La última carta. Daniel Sorín
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El primer violín marca en el aire el compás y las cuatro cajas arrancan al unísono.
Increíble.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Observé cómo cuatro individuos, para nada extraordinarios, se volvían magos. Genios extraídos de una lámpara quimérica. Cuatro sacerdotes y una misa profana celebrada en un idioma de notas sin palabras.
Esa tarde escuché por primera vez un cuarteto de cuerdas. Y, por primera vez, desbordado, luché por contener la emoción.
No había luces coloreadas, ni humo blanco, ni el láser creaba formas en el aire y ninguna pantalla multiplicaba imagen alguna. Sin gritos, apenas con miradas y comentarios en voz baja. Cuatro corazones adentro de cajas de madera. Apenas cuerdas estiradas y arcos hechos con colas de caballo.
Qué no daría por volver a vivir, virgen, ignorante, sin información alguna, otra vez, un cuarteto de Mozart.
Qué espectáculo extraordinario, qué sutileza del espíritu, qué grandiosidad de la razón y la piel brotando de los pentagramas. Qué humildad y gozo juvenil en aquellos músicos sin cálculo, sin especulación y sin público.
Cuando terminó el segundo movimiento me hice el dormido, aquello era tan fuerte que dolía. Además, inevitablemente, debía terminar.
9
—Son las nueve, papá —dice, por fin, mi amada Ruth.
Iván mira hacia la puerta, después gira hacia mí y me dice sin palabras que no conteste, su índice en la boca y un guiño. Iván tiene doce años, uno más que yo en la memoria de este relato.
10
Años después los sábados a la noche fueron momentos de aventura y exploración. Pero por ahora esas noches tenían algo parecido a la reflexión; era necesaria después de aquellas tardes musicales del Cuarteto Guayaquil, como lo llamaban. Había que acomodar ese cosmos increíblemente denso, ese torrente de sensaciones que desacomodaba mi alma inexperta. No sabía qué, pero algo cambiaba de lugar y tenía que pensar para restablecer el orden adentro.
Pensar en cualquier cosa. A veces, ya de vuelta en mi casa, me ponía a estudiar algo tan poco inquietante como la geografía. Me acuerdo que una vez me puse a lucubrar en que el sonido era solo ondas, lo había aprendido en la escuela, frecuencia, amplitud. Sentí un vértigo imposible, lo que yo sentía no tenía nada que ver con las ondas ni con nada material y, de alguna manera, a los once años, la posibilidad de reducir la música al sonido me asustó.
Fue la primera vez que me pregunté si estaba loco.
Entre una partitura y otra el café, el mate cocido y para mí las galletitas dulces que doña Elvira traía sin falta.
Fui reconociendo a Haydn, a Mozart y a Beethoven, a Schubert, a Brahms y a Dvorák. Entendí, desde siempre, que la música se escucha con piel de poros abiertos, sin la circunspección a la que invitan las butacas rojo carmín de los teatros. Aun hoy me molestan los smokings de los músicos, y es porque mi primer contacto con el mundo de los sonidos fue con esos magos de cuello de camisa desabrochado, capaces de tararear mientras ejecutaban, o dar algún vítore en memoria del autor fallecido, al que, por otra parte, nombraban como a un querido amigo del grupo.
Una de esas tardes conocí a Urbino, fue apenas un momento fugaz.
—¿Urbino?
—Sí. Alguien extraordinario, ya verás. Él prefería escuchar, lo supe después, atentamente la música desde su habitación, la más alejada, cruzando el largo patio de naranjos parcialmente techado por la añosa parra de uvas chinche.
Antes tuve contacto con un viejo enjuto y desdentado a quien le faltaba la mitad del dedo índice de la mano derecha.
“Jaimovich”, me lo presentaron formalmente, “el profesor Jaimovich”.
No tenía aspecto de profesor con su saco marrón visiblemente raído y sus pantalones verdes de dificultosa combinación. Supe, al finalizar la tarde, que dicho Jaimovich era profesor de piano y que, antes de que un infortunado accidente le seccionase la última falange del dedo índice de su mano derecha, había sido un ejecutante virtuoso y no carente de éxito.
El profesor no venía habitualmente. Imaginé que le molestaba la insultante habilidad de sus amigos, pero no sé, quizás era solo la arbitrariedad y la imprudencia de mi imaginación. Créase o no, unos meses después fui uno de sus malos alumnos.
¡Qué maravillosa inutilidad la de mi mente para seguir con justeza las notas que trabajosamente deletreaban mis ojos! Además, Samuel Jaimovich se sumergía durante larguísimos minutos en el estudio del soporífero solfeo. Yo me preguntaba qué mente sádica pudo inventar semejante necedad. ¿Por qué no lo hicieron solbello? ¡Qué más hubiese dado!
El piano, Jaimovich, el solfeo y la ridícula costumbre de que una mano leyese en clave de sol y la otra en clave de fa, no hicieron otra cosa que confirmar la suposición que tenía sobre la música y yo: lo nuestro sería un amor platónico, no más que una sonrisa acompañada de ojos humedecidos. La amaría de por vida, pero detrás del vidrio.
Así que mi existencia ha transcurrido lejos de la música y del arte, ejercí un oficio peculiar, lleno de orden y de compartimentos. Lo hice con rigor y a veces hasta con los hallazgos de la imaginación, pero sin la ingenua alegría de esos músicos desconocidos, de esas almas ajenas de prejuicios.
¡Brindo por ellos!
11
Hoy, tantos años después de aquellos días de descubrimientos, todavía conservo el recuerdo. No está amarillento como las viejas fotos de mi infancia, porque el alma no degrada las imágenes, solamente hace difusos sus contornos, como si estuviesen borroneados. Ese ardid, apagar la desconcertante nitidez de los detalles, es imprescindible para acceder a lo esencial. Una inútil sobreabundancia de datos solo impide develar la médula de la vida, por eso entendemos cuando recordamos y no cuando vivimos.
• • •
Por esa época fui a ver una película increíble. El cine de mi barrio era un edificio antiguo, descomunalmente grande a mis ojos infantiles. Antes de entrar, siempre me detenía y lo contemplaba maravillado, con la misma sorpresa con la que vería años después los barcos areneros fuera del agua en astilleros solitarios y herrumbrosos. Ambas construcciones, ese cine y aquellos barcos, estaban hechos en escala sobrehumana.
Se apagaron las luces y se levantó el impresionante telón bordó que cubría la pantalla.
Una leve electricidad recorriendo la piel atenta.
Vi la película con un vacío ansioso en el estómago y manos humedecidas. Fue algo grandioso. Cuarenta minutos después de comenzado el filme no lograba entender ni jota de la trama, no obstante, estaba preso de ella.
Esa velada tuvo consecuencias de las que todavía hoy padezco. En la película, un hombre joven con una pierna enyesada, fotógrafo de profesión, veía a través de sus binoculares el panorama que se desplegaba del otro lado de la ventana de su departamento. Había asumido como única