Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera. Sarah Morgan

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Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera - Sarah Morgan Libro De Autor

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y más ridículo que he conocido en mi vida.

      –A mí también me gusta usted –sonrió él, mirando hacia el barranco.

      –Mire, conozco bien esta montaña y puedo ayudarlo. Se lo aseguro –dijo Ally, intentando tener paciencia.

      –Mide usted un metro cincuenta y debe pesar cuarenta kilos. ¿De dónde va a sacar fuerza para subir a esos chicos?

      –No hacen falta músculos para rescatar a alguien.

      –¿No? ¿Y si alguno de ellos se ha roto una pierna y hay que subirlo a peso?

      Ally tuvo que contar hasta diez. Y luego hasta veinte.

      –Podría ayudarlo, pero si no quiere, es su problema. En cualquier caso, alguien tiene que ir a buscar al equipo de rescate y lo haré yo.

      El extraño volvió a sonreír.

      –Por encima de mi cadáver.

      Ally apretó los dientes. La idea era muy atractiva.

      –Este no es el mejor sitio para bajar con una cuerda.

      –¿Va a decirme cómo hacerlo? –preguntó él, irónico.

      –Sí –contestó Ally.

      –Pues dígame.

      Algo le decía que aquel cavernícola conseguiría bajar por muy difícil que fuera. Pero él no conocía el terreno tan bien como ella y sería estúpido intentarlo en aquella zona.

      –No puede bajar por ahí. Hay una cascada de seis metros y no podrá agarrarse a nada.

      Él la estudió en silencio durante unos segundos.

      –¿Ha bajado usted alguna vez?

      –Pues sí. ¿Lo sorprende? Y mi pelo rubio no me dio ningún problema.

      –¿Es montañera? –insistió el extraño.

      Ally parpadeó varias veces, haciéndose la tonta.

      –Sí. Y si me concentro mucho, incluso puedo leer y escribir.

      –Vale, vale. Puede que me haya equivocado…

      –¿En serio? Mire, ya me he hartado de sus comentarios –lo interrumpió ella entonces–. Para su información, mido un metro sesenta y cinco, soy una mujer muy fuerte y puedo bajar a pedir ayuda sin torcerme un tobillo –añadió. Sin esperar una respuesta, Ally se dio la vuelta y señaló unas piedras planas–. Enganche ahí la cuerda.

      El hombre la miró de arriba abajo.

      –¿Es usted hija única?

      –¿Perdón? –preguntó ella, sorprendida.

      –Seguro que es hija única.

      –¿Por qué dice eso?

      –Porque, después de tener una hija como usted, ninguna madre querría arriesgarse –bromeó el extraño–. O es hija única o es la pequeña.

      Ally soltó una carcajada. A su pesar.

      –Soy la pequeña. ¿Quiere que baje con usted?

      –¿Lleva casco?

      –No.

      –Entonces, se queda aquí. Si está segura de que no va a perderse, supongo que puede bajar a buscar ayuda.

      –¿Perderme? Su opinión sobre las mujeres es ridícula. ¿Por qué piensa de esa forma tan anticuada?

      –¿Por qué? Podría darle una lista de razones –sonrió él.

      Ally decidió no replicar al tonto comentario. Discutir con aquel hombre era una pérdida de tiempo.

      –Sabe que no hay que mover a un herido a menos que sea absolutamente necesario, ¿verdad? –preguntó, cambiando de tema.

      –¿También quiere darme una lección de primeros auxilios?

      –Soy médico –suspiró Ally, impaciente.

      –¿Médico?

      –¿Qué pasa? ¿No cree que las mujeres puedan ser médicos?

      –Yo no he dicho eso.

      No, era cierto. Y, a juzgar por el brillo de sus ojos, empezaba a pensar que la estaba tomando el pelo.

      –¿Lo ayudo con la cuerda?

      –No, gracias –sonrió él–. Por cierto, yo también soy médico, así que puede estar tranquila.

      ¿Tranquila? ¿Cómo iba a estar tranquila con un hombre que, más que un médico, parecía un actor de cine?

      Ally lo observó atarse la cuerda alrededor de la cintura y sujetarla a unas ramas.

      –¿Seguro que puede hacerlo solo?

      –Sí. Lo he hecho muchas veces.

      –Tenga cuidado. Es una bajada difícil.

      –Lo tendré –murmuró el extraño, mirándola a los ojos–. ¿Seguro que puede bajar sola? La verdad es que no me hace mucha gracia…

      –Hágame un favor. Baje de una vez –lo interrumpió ella. ¿Por qué lo encontraba tan atractivo? Si se pusiera un taparrabos, sería el perfecto retrato de un cavernícola–. ¿Tiene prejuicios con todas las mujeres o solo con las rubias?

      Él sonrió de tal forma que su indignación se derritió tan rápido como un helado en un microondas.

      –No me malinterprete. Siempre me han gustado las rubias. En su sitio, claro.

      –No me lo diga. Y su sitio es atadas al fregadero, ¿verdad?

      –Oh, no. Si usted fuera mía, no perdería el tiempo en la cocina –sonrió él, perverso.

      Si fuera suya…

      Ally miró los ojos oscuros, sorprendida. Pero ella no era suya. Y no tenía intención de serlo. Ella tenía a Charlie. La vida no era muy emocionante, pero sí tranquila y apacible.

      –Un comentario muy original –replicó, intentando disimular su turbación.

      –No se enfade. Enviar a una mujer sola por esta montaña ofende mi sentido de la caballerosidad. Aunque sea una mujer muy valiente.

      –Pues la caballerosidad no va a salvar a esos chicos –dijo ella, acariciando la cabeza de su perro–. Esperaré hasta que baje.

      Él asintió con la cabeza y Ally intentó no parecer impresionada cuando lo vio bajar como un profesional. Sin duda sabía lo que hacía. Y, sin duda, habría sufrido un infarto si la hubiera visto bajar a ella cuando era pequeña. Unos minutos después,

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