Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós

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a las mozas del día. Mis heroínas tienen los dedos pelados de tanto coser, y mientras más les aprieta el hambre, más se encastillan ellas en su virtud. El cuartito en que viven es una tacita de plata. Allí flores vivas y de trapo, porque la una riega los tiestos de minutisa, y la otra se dedica a claveles artificiales. Por las mañanas, cuando abren la ventanita que da al tejado... Quisiera leértelo... Dice: «Era una hermosa mañana del mes de Mayo. Parecía que la Naturaleza...». (Con desvarío.) En esto tocan a la puerta. Es un lacayo con una carta llena de billetes de Banco. Las dos niñas bonitas se ponen furiosas, le escriben al marqués en perfumado pliego... y me le ponen que no hay por donde cogerlo. Total, que ellas quieren más la palma que el dinero. ¡Ah!, me olvidaba de decirte que hay una duquesa más mala que la mala landre, la cual quiere perder a las chicas por la envidia que tiene de lo guapas que son... También hay un banquero que no repara en nada. Él cree que todo se arregla con puñados de billetes. ¡Patarata! Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obrero, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico, en el noble, en el ministro, en el general, en el cortesano... Aquellos trabajan, estos gastan. Aquellos pagan, estos chupan. Nosotros lloramos y ellos maman. Es preciso que el mundo... Pero ¿qué haces, Felipe, te duermes?

      —(Despabilándose y sacudiéndose.) Perdone usted, Sr. D. José querido. No es falta de respeto; es que con lo poco que bebí de ese maldito aguardiente parece que la cabeza se me ha llenado de piedras.

      —(Con creciente desazón febril, que rompe el último dique puesto a su locuacidad.) Si esto da la vida... si con este calorcillo que corre por mi cuerpo, tengo yo numen para toda la noche, y ahora me voy a casa y de un tirón despacho sesenta cuartillas... (Saltando de su asiento.) Eres un verdadero Juan Lanas. Bebe más.

      —(Frotándose los ojos.) Ni por pienso. Me caería en la calle. Vámonos, D. José.

      —Aguarda, hombre. No seas tan vivo de genio. ¿Qué prisa tienes?

      —(Metiéndose la mano en el bolsillo del pecho.) Voy a llevar esta carta.

      —¿A quién?

      —A dos señoritas que viven solas.

      —(Pasmado.) ¡Felipe!... ¡A dos niñas guapas, solas, honradas! Sin duda una carta llena de dinero. Tu amo es banquero, un pillo que quiere deshonrarlas.

      —Poco a poco... Usted ha bebido demasiado.

      —¿Lo ves, lo ves? (Echando los ojos fuera del casco.) ¿Ves como por mucho que invente la fantasía, mucho más inventa la realidad?... Chicas huérfanas, apetitosas, tentación, carta, millones, virtud triunfante. (Gesticulando enfáticamente con el derecho brazo.) Fíjate en lo que digo. ¿Qué apuestas a que te dan con la puerta en los hocicos? ¿Qué apuestas a que vas a ir rodando por la escalera? Capítulo: «De cómo el emisario del marqués le toma la medida a la escalera».

      —Si mi amo no es marqués... Mi amo es don Agustín Caballero, a quien usted conocerá.

      —(Con penetración.) Sea lo que quiera, la carta que llevas encierra un instrumento de inmoralidad, de corrupción. La carta contiene billetes.

      —Sí, pero son de teatro para la función de mañana domingo por la tarde. Es que los primos de mi amo, los señores de Bringas, no pueden ir, porque tienen un niño malo.

      —¡Bringas, Bringas!... (Recordando.) Amigo Aristóteles, déjame ver el sobre de la carta...

      —Véalo.

      —(Leyendo el sobrescrito, lanza formidable monosílabo de asombro y se lleva las manos a la cabeza.) «Señoritas Amparo y Refugio». Si son mis vecinas, si son las dos niñas huérfanas de Sánchez Emperador...

      —¿Las conoce usted?

      —¡Si vivimos en la misma casa, Beatas, 4, yo tercero, ellas cuarto! Si en esa parejita me inspiro para lo que escribo... ¿Ves, ves? La realidad nos persigue. Yo escribo maravillas, la realidad me las plagia.

      —Son guapas y buenas chicas.

      —Te diré... (Meditabundo.) Nada dan que decir a la vecindad, pero...

      —¿Pero qué?...

      —(Con profundo misterio.) La realidad, si bien imita alguna vez a los que sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos ni a soñar los que tenemos tres cabezas en una.

      —Pues ponga usted en sus novelas esas cosas.

      —No, porque no tienen poesía. (Frunciendo el ceño.) Tú no entiendes de arte. Cosas pasan estupendas que no pueden asomarse a las ventanas de un libro, porque la gente se escandalizaría... ¡prosas horribles, hijo, prosas nefandas que estarán siempre proscritas de esta honrada república de las letras! Vamos, que si yo te contara...

      —Cuénteme usted esas prosas.

      —¡Si tú supieras guardar un secretillo!...

      —Sí que sé.

      —¿De veras?

      —Échelo, hombre.

      —Pues... (Después de mirar a todos lados, acerca sus labios al oído de Felipe, y le habla un ratito en voz baja.)

      —(Oyendo entristecido.) Ya... ¡Qué cosas!

      —Esto no se debe decir.

      —No, no se debe decir.

      —Ni se debe escribir. ¡Qué vil prosa!

      —(Reflexionando.) A menos que usted, con sus tres cabezas en una, no la convierta en poesía.

      —(Con enérgica denegación.) Tú no entiendes de arte. (Intentando horadarse la frente con la punta del dedo índice.) La poesía la saco yo de esta mina.

      —Vámonos, D. José.

      —Vamos; y pues tú y yo llevamos el derrotero de mi casa... hablaremos... camino. Luego que desempeñes... comisión, entrarás en mi cuarto. Nicanora se alegrará mucho de verte. Apretón de manos... tertulia, recuerdos, explicaciones... (Con lenguaje cada vez más incoherente y torpe.) Yo... hablarte Emperadoras... tú... de ese amo insigne... preclaro... opulentísimo...

       Índice

      D. Francisco de Bringas y Caballero, oficial segundo de la Real Comisaría de los Santos Lugares, era en 1867 un excelente sujeto que confesaba cincuenta años. Todavía goza de días, que el Señor le conserve. Pero ya no es aquel hombre ágil y fuerte, aquel temperamento sociable, aquel decir ameno, aquella voluntad obsequiosa, aquella cortesanía servicial. Los que le tratamos entonces, apenas le reconocemos hoy cuando en la calle se nos aparece, dando el brazo a un criado, arrastrando los pies, hecho una curva, con media cara dentro de una bufanda, casi sin vista, tembloroso, baboso y tan torpe de

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