La última carta. Daniel Sorín

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La última carta - Daniel Sorín

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      La última carta

      Daniel Sorín

      Colección Imaginerías

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      Daniel Sorín

      La última carta

      E-Book

      ISBN 978-987-86-4090-7

      © 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones

      José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

      www.alfondoaladerecha.com.ar

      © 2019, Daniel Sorin.

      www.danielsorin.com

      Diseño de tapa e interior:

      Al Fondo a la Derecha Ediciones

      Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

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      Mientras en la casa se ultiman los preparativos, un hombre se demora en bajar a la fiesta. Hoy cumple setenta años, y los recuerdos le impiden moverse. El ardid familiar es enviar a un nieto para que lo rescate de sí mismo, pero, como tantas veces en esos casos, sucede lo contrario. Los recuerdos no se disiparán, pero hablar con ese niño los ordena.

      El hombre, José, hilvana su historia. Surge un personaje importante y olvidado: Urbino, un cartero que robaba cartas para atrapar el alma humana. Lugo aparece otro aún mayor: el legendario ícono de la Resistencia, el heredero.

      José lo había tratado durante un año inolvidable; él no era más que un joven inquieto, John William Cooke un mito de la política que estaba cerca de la muerte. Además de la amistad, los ligó un secreto: una carta que Cooke le escribió a Perón y que está perdida desde entonces.

      Perdida quizá no sea la palabra indicada. Mejor decir que aún no ha visto la luz… quizá sea el momento de hacerla pública.

      Con una prosa emotiva, que liga la lucha y la militancia a la memoria y los anhelos, en La última carta, Daniel Sorín recupera el personaje único de John William Cooke.

      Para Luca, por su alegría de arrabal.

      De tu país ya no se vuelve

      ni con el yuyo verde

      del perdón.

      Homero Expósito

      Tarde de preparativos

      1

      Debo reconocer, al fin, que el secreto me desgasta. Quieto en los extramuros de la memoria, me ha corroído en silencio durante cuarenta años.

      En eso pensé la última hora.

      Ocupado en el burdel de mi entendimiento confirmé, inmediatamente antes de escuchar el estruendo, que mi mirada ha sido inquieta, pero ligera e insustancial. Y mis juicios, tan arduamente construidos con regla y compás, no me parecen ahora más firmes que las arenas movedizas ni más resistentes que una telaraña. En el mejor de los casos, un laberinto a menudo vano e infructuoso.

      Después de una larga hora meditando en mi empeño, en la futilidad de todo engaño, llegué a la certeza de no haber entendido mejor que el más obstinado de los ignorantes y, por primera vez, intuyo, sospecho, que ha llegado el momento del exorcismo.

      Hasta que me sustrajo lo imprevisto. Lejano, estridente, inesperado, el sonido me sobresaltó. Desalojado con violencia del ensimismamiento o de la modorra, despertado por lo súbito, observo hacia la puerta, agudizo el oído y espero atento. La vida diaria con su sonrisa burlona suspende mis devaneos: abajo se ha roto un plato.

      2

      Trajinan preparativos de fiesta. Ya no se escuchan los ruidos de la última limpieza y los aromas de las salsas han escapado por los ventanales abiertos; todo está siendo aprontado, el reloj de la tía Carmencita fue puesto en hora y pronto se encenderán las luces de la sala y del patio.

      Escucho música. Así como lo propio de la casa de mi abuela eran los rastros en el aire de sus comidas transoceánicas, y en la de mis padres era ley su silenciosa penumbra de persianas caídas, así, la esencia de esta casa ha sido la música. Distingo cuerdas, intuyo recuerdos conservados con avaricia.

      Supongo el mantel blanco esperando sobre la mesa; pronto Urquel será guardado, el pobre cada vez gusta menos de la energía indomable de los niños. Esta noche estarán todos, le he pedido a Ruth que no me llame hasta último momento. Años atrás, ya me hubiera requerido para calmar a este, ayudarla a hacer alguna cosa o recordarle cierta nadería. Sé bien que no son los años los que me liberan de manera tan benéfica, mis deseos no se han transformado en ley mosaica ni en edicto inexcusable. Tales avatares colmarían mi ego, pero no, lo que obra de manera tan asombrosa es una rara alquimia entre lo amado y lo innecesario.

      Hubo un tiempo en el que, además de querido, yo era cardinal, forzoso, ineludible. Un jefe de jauría propietario de los dones varoniles del mando, de ciertos conocimientos y algunas habilidades; la última palabra, un juez ecuánime de ociosos pleitos hogareños.

      Ayudó a este menester —el de renunciar a ser jefe de jauría— que dejaron de necesitar mi ayuda y se me desvaneció la ilusión de ser irreemplazable.

      Está bien, así debe ser.

      Aunque me sorprendió, nunca deseé lo contrario, de manera que no me ofende ni molesta.

      Mi actual paradero suburbano no me provoca desasosiego. Ya no habito el centro de las decisiones y hace unos años que soy apenas un parecer, que sobre mis espaldas no recae el peso de gravosas conclusiones ni de fallos imperiosos. Ya no hay sentencias, ni juicios, ni premuras. Que no corro, que no tengo que llegar a lugar alguno. El vórtice está cada vez más lejos de mí, soy apenas un deslizar suave ocasionalmente interrumpido por el malestar de alguna enfermedad inoportuna.

      En fin, ya no estoy en el centro. Ya no soy el centro.

      Hace un tiempo descubrí que este proceso no tiene marcha atrás. Llegará el momento en que mi opinión solo sea oída por dulzura o piedad, en que no será tenida en cuenta ni sopesada.

      Y sé, también, que ese albur es la mejor alternativa. Un desteñirse con lentitud, un hacerse transparente.

      Aunque nada de esto le he dicho, de alguna manera Ruth intuye lo que pienso y se enoja, o entra en pánico. No soporta verme mirar la nada por la ventana, perdido en mi propia marisma. Y quiere protegerme, su instinto maternal y su amor de mujer, esa fidelidad que no admite conjugarse en pasado, inunda sus ojos de lágrimas. Entonces, para sacarme de las garras del diablo o de la vejez, me propone salidas fastidiosas o, como es el caso de esta noche, bulliciosos festejos.

      Hoy cumplo años, aunque tengo una aceptable salud, mi futuro es razonablemente escaso. El presente se ha ensanchado hasta ocupar casi todo.

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