Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez

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Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibanez

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      Un día se presentó en el palacio el nuevo maestro. Tenía doce años menos que Saldaña, pero había estado á sus órdenes al final de la guerra, y en vez de darle el título de marqués ó de príncipe, repitió á cada momento, con orgullo, «mi general».

      El general no guardaba el menor recuerdo de él; pero daba detalles exactos de la última parte de la campaña, y las recomendaciones de varios amigos no le permitían dudar de su veracidad. Debía ser uno de aquellos chicuelos escapados de sus casas que se agregaban á las partidas carlistas, formando una fuerza llamada «requeté», á la que Saldaña había amenazado más de una vez con el fusilamiento en masa, no queriendo tolerar sus habituales tropelías. El maestro afirmaba, que el mismo general lo había nombrado alférez en los últimos meses de la guerra, por ser más instruído que sus desarrapados camaradas.

      Así entró Marcos Toledo en el palacio de los Lubimoff. El grave marido de la princesa rió con una alegría juvenil al conocer sus andanzas de emigrado en París. Como en los primeros meses ignoraba el francés, detenía en la calle á los clérigos para hablarles en latín. Había malvivido siendo maestro de guitarra y dando conferencias en un Instituto Políglota, cuyo público no concedía la menor atención al tema, buscando únicamente acostumbrar su oído á la pronunciación española. ¡Siete francos y medio por hablar hora y media! Pero Toledo compensaba lo escaso de la retribución con el placer de discursear sobre los tiempos felices de Felipe II, superiores á los presentes de liberalismo.

      —Ahora sólo tengo una ambición, mi general—terminaba diciendo—: poder algún día vestir bien.

      Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.

      Cuando quedó instalado en el último piso del palacio, lo mismo que el maestro ruso, y el general hubo escogido para él varias prendas en su abundante guardarropa, Toledo creyó cumplidos todos los ensueños que se había forjado mientras corría París como tenaz comisionista de mil cosas invendibles.

      Sus compatriotas, antiguos compañeros de miseria, le admiraban al verle vestido como un rico y ocupando muchas veces un carruaje de los príncipes. Su condición de maestro la consideró poco honrosa para un antiguo guerrero, y decía modestamente:

      —Soy ahora el ayudante de campo del general Saldaña. Creo que no tardaremos en echarnos otra vez al monte.

      El pequeño príncipe admiró al maestro ruso porque su madre afirmaba que era un sabio, pero sentía cierto miedo en su presencia. En cambio, trataba al español con una superioridad protectora y cariñosa. Toledo hacía reir á su padre, y esto bastó para que lo considerase como un ser inferior, pero digno de aprecio por su docilidad y su paciencia.

      —Dí: ¿es cierto que ibas á ser cura?—le preguntaba Miguel Fedor—. ¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?

      —Príncipe—contestaba el maestro con dignidad—, yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.

      Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.

      El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.

      —Príncipe, ¡en guardia!

      Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.

      Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.

      Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.

      Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa—idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro—, pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba...

      Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.

      —¡Ha muerto como lo que fué!—gemía la viuda—. Le han matado sus heridas.

      En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.

      —Coronel, el brazo.

      Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!... Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.

      Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.

      —Es el ayudante de campo del difunto marqués.

      ¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.

      Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico

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