Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez

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Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibanez

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      A los pocos días empezó á circular el rumor de que la princesa Lubimoff se casaba con el español. Ella misma había lanzado la noticia, sin cuidarse de conocer antes la voluntad de su futuro marido. Las razones con que pretendía justificar su decisión no podían ser de más peso. Ella era rubia y Saldaña moreno; los dos habían nacido en los países más apartados de Europa. Todas estas condiciones bastaban para hacer un matrimonio feliz. Además, la princesa estaba convencida de que siempre había amado á España, aunque no podía señalar con exactitud su situación en el mapa. Hacía memoria de unos versos de Heine que nombran á Toledo, de otros versos de Musset á las marquesas andaluzas de Barcelona, tarareaba una romanza sobre los naranjos de Sevilla... Su héroe debía ser forzosamente de Toledo ó andaluz de Barcelona.

      En vano algunos personajes de la corte le hablaron de que el zar no autorizaría esta unión. ¡Una gran heredera casándose con un soldado extranjero desterrado de su país!... Pero la princesa, por el mismo conducto, hizo saber su voluntad al soberano.

      —O me caso con él, ó debuto como bailarina en un teatro de París.

      Se habló de la próxima expulsión de Saldaña.

      —Mejor: iré á juntarme con él y seré su querida.

      El viejo príncipe encargado de su tutela lamentó las exigencias de la corte. De no existir esta oposición, el capricho por Saldaña hubiese durado unos días nada más, como tantos otros. Se dijo que el emperador tal vez la desterrase á sus vastas propiedades de Siberia para doblar su voluntad, y la nieta del cosaco contestó á la amenaza prometiendo á gritos su suicidio antes que obedecer.

      Al fin, el soberano dejó prudentemente que cumpliera su deseo. Casándose, tal vez renunciase á sus excentricidades, y la corte de Rusia, pródiga en escándalos, tendría uno menos. El viaje de bodas de la princesa Lubimoff se prolongó toda su vida. Sólo dos veces volvió á Rusia por asuntos relacionados con su enorme fortuna. La Europa occidental era más favorable á su carácter libre que la corte de un autócrata. Al año de su matrimonio, estando en Londres, tuvo un hijo, el único. Permitió que se llamase Miguel, como su padre, pero impuso el segundo nombre de Fedor, tal vez en memoria de Dostoiewsky, su novelista favorito, cuyos personajes contradictorios le inspiraban una simpatía de parentesco.

      Nadie pudo saber ciertamente si don Miguel Saldaña se consideró feliz en su nueva situación de príncipe consorte, que le permitía gozar todos los placeres y suntuosidades de una inmensa riqueza. A uso español, quiso imponer su voluntad de marido y de varón fuerte, para impedir los excentricidades de su esposa. ¡Vano empeño! Aquella mujer, á ratos sentimental, que gemía sobre las desigualdades sociales y las miserias de los pobres, era una fuerza explosiva capaz de agrietar el carácter más abroquelado y duro.

      Saldaña acabó por resignarse, temiendo las acometividades de la nieta del cosaco. Deseoso de conservar su prestigio de gran señor, celoso del respeto de la servidumbre y de la consideración de sus convidados, temió las escenas violentas que poblaban de aullidos femeninos los salones y hasta las escaleras de su lujosa residencia. No quiso que la princesa volviera á enviar por segunda vez contra un muro del comedor con solo un golpe de pie—la mesa de roble y todos sus servicios de porcelana y cristalería, que se hicieron añicos con estrépito de catástrofe.

      Cuando los arquitectos de París hubieron dado forma á los encargos de la princesa, la familia abandonó el castillo que ocupaba en las cercanías de Londres. Un grupo de ricos parisienses, en su mayor parte banqueros judíos, cubría en aquel momento de hoteles particulares la llanura de Monceau en torno del parque. La princesa Lubimoff se hizo construir en este barrio un palacio enorme, con un jardín que resultaba inaudito por sus proporciones dentro de una ciudad. Hasta instaló en el fondo de la arboleda una pequeña granja, y sin salir de su casa pudo darse el gusto de desempeñar el papel de campesina, batir leche y fabricar manteca, pensando en María Antonieta, que también jugaba á la pastorcita en el Pequeño Trianón.

      Algunas voces parecía doblarse bajo una ráfaga de ternura y admiraba á su esposo, acataba sus órdenes, extremando su humildad de un modo inquietante. Hablaba á sus visitas de las campañas del general, de sus proezas allá en España, tierra que le infundía un interés novelesco y por lo mismo no deseaba ver nunca. De pronto interrumpía sus elogios con una orden:

      —Marqués, muéstrales tus heridas.

      Y daba una prueba de su ternura dejando de enfadarse al ver que su marido no quería obedecerla.

      Le llamaba siempre «marqués», no se sabe si por conservar para ella sola su calidad de princesa ó por creer que no debía despojarlo de un título ganado con su sangre. El marqués jamás fijó su atención en esta anomalía. ¡Eran tantas las de su mujer! Al año de casados, cuando llegó á Londres la noticia de que Alejandro II había muerto destrozado por una bomba de los revolucionarios, corrió como una loca por sus habitaciones y hubo de guardar cama después de una tremenda crisis de indignación.

      —¡Infames! ¡Un hombre tan bueno!... ¡Han matado á su padre!

      Al entrar ahora Saldaña en su lujosa vivienda de París, se tropezaba muchas veces con extraños visitantes que parecían llevar fijas en sus espaldas las miradas de asombro de los lacayos de calzón corto. Eran muchachas desgarbadas y con anteojos, el pelo cortado al rape y un cartapacio bajo el brazo; hombres de luengas melenas y barbas enmarañadas, con unos ojos inquietantes de visionarios; rusos del Barrio Latino vigilados por la policía; terroristas que jamás imploraban en vano la generosidad de la princesa y tal vez empleaban su dinero en fabricar mecanismos infernales para expedirlos á su país.

      Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas. No podía afirmar si la acuosidad de sus ojos negros é imperiosos era de lágrimas; pero después que aprendió el español, estaba seguro de que había murmurado muchas veces, mientras le pasaba la mano por la cabeza:

      —¡Pobrecito mío!... Tu madre está loca.

      A los ocho años, el problema de su educación hizo que la princesa se mostrase por unas semanas maternalmente grave. Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país. El mismo día de su instalación, un agente de la policía secreta vino á hacer preguntas al portero del palacio.

      —Quiero que mi hijo sepa el ruso—dijo la princesa—. Además, aprenderá mucho con Sergueff. Es un verdadero sabio, digno de mejor suerte.

      Saldaña exigió que tuviese igualmente un maestro español, y ella no se opuso. Todos los de su familia poseían en un grado extremo esa capacidad de los eslavos para aprender fácilmente los idiomas.

      —El príncipe Miguel Fedor—dijo la madre—es marqués de Villablanca y debe conocer la lengua de su segunda patria.

      Esto hizo que el general volviera á buscar el contacto con los antiguos compañeros de armas que aún quedaban dispersos en París. La fama de sus enormes riquezas le había atraído muchas peticiones, hasta de las personas más veneradas por él en otro tiempo. Pero aunque la princesa, generosa hasta la inconsciencia, le dejaba el manejo de sus bienes, Saldaña, con una rigidez caballeresca, se consideraba sin derechos sobre el dinero de su esposa, y poco á poco había huído de los pedigüeños. Un gran cambio parecía haberse efectuado en este hombre silencioso durante sus viajes por Europa. El antiguo soldado

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