Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós

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Eres el mismísimo Aristóteles. ¡Dame otro abrazo... otro!

      —¡Vaya un encuentro! Créame, D. José; me alegro de verle más que si me hubiera encontrado un bolsón de dinero.

      —¿Pero dónde te metes, hijo? ¿Qué es de tu vida?

      —Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted?

      —¡Oh!... déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa?

      —No mucha.

      —Pues echemos un párrafo. La noche está fresca, y no es cosa de que hagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café de Lepanto, que no está lejos. Te convido.

      —Convidaré yo.

      —Hola, hola... Parece que hay fondos.

      —Así, así... ¿Y usted qué tal?

      —¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy echando el mejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas.

      —Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted, y como nadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?».

      Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmantelado establecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sin dejar sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en una mesa y piden café y copas.

      IDO DEL SAGRARIO.—(Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus dos codos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan deseosos estamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta al relato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo la delantera o dejar que empieces tú.

      ARISTO.—(Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en una banqueta próxima a la suya.) Como usted quiera.

      —Veo que tienes buena capa... Y corbata con alfiler como la de un señorito... Y ropa muy decente. Chico... tú has heredado. ¿Con quién andas? ¿Te ha salido algún tío de Indias?

      —Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo. Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber.

      —¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tan desordenado como aquel D. Alejandro Miquis?

      —Todo lo contrario.

      —¿Estudiante?

      —(Con orgullo.) ¡Capitalista!

      —Chico... me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico?

      —Lo que tiene... (Expresando con voz y gesto la inmensidad.) no se acierta a contar.

      —¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había de acordar de ti algún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras?

      —(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted...

      —(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparente baba.) Dilo, hombrecito, dilo.

      —Pues le encuentro a usted... gordo.

      —(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también. Nicanora asegura que aumento dos libras por mes... Es que la feliz mudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha de expresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; ya no me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo que fabricar ingratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguado trabajo por otro más honroso y lucrativo?... Tomome de escribiente un autor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía... Mi mano un rayo... Hombre contentísimo... Cada reparto una onza. Cae mi autor enfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y ¡ras!, lo acabo y enjareto otro, y otro. Chico, yo mismo me asustaba. Mi principal dice: «Ido colaborador»... Emprendimos tres novelas a la vez. Él dictaba los comienzos; luego yo cogía la hebra, y allá te van capítulos y más capítulos. Todo es cosa de Felipe II, ya sabes, hombres embozados, alguaciles, caballeros flamencos, y unas damas, chico, más quebradizas que el vidrio y más combustibles que la yesca...; el Escorial, el Alcázar de Madrid, judíos, moriscos, renegados, el tal Antoñito Pérez, que para enredos se pinta solo, y la muy tunanta de la princesa de Éboli, que con un ojo solo ve más que cuatro; el Cardenal Granvela, la Inquisición, el príncipe D. Carlos, mucha falda, mucho hábito frailuno, mucho de arrojar bolsones de dinero por cualquier servicio, subterráneos, monjas levantadas de cascos, líos y trapisondas, chiquillos naturales a cada instante, y mi D. Felipe todo lleno de ungüentos... En fin, chico, allá salen pliegos y más pliegos... Ganancias partidas; mitad él, mitad yo... Capa nueva, hijos bien comidos, Nicanora curada (Deteniéndose sofocado...) yo harto y contentísimo, trabajando más que el obispo y cobrando mucha pecunia.

      —¡Precioso oficio!

      —(Tomando aliento.) No creas; se necesita cabeza, porque es una liornia de mil demonios la que armamos. El editor dice: «Ido, imaginación volcánica: tres cabezas en una». Y es verdad. Al acostarme, hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla puesta al fuego... Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en mis escenas y en mis personajes. Todas las iglesias se me antojan Escoriales, y los serenos corchetes, y las capas esclavinas. Cuando me enfado, suelto de la boca los pardiezes sin saber lo que digo, y en vez de un carape, se me escapa aquello de ¡Con cien mil de a caballo! A lo mejor, a mi Nicanora la llamo Doña Sol o Doña Mencía. Me duermo tarde; despierto riéndome y digo: «Ya, ya sé por dónde va a salir el que se hundió en la trampa». (Con exaltación que pone en cuidado a Felipe.) Porque has de saber, amiguito, que hay una mina muy larga, hecha por los moros, la cual pone en comunicación la casa del Platero, vivienda de Antonio Pérez, con el convento de religiosas carmelitas calzadas de la Santísima Pasión de Pinto.

      —Vaya que es larga de veras... (Disimulando la risa.) ¡Qué cosas! ¡En qué enredos se ha metido usted! Pero lo que importa es ganar dinero.

      —¡Moneda! Toda la que quiero. Ahora me sale a ocho duros por reparto. Despabilo mi parte en dos días. Pronto trabajaré por mi cuenta, luego que despachemos la nueva tarea que se nos ha encargado ahora. El editor es hombre que conoce el paño, y nos dice: «Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada de moralidad». Oír esto yo y sentir que mi cerebro arde es todo uno. Mi compañero me consulta... le contesto leyéndole el primer capítulo que compuse la noche antes en casa... ¡Hombre entusiasmado! Francamente, la cosa es buena. Figuro que rebuscando en unas ruinas me encuentro una arqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás que hallo? Un manuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro de memorias, un diario. Porque o se tiene chispa o no se tiene... Puestos los dos en el telar, ya llevamos catorce repartos, y la cosa no acabará hasta que el editor nos diga: «¡ras, a cortar!». (Apurando la copa de coñac.) Francamente, este licor da la vida.

      —(Mirando el reloj del café.) Es un poco tarde, y aunque mi amo es muy bueno, no quiero que me riña por entretenerme cuando llevo un recado.

      —(Excitadísimo y sin atender a lo que habla Felipe.) Como te decía, he puesto en la tal obra dos niñas bonitas, pobres, se entiende, muy pobres, y que viven siempre con más apuro que el último día de mes... Pero son

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