El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford Ómnibus Harlequin Internacional

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Deseo. Pasión. Nica.

      Ocho

      —Tendríais que haberlo visto —les dijo Simon a los hermanos Miller y a Ralf, mientras Dominica mordisqueaba una galleta sentada en un tronco a su lado. Fingía escucharlo, pero buscaba a Garren con la mirada.

      Los otros estaban desperdigados por el claro. Gillian, sentada junto a Jackin, le sonreía a Dominica. Entre ellos corría el aire aquella mañana, pero estaban permanentemente asidos de la mano mientras comían con la otra, como si no pudieran vivir sin tocarse.

      Simon se tragó el bocado de pan y representó a su enemigo con las manos.

      —Era alto y corpulento, así de grande… y con una hoja tan afilada como la cimitarra de un sarraceno.

      Alto sí que era, pensó Dominica, pero tan flaco como un pollo desnutrido.

      —En realidad, Simon, solo llevaba una hoz oxidada.

      Simon le frunció el ceño y se inclinó hacia los hermanos Miller.

      —Y allí estaba Jackin, con los pantalones por los tobillos…

      Los hermanos dejaron de comer, expectantes por oír el resto. Hasta Inocencio ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando con su única oreja.

      Simon se rio por lo bajo.

      —Con su cola tan encogida que desaparecía entre los testículos, por miedo a que se la cortaran.

      Los dos hermanos estallaron en carcajadas. El más joven se cayó del tronco hacia atrás. La risa de Ralf se transformó en un ataque de tos áspera.

      Jackin levantó la cabeza y Gillian le dio una palmadita en la mano. Tal vez se quisieran demasiado, pensó Dominica, pero Simon no hacía bien en burlarse de sus intimidades.

      —Me enfrenté al ladrón y le exigí que lo soltara —continuó Simon—. Como es lógico se echó a temblar de miedo. No tenía ninguna posibilidad contra mí, aunque su hoja estaba tan afilada que podría cortarme el pelo con solo rozarlo. Y mientras —volvió a reírse—, allí estaba Jackin, con su miembro tan flácido como…

      —Simon —la voz de Garren interrumpió la burla de Simon. Dominica se estremeció cuando su sombra le cayó sobre los dedos.

      Simon agachó la cabeza, como una tortuga retirándose a su caparazón.

      —Señor.

      —¿No te han enseñado a comportarte delante de una dama?

      Dominica le rascó la oreja a Inocencio y se fijó en las hormigas que se llevaban las migas que Simon dejaba caer en la hierba. A Garren también le vendrían bien algunas lecciones para pulir su conversación, pensó con una sonrisa.

      Simon se puso rojo como un tomate.

      —Pero ella estaba allí… Lo vio todo.

      —Si lo vio, no hay necesidad de que también lo oiga —Garren mantuvo la vista fija en Simon, sin mirar a Dominica—. Y menos tal como lo estás contando.

      Simon se encogió ante la reprimenda mientras la hermana Marian caminaba hacia ellos. Sus pasos eran más lentos que el día anterior, y Dominica rezó brevemente por que no hubiese oído el relato de Simon. Ella no había querido preocuparla contándole toda la historia.

      Garren agarró al joven escudero por el hombro.

      —Hoy vas a vigilar la retaguardia. Asegúrate de que todo el grupo permanece unido y abre bien los ojos contra la amenaza del acero sarraceno.

      Simon intentó erguirse bajo la presión de la mano de Garren.

      —Sí, señor.

      —Recoged vuestras cosas. Partimos enseguida —ordenó Garren, y los hermanos Miller y Ralf se escabulleron rápidamente. Al menos no volverían a reírse de Jackin, pensó Dominica.

      La hermana Marian llegó junto a ellos mientras Simon engullía el resto del pan.

      —Simon, ayer noté que no te sabías la tercera estrofa del salmo de Larina. Hoy voy a montar a Roucoud. Quiero que camines a mi lado para que pueda enseñártela —sonrió tan dulcemente como siempre, pero Dominica reconoció la expresión de sus ojos. Era la mirada que siempre precedía a veinte avemarías.

      —Sí, hermana. Dejad que recoja mis cosas —murmuró sumisamente el joven, antes de alejarse encorvado.

      —Es muy joven —dijo la hermana Marian, desviando la misma mirada hacia Dominica—. Pero creo que no me has contado todo lo que pasó ayer…

      —No quería preocuparte —le cubrió los fríos dedos con los suyos—. Igual que tú no querías preocuparme diciéndome lo cansada que estás. Desde hoy viajarás siempre a caballo.

      —Estaré bien, no te preocupes por mí. Y ahora date la vuelta y déjame ver tu capa —agarró los jirones que habían dejado las espinas del matorral—. Te lo arreglaré esta noche. ¿Has desayunado bien? ¿Has rezado tus oraciones, Nica?

      Nica… Al oír el diminuto volvió a sentir las manos de Garren en sus hombros.

      —Dime, hermana, ¿has usado ese nombre delante de Garren?

      —¿Ahora es Garren en vez de El Salvador? —frunció el ceño con inquietud—. Puede que no sea lo que tú crees, Nica. Ese hombre es un soldado, no un santo.

      Dominica asintió.

      —¿Sabías que estuvo a punto de tomar los votos?

      La hermana Marian la miró con ojos muy abiertos.

      —¿Te lo ha dicho él?

      A Dominica le gustaría contarle lo de las plumas de Larina, pero le había dado su palabra a Garren.

      —Sí, pero no me has respondido. ¿Te ha oído él llamarme Nica?

      —Supongo que sí. ¿Por qué?

      —Porque también él me llamó así —el recuerdo de su voz áspera y profunda, pero a la vez cálida y suave, la envolvió como si se tratara de la voz de Dios.

      Pero en vez de evocarle pensamientos piadosos le hizo pensar en las fuertes y cuidadosas manos de Garren. Y en vez de recordar al pobre Jackin con los pantalones bajados, se preguntó qué aspecto tendría Garren desnudo. Por alguna razón desconocida, no quería imaginarse el miembro de Garren flácido y encogido.

      La hermana Marian la miraba con una expresión de recelo, y Dominica esperó que no adivinara sus pensamientos. Tal vez el encuentro con el ladrón la había alterado más de lo que creía. Necesitaba pasar un rato a solas para serenar su mente.

      —Voy a ir adelantándome. Tranquila, que no me alejaré mucho.

      —Pero los ladrones…

      —No te preocupes —agarró un palo y lo lanzó tan lejos como pudo. Inocencio salió en su busca

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