Tormento. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Tormento - Benito Pérez Galdós страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
Tormento - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

dentro de un chaquetón viejo, con un gorro más viejo aún encasquetado hasta cubrir las orejas, la fisonomía desfigurada por el polvo, los pies en holgados pantuflos; a veces andando a gatas por encima de las alfombras para medir, cortar, ajustar; a veces subiéndose con agilidad en una silla, martillo en mano; ya corriendo por aquellos pasillos en busca de un clavo, ya dando gritos para que le tuvieran la escalera.

      Bringas usaba gafas de oro y se afeitaba totalmente. Una coincidencia feliz nos exime de hacer su retrato, pues bastan dos palabras para que todos los que lean esto se lo figuren y le puedan ver vivo, palpable y luminoso cual si le tuvieran delante. Era la imagen exacta de Thiers, el grande historiador y político de Francia. ¡Qué semejanza tan peregrina! Era la misma cara redonda, la misma nariz corva y el polo gris, espeso y con su copete piriforme, la misma frente ancha y simpática, la misma expresión irónica, que no se sabe si proviene de la boca o de los ojos o del copete, el mismísimo perfil de romano abolengo. Era también el propio talle, la estatura rechoncha y firme. No faltaba en Bringas más que el mirar profundo y todo lo que es de la peculiar fisonomía del espíritu; faltaba lo que distingue al hombre superior que sabe hacer la historia y escribirla, del hombre común que ha nacido para componer una cerradura y clavar una alfombra.

       Índice

      Rosalía, por su parte, rivalizaba aquel día en fecunda actividad con su sin par marido. Con un pañuelo liado a la cabeza, cubierto el cuerpo de ajadísima bata, trabajaba sin descanso ayudada de una amiga y de la criada de la casa. Perseguían las tres el polvo con implacable saña, y mientras una la emprendía a escobazos con el suelo, la otra azotaba los trastos con el zorro. La nube las envolvía y cegaba como el humo de la pólvora envuelve a los héroes de una batalla; mas ellas, con indomable bravura, despreciando al enemigo que se les introducía en los pulmones, se proponían no desmayar hasta expulsarle de la casa. Funcionaba después lo que un aficionado a las frases podría llamar la artillería del aseo, el agua, y contra esto no tenía defensa el sofocador enemigo. La moza convirtió en lago la cocina, y era de ver cómo lo vadeaba Rosalía, recogidas las faldas, y calzada con unas botas viejas de su marido. Maritornes, de rodillas, lavaba los baldosines, recogiendo con trapos el agua terrosa y espesa para exprimirla dentro de un cubo, mientras las otras dos fregoteaban los cacharros, haciendo un ruido de cencerrada que era la música de aquel áspero combate. La señora metía todo el brazo dentro de la tinaja para acicalar bien su cavidad oscura, y la amiga sacaba lustre al latón y al cobre con segoviana tierra y estropajo. Ver como del fondo general de suciedad iban saliendo en una y otra pieza el brillo y fineza del aseo, era el mayor gusto de las tres hembras, y el éxito les encalabrinaba los nervios y las hacía trabajar con más ahínco y fe más exaltada. El agua negra del cubo arrastraba todo a lo profundo. Así el polvo vuelve a la tierra después de haber usurpado en los aires el imperio de la luz; pero, ¡ay!, la tierra le envía de nuevo desafiando las energías poderosas que le persiguen, y esta alternativa de infección y purificación es emblema del combate humano contra el mal y de los avances invasores de la materia sobre el hombre, eterna y elemental batalla en que el espíritu sucumbe sin morir o triunfa sin rematar su enemigo.

      Por inveterada costumbre de dar órdenes, Rosalía no cerraba el pico durante el trabajo, aunque el de las otras dos mujeres fuera tal que no necesitase ninguna suerte de estímulo. La diligente amiga que la ayudaba oía su nombre cada medio minuto.

      «Amparo, ¿pero qué haces? Te tengo dicho que no empieces una cosa antes de acabar otra. Más fuerza, hija, más fuerza. Parece que no tienes alma... Vamos, vivo... Yo quisiera que todas tuvieran este genio mío... ¿Pero qué haces, criatura? ¿No tienes ojos?».

      A la criada, mujer seca y musculosa, no la dejaba tampoco en paz ni un solo momento.

      «Por Dios, Prudencia, mueve esos remos... ¡qué posma!... Es una desesperación... ¡Que siempre he de estar yo rodeada de gente así!».

      En tanto, el gran Thiers... digo, Bringas, allá en otra región de la descompuesta casa, no paraba ni callaba un solo instante.

      «Felipe, el martillo... Pero hombre, te quedas como un bobo mirando los retratos y no atiendes a lo que te digo... Dame la tuerca... Mira, allí está. Todo lo pierdes, todo se te olvida... ¡Qué cabeza, hijo, te ha dado Dios! Se lo contaré todo a tu amo para que te tire de las orejas y te despabile... ¿Qué se te ha perdido en la cómoda para que mires tanto a ella? ¡Ah!, las figuritas de porcelana... Vamos, hijo, formalidad. Aguanta ahora la escalera... ¡Eh!, chiquillo, trae las tenazas, el destornillador... pronto, menéate».

      Un viejo, protegido de la casa, ayudaba también; pero a este no se le permitía poner sus manos en nada, como no fuera para levantar grandes pesos, porque era muy torpe y en todas partes dejaba huella tristísima de su inhabilidad destructora.

      Muy a menudo uno de los consortes necesitaba del autorizado dictamen del otro para colocar cualquier objeto, y se oían a lo largo de aquel pasillo gritos y llamamientos como de quien pide socorro. «Bringas, ven, ven acá. No podemos colocar esta percha». O bien entraba Amparo sofocadísima en la sala, diciendo:

      «Don Francisco, que a estos clavos se le han torcido las puntas».

      —Hija, yo no puedo estar en todo. Esperar un poco.

      A pesar de ser tan supino el criterio decorativo de Bringas, este no se fiaba de sí mismo, y quería consultar con su mujer peliagudos problemas.

      «Rosalía... ven acá, hija... A ver dónde te parece que coloque estos cuadros. Creo que el Cristo de la Caña debe ir al centro».

      —Poco a poco; al centro va el retrato de Su Majestad...

      —Es verdad. Vamos a ello.

      —Se me figura que Su Majestad está muy caída. Levántala un poquito, un par de dedos. ¿Así?

      —Bien.

      —¿En dónde pongo a O'Donnell?

      —A ese le pondría yo en otra parte... por indecente.

      —¡Mujer...!

      —Ponle donde quieras.

      —Ahora colgaremos a Narváez... Por este lado irá el retrato de D. Juan de Pipaón. ¡Felipe!... ¿En dónde está ese condenado chico?

      Un momento después:

      «Bringas, Bringas, acude acá».

      —¿Qué hay?

      —¡Que se nos viene encima la percha!

      —Allá voy.

      —Bringas, entre las tres no podemos con la piedra del lavabo.

      —Que vaya el señor Canencia. Cuidado, cuidado... Canencia, eche usted allá una mano con mil demonios... ¡Cómo me rompan la piedra...!

      En presencia de estas dificultades, Bringas decía como Napoleón cuando supo que se había perdido la batalla de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes».

      Felipe Centeno, que servía a un pariente de D. Francisco, estaba allí aquel día como prestado para ayudar a los señores en su grande faena. Ni un momento de respiro le daban aquel señor tan activo y aquella dama, que era la misma pólvora. Si hubiera tenido tres cuerpos, no le bastaran para atender a todo: «Felipe, coge con mucho cuidado

Скачать книгу