restaurante. Debido a la dificultad para encontrar el ingrediente principal, el esturión del Tigris, quería asegurarse de que el local tuviera suficiente. Además, sabiendo que se necesitaban al menos dos horas para su preparación, deseaba que todo se cocinara sin prisas y con una perfección absoluta.
Para la velada, teniendo de cuenta que el uniforme de camuflaje no habría sido adecuado para la situación, había decidido desempolvar su traje oscuro de Valentino, combinado con una corbata de seda de estilo Regimental con rayas grises y blancas. Los zapatos negros, relucientes como solo un militar sabía dejarlos, también eran italianos. Por supuesto, el reloj táctico no pegaba absolutamente nada, pero era incapaz de prescindir de él.
«Están llegando». La voz ronca salió del receptor, muy parecido a un teléfono móvil, que tenía en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo apagó y miró fuera, a través del cristal de la puerta.
El enorme coche oscuro esquivó una bolsa de cartón que, empujada por la ligera brisa vespertina, rodaba suavemente en medio de la calle. Con una rápida maniobra, paró el coche justo delante de la entrada del restaurante. El conductor esperó a que el polvo levantado por el automóvil se depositara de nuevo en el suelo, después salió con precaución del coche. Al auricular semi-escondido en su oreja derecha llegaron una serie de “despejado”. Miró con atención todas las posiciones anteriormente establecidas, hasta que estuvo seguro de haber identificado a todos sus camaradas que, en posición de combate, se ocuparían de la seguridad de los dos comensales durante toda la duración de la cena.
La zona era segura.
Abrió la puerta trasera y, ofreciendo delicadamente la mano derecha, ayudó a su invitada a bajar.
Elisa, agradeciendo al militar su amabilidad, salió suavemente del coche. Dirigió la mirada hacia arriba y, mientras llenaba los pulmones con el limpio aire de la noche, se regaló un instante para contemplar el magnífico espectáculo que solo el cielo estrellado del desierto podía ofrecer.
El coronel permaneció, durante un momento, indeciso sobre si salir a encontrarse con ella o permanecer en el interior del local a la espera de su entrada. Al final eligió quedarse sentado, intentando disimular lo mejor posible su agitación. Entonces, con aire indiferente, se acercó a la barra, se sentó en un taburete alto, apoyó el codo izquierdo en la tabla de madera oscura, hizo girar un poco el licor que quedaba