El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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incluso hace la peregrinación por dinero… ¿Cómo lo llamarías? —se mofó—. ¿Salvador, tal vez?

      —Lo llamo hermano. Más hermano que tú.

      Richard oyó la voz de su padre en las palabras de William. «¿Por qué no te pareces más a tu hermano?».

      —¿De qué más va a salvarte? ¿De mí?

      —Es tarde para eso.

      Richard apretó los dientes. De modo que William lo sabía…

      —¿Quieres saber lo que dice el mensaje? —le preguntó William, mirándolo con un brillo maniaco en los ojos—. Te lo diré —se incorporó hasta apoyarse en los codos y Richard retrocedió hacia la puerta, temeroso de que fuera a desarrollar una fuerza antinatural—. Le dice al sacerdote del santuario que si yo muero será obra tuya y que habrá que colgarte para que Dios te envíe al infierno.

      Richard se desplomó contra la puerta. Debería habérselo imaginado. Tendría que haber detenido al grupo de peregrinos antes de que se alejaran del castillo. Si aquel mensaje llegaba al santuario sus planes no habrían servido para nada.

      —Tú y tu italiano… —continuó William—. Creías que no lo descubriría…

      —¿Lo sabe Garren?

      —¿No basta con que lo sepa Dios?

      —No lo sabe —murmuró Richard, más para sí mismo. No tenía sentido hablar ya con su hermano—. Si Garren lo supiera, ya me habría matado. Y esa panda de idiotas cree que es una especie de santo… Me habrían colgado si él se lo hubiera dicho —se puso a caminar por la alcoba, pensando a toda velocidad—. Pero tú no puedes ni sostener una cuchara… No fuiste tú quien escribió el mensaje. Alguien lo hizo por ti… ¿Quién fue?

      William soltó una carcajada agónica.

      Richard lo agarró por los hombros y lo zarandeó hasta golpearle la cabeza en la almohada, provocando un ruido sordo como el de un saco de grano dejado caer al suelo.

      —¿Quién escribió el mensaje?

      William puso los ojos en blanco. Richard lo soltó y se apartó del hedor de las sábanas. Una punzada de remordimiento aguijoneaba su alivio.

      —La chica… Fue la chica, naturalmente. Dominica —le sonrió al saco de huesos que había sido su medio hermano. La situación exigía un cambio de planes—. No es tu sentencia de muerte la que has firmado, hermano. Es la suya.

      Las arcadas de William lo acompañaron mientras se alejaba por el pasillo. Aún estaba vivo. Lástima, pero él tenía otras preocupaciones más acuciantes. Debía preparar el equipaje y asegurarse de que Niccolo supiera qué hacer en su ausencia.

      —¡Niccolo! —gritó con una voz tan temblorosa como los dedos de William.

      El italiano apareció inmediatamente en una puerta, como si hubiese estado esperando la llamada.

      —¿Señor?

      Aquel hombre siempre conseguía ponerle nervioso. Había algo en sus ojos que lo inquietaba. Tal vez tuviera que librarse de él cuando acabara el trabajo, aunque si realmente podía convertir el plomo en oro quizá mereciera la pena tenerlo a su servicio.

      —Haz que ensillen inmediatamente al más veloz de mis caballos. Quiero salir antes del mediodía.

      Las órdenes deberían haberse dado a un paje, pero Niccolo se dirigió sin rechistar a las cuadras.

      Los peregrinos se habían marchado tres días antes, pero al galope tendido podría alcanzarlos antes de que llegaran al santuario. Y si se llevaba tan solo a una pequeña guardia consigo…

      No, no podía perseguirlos y matarlos. Tendría que viajar como peregrino. En solitario. Ya encontraría la forma de hacerlo allí. Con uno de los venenos de Niccolo, tal vez.

      —¡Lombardo! —volvió a llamar a Niccolo, quien se detuvo a mitad de la escalera—. Consígueme algo de belladona. Y búscame también una de esas capas grises y una cruz.

      —¿De peregrino, señor?

      —Sí, estúpido —se echó a reír y le arrojó la naranja al italiano—. Voy a ir de peregrinación.

      El plan era perfecto. En un viaje ocurrían muchos accidentes. El mercenario y la chica podían morir en el camino y subir directamente al Cielo.

      Sería una lástima por la chica…

      La priora se levantó de la silla y observó en silencio a sir Richard, ataviado como un peregrino, arrodillado ante ella. Jamás visitaba el priorato y nunca atendía las peticiones de la priora salvo ofrecerle un pacto con el Diablo. ¿La acusaría de haber faltado a su palabra tan pronto? ¿No confiaba en que hubiera cumplido con su parte? Empezaba a echar de menos a Dominica…

      —Bendígame, priora. Voy a peregrinar al santuario de santa Larina.

      —¿Qué os empuja a hacer esta peregrinación, sir Richard?

      —Se ha producido un desagradable incidente… Mi hermano, en su delirio cercano a la muerte, está convencido de que he intentado envenenarlo.

      A la priora se le revolvió el estómago.

      —¿Por qué iba a pensar tal cosa?

      —Porque Garren lleva un mensaje al sacerdote del santuario diciéndole eso mismo. Lo escribió mi hermano, o mejor dicho, hizo que Dominica lo escribiera por él.

      La madre Juliana sabía muy bien que el conde de Readington no sufría alucinaciones. No solo había puesto en peligro el alma de Dominica… También la había condenado a muerte.

      —No son más que los desvaríos de un moribundo —continuó Richard—, pero no puedo permitir que haya ningún malentendido. ¿No estáis de acuerdo?

      Ella se tocó la frente, el pecho y los hombros para protegerse contra la maldad de aquel hombre. «Perdóname, Señor. Perdona mi arrogancia por creer que podía tratar con el Diablo en cosas sin importancia».

      —Bendecidme, priora —volvió a pedirle Richard, agachando la cabeza—. Me dispongo a impedir que se cometa una grave injusticia.

      —¿No preferís esperar al prior? —tardarían un día, por lo menos, en hacerle llegar el mensaje. Y otro día hasta que se presentara en el priorato. Quizá aquel retraso pudiera salvar al grupo—. Él debe entregaros los testimoniales oficiales.

      Richard la miró, sin levantar la cabeza, con unos ojos fríos y calculadores.

      —No es necesario, priora. Vos estáis lo bastante cerca de Dios para bendecirme.

      La madre Juliana le pasó la mano sobre la cabeza y murmuró unas palabras en latín:

      —Que Dios me perdone.

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