Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez

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Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibanez

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que se agolpaban en sus alféizares. El pianista veía los puertos solitarios de los países históricos y muertos, con sus rondas de gaviotas sobre la tranquila copa azul; las bahías gigantescas llenas de humo y actividad de la América del Norte; las riberas antillanas, con sus bosques de cocoteros, negros sobre un cielo enrojecido por el ocaso; las islas del Pacífico, de duro coral, formando un anillo en torno de un lago interior... ¡Y aquel mago omnipotente confesaba la pérdida de sus riquezas!...

      El príncipe, como si adivinase sus pensamientos, añadió:

      —Todo eso ha terminado: no sé si por muchos años ó para siempre... Y aunque vuelvan á ser las cosas algún día como fueron antes de la guerra, ¡cuánto tendremos que esperar!... Tal vez muera yo antes... Por eso voy á hacer una proposición.

      Se detuvo un momento, apreciando la curiosidad en los ojos de sus oyentes.

      Luego preguntó á Atilio:

      —¿Estás contento de tu vida actual?...

      A pesar de su tranquilidad sonriente y burlona, Castro hizo un movimiento de sorpresa, como si le escandalizase esta pregunta. Su vida era insufrible. La guerra había trastornado sus costumbres y placeres, esparciendo á todos los vientos sus amistades. Ignoraba la suerte de cientos de personas de diversa nacionalidad que llenaban su existencia años antes y sin las cuales hubiera creído imposible vivir.

      —Además, tengo menos dinero que nunca. Permanezco en Monte-Carlo porque aquí juego; y aunque siempre acabo por perder (como pierden todos), algo me queda entre las uñas que me ayuda á vivir... Pero ¡qué existencia!

      Miró á Novoa como si le inspirase recelo su reciente amistad, pero luego hizo un gesto de resolución.

      —Debo hablar con entera confianza. El profesor nos decía hace poco lo que gana: unas quinientas pesetas al mes; menos que cualquier empleado del Casino. Yo voy á ser franco igualmente. Vivo en el Hotel de París: Atilio Castro no puede estar alojado en otra parte: debe conservar sus amistades. Pero paso grandes apuros muchas semanas para pagar mi cuarto, y como en malos restoranes, en bodegones italianos, cuando no me convidan. La cama me cuesta tres ó cuatro veces más que la mesa. Las tardes malas, en que pierdo hasta la última ficha, me contento con un emparedado de jamón á crédito en el bar del Casino. Yo soy de la escuela de un jugador de Madrid al que llamábamos «el maestro», y que nos decía: «Jóvenes, el dinero se ha hecho para jugar: y lo que quede, para comer.»

      —Y sin embargo, tú amas la buena mesa—dijo el príncipe.

      Las lamentaciones de Castro tomaron una gravedad cómica. Con la guerra se habían olvidado las buenas costumbres. Nadie tenía casa; todos vivían en el hotel, y las escaseces del momento servían de pretexto para que los dueños de los «Palaces» lujosos diesen comidas de figón, escasas y malas. Un convite sólo servía para engañar el hambre.

      —Hace muchos meses, tal vez años, que no he comido como hoy, y eso que me he sentado á las mesas de todos los grandes hoteles de la Costa Azul. Ya no creía que existiesen en el mundo pollos como los que nos han servido. Los consideraba pájaros de ensueño, aves mitológicas.

      El coronel sonrió, inclinando la cabeza como si recibiese un elogio.

      —¿Y tú, Spadoni—siguió preguntando el príncipe—, vives bien?

      —Alteza... yo... yo...—dijo el músico balbuceando ante la repentina pregunta.

      Castro intervino para sacarle adelante.

      —El amigo Spadoni, como pianista, encuentra siempre mesa franca en las «villas» de unas cuantas señoras valetudinarias y melómanas que habitan en Cap-Martin. Le convidan también con frecuencia unos ingleses de Niza. Tampoco tiene que preocuparse de pagar hotel. Dispone de toda una «villa», grande, elegante, bien amueblada, que le dan como sepulturero.

      Novoa hizo un movimiento de asombro al oir esto.

      —Así es—continuó Atilio—. Disfruta de una casa magnífica, á cambio de guardar una tumba.

      —¡Oh, señor profesor!... No le haga caso—gimió el músico con una expresión de víctima.

      —Pero á todas estas ventajas—siguió diciendo Castro—une un terrible inconveniente: es más jugador que yo. En el Casino tiene un mote: «el señor del 5». No juega otro número. Todo lo que pilla lo pone al 5, y lo pierde. Yo soy «el señor del 17», y me va tan mal como á él... Además, tiene á sus amigos los ingleses. ¡Unos tipos! Todos los días vienen de Niza en un landó de dos caballos, y como si no tuviesen bastante con el juego del Casino, se colocan una tabla forrada de verde sobre las rodillas y sacan la baraja. ¡Jugar al poker ante el paisaje de la Cornisa, que las gentes vienen á ver de todas las partes del mundo!... Y nuestro artista, cuando hace el cuarto con los dos ingleses y una vieja miss, pierde ante el Mediterráneo, dorado por la puesta de sol, todo lo que le ha producido algún concierto en Cannes ó en Monte-Carlo.

      Spadoni intentó hablar, pero se contuvo viendo que el príncipe se dirigía á Novoa.

      —A usted no le pregunto: conozco su situación. Vive en el viejo Mónaco, en la casa de un empleado del Museo, y su alojamiento no debe ser gran cosa. Además, como decía Atilio, gana usted mucho menos que un croupier del Casino.

      Y mirando á sus convidados, añadió:

      —Lo que yo quiero proponerles es que vivan conmigo. La invitación resulta egoísta, no lo oculto. Pienso permanecer aquí hasta que se restablezca la tranquilidad de Europa y la vida vuelva á ser agradable. Sólo con mi coronel, acabaríamos por odiarnos los dos. Ustedes me acompañarán en mi agujero.

      Quedaron los tres estupefactos por la inesperada proposición. Novoa fué el primero en recobrar la palabra.

      —Príncipe, usted apenas me conoce. Nos vimos por primera vez hace tres días... No sé si debo...

      Le interrumpió el príncipe con voz algo seca y un ademán imperioso de hombre acostumbrado á no admitir objeciones.

      —Nos conocemos hace muchos años; nos conocemos toda la vida.

      Luego añadió con un tono halagador:

      —No es gran cosa lo que ofrezco. La servidumbre resulta escasa. No hay más criados que mi viejo ayuda de cámara y esos dos monigotes italianos que ha podido reclutar el coronel. Todo el resto del servicio lo hacen mujeres... Pero aun así, nuestra vida será agradable. Nos aislaremos del mundo, que está loco; no hablaremos de la guerra. Llevaremos una existencia plácida y cómoda, como en aquellas abadías que durante la Edad Media fueron frescos oasis de tranquilidad y de estudio en medio de violencias y matanzas. Comeremos bien; el coronel me responde de ello. La biblioteca del yate está aquí: al vender el buque ordené á don Marcos que la instalase en el último piso. El amigo Novoa va á encontrar libros que tal vez no conoce. Cada uno hará lo que quiera; monjes libres, sin otra obligación que la de acudir á la hora de refectorio. Y si «el señor del 5» ó «el señor del 17» quieren dar una vuelta por el Casino, podrán hacerlo, y alguien se encargará de llenarles los bolsillos. Hay que dar algo al vicio, ¡qué diablo! Sin los vicios, la vida no valdría la pena de ser vivida.

      Un silencio de aprobación acogió estas palabras del dueño de Villa-Sirena.

      —Lo único que exijo—continuó el príncipe después de una larga pausa—es que

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